La idea de agarrar al lector e invitarle a dar una vuelta por la Barcelona arrabalera de 1962 llevaba tanto tiempo rondándome que no sabría decir cuándo empezó exactamente a materializarse. En la génesis de Todos habían dejado de bailar concurren demasiados elementos susceptibles de representar el pistoletazo de salida: el jazz volviendo a apoderarse de los clubes de la urbe tras el largo paréntesis de la guerra y los años duros de la posguerra; el primigenio R&R sonando entre pandilleros de los bajos fondos, aquella ciudad fuera de su tiempo, provinciana, portuaria aunque viviendo de espaldas al mar, punto de encuentro de olas migratorias que llenan de color el gris institucionalizado de una burguesía local a la que las loterías llevan generaciones tocándole. Y, para acabar de redondear, un crimen real, que el régimen bautizó como crimen de los existencialistas por todas sus connotaciones ajenas a los valores de aquel nacional-catolicismo trasnochado.
Sea como sea, empezó así una de las partes más divertidas del proceso, la de documentarse e ir pensando en algo fundamental: el tono, la voz, el carácter de la narración… Así, según me iba adentrando en la hemeroteca y en libros sobre aquella Barcelona casi irreconocible, al tiempo que iba atesorando anécdotas de uno u otro lado, iba teniendo claro que aquello tenía que ser un cuento. Un conjunto de batallitas, como si se estuviera explicando a pie de barra de bar. Mientras la obra permanecía a la espera de dar con el título, el documento de Word en el que iba construyéndola, poniendo una palabra tras otra, llevaba por nombre “un cuento de Barcelona”.
Otra intencionalidad narrativa que creo que subyace a la obra me la hizo ver a posteriori el periodista Ramón Vendrell, cuando me preguntó si me podía haber inspirado la trilogía de Harry Starks, de Jake Arnott. Y qué cojones, pensé, pues puede ser, porque disfruté horrores con aquellos pepinazos de novela negra subcultural que tan bien aunaban crimen y el surgimiento de subculturas pop británicas: mods, skinheads, casuals…
Libros que me acompañaron, y algunos de sus autores
Para este cuento no puedo por menos que mostrar mi eterna gratitud a varios autores y fuentes: Jordi Pujol Baulenas, autor del imprescindible Jazz en Barcelona 1920-1965, Santiago Tarín, autor de Barcelona en rosa y negro, y Xavier Theros, autor de Vida i miracles de la plaça Reial y La Sisena Flota a Barcelona. Les nombro a ellos tres porque, además de sus libros, tuve el placer de poder hablar con ellos, aclarar dudas y abrir nuevas vías de investigación. Por supuesto, no son los únicos novelistas, biógrafos e historiadores a los que acudí, y sería injusto dejar de nombrar a Paco Villar, Ramón Espelt, Servando Rocha, Tomás Salvador, J. Bellacasa Dolz, Joan Llarch, Augusto Paquer, Manuel Pérez Arias, Manuel Vázquez Montalbán, José E. Barquero y un largo etcétera.
Mención aparte merece Carles Armengol, autor de esa joya que lleva por título Collado, la maldición de una casa de comidas, que se dejó chorizar un personaje tan potente como el Patata, el inmisericorde hampón de Collblanc que aparece en su obra como el Rubio y que yo me tomo la licencia de situar entre la Barceloneta y el Distrito Quinto.
Otro personaje que tomo prestado es el de su implacable lugarteniente Pedro Cantó, el Titi, al que alude en uno de sus libros el que fuera inspector jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona, Tomás Gil Llamas, a principios de los años 50 y al que yo ya había usado en Soy la venganza de un hombre muerto.
Los compases de aquella ciudad
Pero, ¿y la música? ¿Y el baile? Hay un nexo que une a muchos de los personajes de Todos había dejado de bailar: el jazz, que en la época volvía a apoderarse de los gustos de los barceloneses como no lo hacía desde los años 20. En 1962 ya había un mínimo de escena en la ciudad, que para entonces había recibido visitas de pesos pesados como Louis Armstrong, Dizzy Gillespie o Lionel Hampton y que se iba nutriendo de conciertos y audiciones organizadas por asociaciones como el Hot Club, de la programación de clubes como el Jack’s, el Tobogán, el Zodiac o el Jamboree; de algunos discos que los marinos de la Sexta Flota iban trayendo consigo y de una escena de músicos que, viviendo mayormente bajo la alargada sombra de Tete Montoliu, lograban que, nota a nota, el Hard Bop se abriera paso en la ciudad.
De entre aquellos heroicos principiantes absolutos, pude localizar a su último superviviente, el pianista Pere Ferré. A sus 92 años, y además de ser un músico excepcional y seguir siendo capaz de bordar un sinfín de estándares con una pericia y una sensibilidad fuera de toda duda, Pere es un hombre encantador que desde el primer minuto estuvo disponible para explicarme su historia con los hermanos Hand, con Gloria Stewart, con Joan Rosselló, con Wally Besser. Aquella Plaza Real de noches bravas, lingotazos de whisky y clubes humeantes donde las cosas modernas de la ciudad ocurrían sin permiso de nadie, y nadie parecía pensar en dejar de bailar.
Fabular la historia
Todos habían dejado de bailar es —perdón si insisto— un cuento. Y para contar este cuento tenía que quedar claro que la obra no pretende explicar, como si de un reportaje se tratara, lo acaecido. Así, los nombres de los principales involucrados han sido ligeramente cambiados, porque sus pensamientos, sus diálogos, las palancas que les llevan a obrar de una manera u otra, forman parte de un relato que tiene mucho de novelesco y alucinante. Incluso cuando mucho de lo que se cuenta es verdad.
Ahora sólo falta que ustedes se me animen y se adentren en aquella urbe de 1962, cuyos meandros callejeros suenan a bop y baile de navajas.
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Autor: Alberto Valle. Título: Todos habían dejado de bailar. Editorial: Roca. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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