El andén fantasma
El tren que me ha traído hasta aquí partió a las tres y veinte de la tarde de un andén que no existe. Hasta ese momento había conseguido cumplir punto por punto las indicaciones que Edoardo me trasladó semanas atrás en su correo. Me bajé del avión, recogí la maleta, salí del aeropuerto. A mano izquierda, tal y como me había avanzado, encontré la parada del tranvía. Había mucha gente en la cola de las máquinas dispensadoras de billetes. Un hombrecillo menudo, con bigote blanco y aspecto de haber aprendido todos los trucos necesarios para sortear las dificultades de la vida, se puso a vender pasajes por su cuenta a quienes disponíamos de dinero en metálico. Me había gastado casi todas las monedas durante la espera en la T4 de Barajas, y las pocas que conservaba en un bolsillo de la mochila no bastaban para completar el precio. Le tendí un billete de veinte euros y me pidió que me subiera, tomara asiento y esperase, confiado en que los pagos de otros pasajeros le permitieran darme el cambio. No le dio tiempo a despachar más de dos o tres, porque enseguida un pitido intermitente anunció la inminencia del viaje. Me preparé para recoger mis cosas y bajarme, pero extendió hacia mí su mano abierta para indicarme que no me moviese: se hacía cargo de las circunstancias y me permitiría hacer el trayecto gratis. Ni él hablaba inglés ni yo acertaba a entender del todo su italiano, así que le dirigí una mirada que pretendía trasladar mi gratitud y él me devolvió otra en la que impostaba algo parecido a la camaradería. Tardamos unos quince minutos en llegar a la estación de Santa Maria Novella, cuyo aspecto desmiente categóricamente las solemnidades de su nombre. La terminal más bien parece un tendejón, aunque los carteles de los negocios que jalonan su vestíbulo intenten imprimirle el aire señorial de aquellos tiempos en que los viajes en ferrocarril alimentaban las fantasías de los autores románticos. Las pantallas informativas anunciaban que mi tren saldría de la vía diecisiete, pero al buscar la puerta correspondiente descubrí que la estación sólo cuenta con dieciséis andenes. Desconcertado, me dirigí a una mujer que ocupaba un asiento dentro de una pequeña cabina y a la que supuse encargada de dar respuesta a las solicitudes o las quejas airadas de los viajeros. La breve conversación tuvo un carácter tan surrealista que no me resisto a transcribirla en su literalidad más absoluta: «Perdone», la abordé, «en la pantalla pone que mi tren saldrá del andén número diecisiete, pero el último andén de la estación lleva el número dieciséis». Ella me observó con una sonrisa condescendiente: «Es que esta estación sólo tiene dieciséis andenes; a ver, ¿cuál es su tren?». «El 18771 con destino a Arezzo». Señalé hacia el panel, que quedaba justo frente a la cabina. Ella entrecerró los ojos para distinguir las letras y los números que brillaban en la pantalla y, acto seguido, su expresión adoptó un rictus de incredulidad. «Aquí nunca ha existido un andén diecisiete», dijo. Luego, como si quisiera esforzarse para disimular que se encontraba tan desconcertada como yo, añadió: «Mejor pregunte a otra persona». Pensé que aquello podía ser la coartada perfecta para emprender una fabulación borgiana o, cuando menos, un inicio aseado para un cuento de Cortázar, pero la realidad terminó siendo tan prosaica como acostumbra: el inexistente andén diecisiete era una prolongación del dieciséis. El crecimiento de la red ferroviaria había motivado la construcción de nuevas vías en una época en que la expansión urbanística de la ciudad hacía imposible cualquier intento de ampliar la estación, por lo que los nuevos andenes se levantaron al final de los que ya existían. Me contaron todo esto los agentes que custodiaban el acceso a la decimosexta puerta del gran vestíbulo, y tras mostrarles mi billete —esta vez había logrado adquirirlo a tiempo— recorrí en toda su longitud el andén correspondiente para dar a su término con aquel otro que figuraba en las pantallas y cuya numeración ni siquiera debía de ser fija, porque se exhibía tan sólo en otro panel luminoso y parpadeante cuyas trazas rudimentarias daban cuenta de su provisionalidad, y en el que aguardaba ya el tren que habría de llevarme a Sant’Ellero.
Un hombre a tientas camina
La imaginación prefigura la realidad antes de que la realidad se manifieste y, en consecuencia, tiende a generar unas expectativas que a la larga veremos inevitablemente defraudadas. Cuando me envió su primer correo electrónico —en el que dejaba muy claras las normas y de manera sutil, pero efectiva, daba a entender que bajo ningún concepto se admitirían excepciones—, me imaginé a Edoardo como un hombre de edad avanzada y personalidad adusta, con el ceño fruncido y las cejas pobladas, quizá también el cuello ligeramente encorvado. Anticipé una voz áspera, un tono seco y unos andares torpes o bruscos, y me había preparado para la eventualidad de una tensión que de alguna manera tendríamos que sortear durante el trayecto que nos correspondería hacer juntos. Pero cuando llego a la estación de Sant’Ellero y me lo encuentro esperando en el andén, Edoardo resulta ser un chico joven, que apenas ha cumplido la treintena, y cuya sonrisa de bienvenida es el preludio de una amabilidad exquisita. Me pregunta qué tal he hecho el viaje y se ofrece a hacerse cargo de mi equipaje para introducirlo en el maletero del coche. Se disculpa por el aspecto del vehículo —«el invierno ha sido duro y este coche no está pensado para el campo»— y me cuenta que tiene un hermano en Barcelona, que va por allí con cierta frecuencia, que le hace gracia que en España conozcamos a Eros Ramazotti. Dedicamos unos minutos a recordar lo bueno que fue Franco Battiato y, mientras arrancamos y comenzamos a rodar por unas carreteras estrechas que van sorteando las laderas toscanas, me explica que lleva diez meses trabajando en la casa, donde viene a ejercer las funciones de asistente. Ha cursado un grado en estudios europeos y pensaba perseverar en ese empeño hasta que la pandemia trastocó su plan vital: resolvió aislarse en una casa que su familia tiene por los alrededores y buscar en la naturaleza el alivio a los excesos de la civilización. No me dice de qué modo consiguió el trabajo que ahora le ocupa ni le pregunto cuánto tiempo piensa mantenerlo, si se plantea abandonar una vez que concluya el año o su propósito es permanecer allí de forma más o menos indefinida. El coche abandona la carretera y enfila un camino estrecho y pedregoso que se precipita en descensos repentinos y remonta poco después pendientes inverosímiles. A nuestro alrededor sólo hay bosque, una inmensa arboleda que apenas filtra los rayos del sol y cuyos troncos y ramajes se anudan hasta confundirse en un solo entramado laberíntico que parece el forjado de una reja encaminada a proteger los secretos de un paisaje orgulloso de su inexpugnabilidad. Creo entrever en algún momento, entre las líneas difusas que dibujan los contornos de los árboles altísimos y esqueléticos, la figura difuminada de un hombre que camina con pasos titubeantes —«un hombre a tientas camina», acude a mi memoria el verso de Machado—, como si se hubiera perdido o anduviese buscando algo que se le ha caído del bolsillo. Pienso en decírselo a Edoardo, pero él está comentando algo sobre el clima y no quiero interrumpirlo, y cuando al fin podría hacer referencia al asunto éste ha quedado lo suficientemente lejos como para que cualquier formulación resulte inútil. Me dice que no estaré solo a mi llegada, que hay un poeta y dos traductores que están pasando unos días en la casa. Me pregunto si corresponderá a alguno de ellos esa silueta humana que he discernido desde la ventanilla, deambulando por el bosque. Recuerdo también el mensaje que me escribió Borja Ortiz de Gondra después de que hace unos días yo le enviara otro para comunicarle que me encontraba a punto de emprender el viaje: «Cuéntame, por favor, cómo está Beatrice».
El paisaje y los perros
Estoy instalado en una torre que se erigió en la Edad Media y cuyas ventanas se abren a la perspectiva idílica de un valle frondoso tras el que asoma, allá al fondo, el perfil suave de unos montes. En el cielo soleado viaja el presagio de la primavera. Me he despertado con el sol y he permanecido en la cama unos minutos, atento únicamente al canto de unos pájaros que saludan con alborozo al nuevo día. Cuando salgo al exterior, un ladrido celebratorio desvela la presencia de Pushkin y Clocló, dos de las mascotas del lugar. Están a las puertas de la casa, al otro lado del jardín, porque nunca se acercan a la torre, no sé si por pereza o porque están educados para que mantengan una distancia prudencial con los invitados. Clocló es una perrita de aguas, juguetona y cariñosa, con la que he hecho buenas migas desde mi llegada. En cuanto me ve, adopta la postura que considera más adecuada para recibir mimos y se deja acariciar con una docilidad entusiasta. Nació con un problema en la espina dorsal y camina con la cadera hundida, arrastrando las patitas traseras, pero la deformación no le impide correr y brincar con esa alegría infantil de la que hacen gala las criaturas de su especie. Pushkin suele mantenerse en un segundo plano. Cuesta acariciarlo porque rehúye a los extraños. Puede que lo maltrataran de cachorro y que arrastre desde entonces una comprensible desconfianza hacia mis congéneres. «Es todo un caballero», me dijo Beatrice anoche, cuando nos sentamos a charlar antes de la cena y él se repantingó en uno de los sillones de la sala de estar, indiferente a nuestras elucubraciones. Tanto él como Clocló proceden de un refugio para animales que hay por los alrededores. Beatrice, que lo visita con cierta frecuencia, los adoptó cuando supo que, a causa de la invalidez de la una y del carácter huraño del otro, nadie se decidía a acogerlos. También está Rosina, una carlino que es la reina del lugar y que prefiere moverse, lenta y discreta, por el interior. Ha habido otros perros antes. Dicen que sus cenizas están esparcidas por el jardín, y sus nombres se inscriben en placas que aquí y allá recuerdan que una vez existieron y fueron felices en estos mismos predios por los que pasean ahora Clocló, Pushkin y Rosina. La primera se recuesta complacida mientras le rasco la tripita y la espalda, y su mirada de gratitud es el antídoto contra las hosquedades del mundo.
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