Hace algunos días hablé con una persona que conoció a Raymond Carver y compartió con él varias noches de alcohol y literatura. En realidad eran veladas terapéuticas, porque en aquella época el protagonista de la vida de Carver era el divorcio. Lo que me contó me trajo una imagen que a menudo me persigue: una persona con cara de rata. Algunas imágenes son caprichosas y nos sobrevienen como el asalto estridente de la flauta de un afilador.
A algunas parejas de recién enamorados les resulta inevitable exhibir públicamente su eléctrica complicidad. No paran de tocarse y hablan con diminutivos, como si el mundo hubiese encogido. Hay testigos que no se cohíben al afirmar “ya se les pasará”. Cuando otros se enamoran, y todo es primero, lamentamos no ser protagonistas de ese mundo encogido donde parecemos ser más grandes. Los enamorados parecen no pisar el suelo.
Roland Barthes se atrevió a radiografiar sus propios celos en algunos pasajes de su obra Fragmentos de un discurso amoroso. En una entrada escribe que, como celoso, sufre cuatro veces: por estarlo (el temor de ser excluido), por reprochárselo (ser ordinario), por temor a que los celos hieran al otro (ser agresivo) y porque se deja someter por una nadería (estar loco).
Hablemos de inseguridades cuando hablamos de amor. Hay dos callejones: primero, cuando solo somos capaces de amarnos a nosotros mismos por medio de otra persona y hacemos cualquier cosa para corresponder su deseo; segundo, cuando queremos ser desesperadamente amados y no dejamos a la otra persona que nos ame a su antojo. De ambos callejones pueden sobrevenir manipulaciones de todo tipo, porque el antojo puede ser cruel o porque nuestra necesidad puede tolerar el abuso. Hay callejones más estrechos o amplios, pero en ellos a veces también hay salidas si identificamos las inseguridades y no permitimos que se conviertan en manifestaciones celosas. Es hora de atacar los celos y separarlos del amor.
La persona celosa e irreflexiva expone su inseguridad mediante la culpabilización. Los celos nunca son su problema, provienen siempre de algo que ha hecho su pareja. Hay otras argucias semejantes: confundir el control con la muestra de atención, la censura de una vida más allá de la pareja con motivo del “te quiero mucho”… Puede excitarnos ver a nuestra pareja celosa. Incluso podemos infundir celos para revalorizar nuestro ego o sentirnos queridos, pero también, secretamente, queremos usurpar su autonomía y seguridad con el fin de disimular nuestras propias carencias. Cuando estas prácticas entran en juego olvidamos que las personas no pueden amarse desde la debilidad.
Todos podemos sentir celos en mayor o menor medida. El problema deviene cuando los negamos y dejamos que se reproduzcan salvajemente sin nuestra supervisión crítica. Todos desearíamos ser únicos y absolutos para nuestra pareja, pero tal cosa es imposible. Asumirlo nos libera y también nos vacuna contra el aburrimiento: si tu pareja es todo, no te queda nada más allá de ella. No es amor el delirio de eclipsar el deseo de alguien: eso que llamamos amor puede ser un egoísmo maniaco. Si no disociamos los celos del amor estamos encubriendo la cara de rata que narró Carver. Muchas personas dan por hecho que si se ama se sienten celos, pero ignoran que si no se gestionan los celos, entonces no se puede amar.
El amor confundido con los celos nos vuelve desollados. Según Barthes, el desollado es un tipo de sensibilidad especial del sujeto amoroso que lo hace vulnerable, ofrecido en carne viva a las heridas más ligeras. Me cuesta pensar en Roland Barthes con cara de rata. En muchas de sus fotos aparece posando con un cigarro, pues no se podía ser intelectual sin ese dispensador de nubes cancerígenas. El postureo no es una cosa nueva. En otra foto aparece Roland Barthes con nueve años en brazos de su madre, parece un bebé gigante. La madre disimula con dignidad el peso, sostiene a Barthes con firmeza, que ya no tiene edad para separarse del suelo. Barthes rodea con sus brazos el cuello de su madre y juntan sus mejillas. Hay venenos que provienen de muy lejos. El amor, por sí solo y sin autocrítica, no puede ser su antídoto.
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