La anécdota con la que cada semana empieza esta tribuna tiene hoy como protagonista a Isabel Zendal, recordada habitualmente estos dos últimos años, hospital a su nombre incluido. No por conocida voy a dejar de recordar a esta gallega heroica. La expedición que salió de La Coruña en 1803 no llevaba el adjetivo «filantrópica» por casualidad —ya saben, filantropía: tendencia a procurar el bien de las personas de manera desinteresada, incluso a costa del interés propio—. Isabel no volvería a España. Tampoco su hijo, uno de los niños que sirvieron como portadores del virus durante el viaje por medio mundo. Lo último que se sabe de ella es que seguía reclamando desde México el pago de los tres reales a los que tenía derecho su pequeño por participar en la expedición. Nunca otro adjetivo, esta vez el «desinteresado» de la definición expuesta renglones atrás, tuvo tanto sentido. A cambio de esta miseria, Zendal ayudó a mitigar la pandemia más destructiva de cuantas se tienen registro, aquella viruela decimonónica. A costa del interés propio, ya saben.
Pienso en lo mucho que ha exacerbado la falta de filantropía en la sociedad moderna esta pandemia que parece extenderse en el tiempo sine die. Quizás el ejemplo más claro se dé en el tema de las vacunas, polémico donde los haya. En un bando, aquellos que reclaman su derecho individual a no vacunarse, en muchos casos apoyado el reclamo en la convicción individual de que el virus no acabará con ellos. Por otro, aquellos que exigen medidas de cuasirrepresión constante, reclamando el fin de una vida social ya bastante mermada, y también apoyados, en muchos casos, por un miedo individual que se antepone a los bienes de una sociedad agotada. No los llamo antivacunas y provacunas, porque esto no tiene tanto que ver con estar a favor o no de otras inoculaciones. En este escenario se anteponen criterios políticos y dogmáticos —insisto, individuales— al mero hecho de creer en la ciencia o en la propia vacuna del virus.
No es el único aspecto que muestra esta desafección individual con el sentido colectivo que una pandemia te obliga a atender. Los médicos, sin duda los grandes héroes en todo este maremágnum, han pasado de aplaudidos cuando el reloj marca las siete a denostados cuando marca las ocho. Los políticos convocan elecciones aquí o allá sin que importe el menoscabo a los planes sanitarios vigentes. Unos anteponen la salud de su negocio sobre la del consumidor, otros la salud individual por encima de la economía de un país. El hombre del XXI mira para sí, y este antropocentrismo desnuda las carencias de un Estado que debe, por encima de todas las cosas, velar por el bien común. No quiero resultar demagogo si deslizo para acabar al mismo personaje que abrió el texto. Poco queda de aquel espíritu filántropo que Isabel Zendal, Balmis y todos aquellos héroes del XIX elevaron por encima de la historia. Hoy, más que en ninguna otra época, sálvese quien pueda.
¡No me seas pastelero! Yo creo que viene de Pasteur; no sé, digo.
«Vacuna», palabra del año.
Un Estado debe, por encima de todas las cosas, velar por el bien común. Aunque yo me he vacunado, me parece echar leña al fuego; por otro lado, tienes razón cuando hablas de filantropía y que se entere la gente.