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Contarnos

Nunca fue tan importante para nadie contarse su propia historia. Lo era para quienes atravesaban grandes incertidumbres. Quienes se extraviaban debido a catástrofes vitales como la enfermedad, la guerra, un terrible desastre natural o una enloquecedora pérdida amorosa. Esos eran los que contaban su historia y era su historia la que otros contaban. Pero ahora la gran incertidumbre es lo normal. Y yo estoy ahí, me parece. Tengo que contarme. Estoy ávido de encontrar cómo hacerlo. Lo peor es la incertidumbre, ni siquiera puedo estar seguro de mi extravío. Mi hija está dibujando en su cuarto de este piso madrileño que fue mi hogar pero ya no lo es. Estoy rodeado de mis cosas, pero si algo he aprendido es que yo no soy nada de eso, lo mío. Aquí se quedó todo, para mi hija. Tal como habíamos construido un hogar para ella, así resta. Como si cuando uno tuviera descendencia nada le perteneciera ya o todo lo anterior dejara de pertenecerle. Ningún problema con eso. Desligarme de ese grabado de Javier de Juan, dejarlo aquí, para ella: no lo necesito allí donde yo me he ido. Por mucho que se trate de un “premio”, yo ya no soy ese premio ni su fruto. El grabado de la acomodadora de la sala de cine de zapatos de tacón rojos y labios a juego formó parte de mi identidad, pero he descubierto que prescindir de mis cosas no me hace menos yo, sino al contrario. No me falta nada. No me hace falta de nada. Nada me hace. Parece una boutade en un tiempo como este en el que se diría que los seres humanos morimos (literalmente) por poseer aquello que nos identifique. Tengo la sensación de que a menudo las personas adoptan como identitarias no sólo aquellas cosas que deseaban, sino cualquier cosa que lleve suficiente tiempo en contacto con ellos. Yo, sin embargo, aparentemente, “soy alguien”, pero también aparentemente supongo que podría decirse que “no arranco”, al menos en los términos que mi madre hubiese deseado hace 30 años (como quien implora un milagro). Ella rezaba por esa puesta en marcha de mi vida. Pero la puesta en marcha de mi vida era esto, precisamente, que no sería “arrancar”, en sus términos, ni de lejos. Es difícil contar el relato de la vida de alguien cuya vida no ha comenzado. Ahora vivo en tres casas: tres pisos distintos, y no mantengo ninguno. Voy de uno a otro. Soy una persona completamente normal y sin embargo, también, soy un paria. Aunque: quién dijo que los parias no fueran personas normales… Soy escritor, esa es mi naturaleza. No vivo una “vida loca”, etílica, desastrosa: no como los escritores que se marginaban tiempo atrás. Mi margen parece el de toda una generación, en mayor o menor medida, aunque en mi generación hay de todo, claro está, y quienes se encuentran marginados, mayoritariamente, son más jóvenes que yo, me parece, y tendrán que pelear para cambiar su destino. Meto el Mac en la mochila y recorro en metro la distancia entre la casa en la que vive mi hija con su madre y el piso donde alquilo un cuarto, a 7 minutos a pie, o el de mi novia, en el sur de Madrid. No es lo que imaginé que haría, pues no era este mi futuro o no había este futuro en lo que podía yo prever. Pero, sorprendentemente —aunque a mí no me sorprenda en absoluto— no estoy frustrado ni me siento mal por ello. No, señor. Me siento contento. No culpable, feliz. Mirar el mundo desde esta extraña situación no me viene del todo mal. La literatura, lo que quiero estudiar e investigar y terminar escribiendo —allá adelante— es lo que me sostiene. Siempre ha sido así pero ahora, poco a poco, lo es cada vez más. Peor que yo lo están pasando quienes, habiendo obtenido un estatus supuestamente más sólido que el mío, no obstante, le exigen al mundo (a sus jefes y a sus parejas y, si no, a sus hijos) un mayor compromiso, una lealtad y un saber hacer y un terminar las cosas como hay que terminarlas, ética y voluntariosamente hasta el final, contra lo que se aprecia que sucede por todos lados: la debacle. Y además está el consumo. G., que estuvo en mi vida brevemente, se frustra —de un modo que me resulta descomunal— sólo porque las cosas no son como ella quiere que sean, como cree que deberían ser (por ejemplo en el trabajo, siendo mujer y ejecutiva) y se pasa la vida probando un amplio abanico de “productos para el espíritu”, por llamarlos de algún modo. Toma clases de terapia de reiki, hace yoga, asiste a reuniones de “grupos de autoayuda” y de “comunión con la naturaleza” y medita y se masajea con otras personas en largas sesiones, recibiendo clases de masaje “compartido” o “mutuo” o como sea que lo estén llamando ahora, seguramente una palabra a medio camino entre el español, el inglés y el japonés, que es como parece que quedan mejor los nombres de las marcas. Productos contra el estrés provocado por la autoexigencia. Ella se exige esos productos para intentar sentirse mejor, pero se trata de productos, por otro lado, muy exigentes con ella, que requieren de su disciplina y de que esté en movimiento de un lado para otro, con la agenda repleta y gastando, empleando un dinero que —luego se queja— no tiene. Y ahí está la trampa. No le permiten estar en sí, la llevan del tingo al tango, la disgregan. Es una espiritualidad para narcisos.

"Soy escritor, esa es mi naturaleza. No vivo una “vida loca”, etílica, desastrosa: no como los escritores que se marginaban tiempo atrás"

Pero mejor no le digo.

Yo, por el contrario, pendo de lo que quiero vislumbrar allí adelante, me estiro hacia el futuro, lleno mi presente de ese anhelo literario y el horror que parece sentir G. a todas horas no se me aparece, queda conjurado. Resulta curioso observar cómo todo el mundo habla de la necesidad de presente en sus vidas, mientras, para cultivar ese presente, se embarcan en “proyectos” que los llevan de actualidad en actualidad, de acto en acto. Y eso, además, allá en algún sitio, allá afuera: fuera de sí, no en sí. Tener un dios, aunque este sea un saber —en cualquier caso, tener como misión algo que nos excede, superior a nosotros— nos ayuda a estar en nosotros mismos. Así no nos escindimos.

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