Twin Peaks: The Return (David Lynch, 2017)
Querido Pablo:
He estado viendo películas. Al visionado de mis favoritas lo ha seguido la tímida pulsión de escribirte algo. Pero la película siguiente sobreviene y las imágenes se entrecruzan de tal manera que la escritura queda sepultada. No encuentro forma de rescatarla. Me gustaría que mi memoria funcionase de un modo más organizado, más pragmático, pero sabes que voy y vuelvo sobre las cosas de maneras compulsivas y extrañas.
Me obligo a parar. Lo hago porque es la única manera que tengo de conseguirlo. Me obligo a abrir un espacio entre una película y la siguiente; necesito fijar algunas cosas, sentir que la comunicación no se efectúa en un gesto solipsista de mi imaginación. Si todo esto te lo cuento a ti quizá pueda salvar alguna imagen, aunque este texto no comparta elementos genéticos con lo cinematográfico y no se trate, en el fondo, de preservar al cine en sí mismo, sino a los lazos que lo atan a mi biografía.
Así que veo Corazón salvaje y me siento a escribir. Pienso que lo más impresionante del cine de David Lynch es su capacidad para fundir la identidad de dos personas en base a un vínculo afectivo. Carretera perdida o Mulholland Drive se construyen alrededor de esta asociación identitaria dentro de un mismo cuerpo; en Twin Peaks, la coexistencia de Laura Palmer y Dale Cooper solo se produce en ese campo místico que es la Logia, solo se da en el territorio de lo onírico o de lo espiritual, nociones que Lynch no delimita exactamente porque lo que a él le gusta es el misterio que las atraviesa. Es así: Laura y Dale no llegan a conocerse en la línea temporal que predomina en el relato de Twin Peaks pero, por su manera de convivir en sueños, se puede decir que sus manos siempre han estado juntas, siempre han sido la misma mano.
En Corazón salvaje, Lynch identifica recursos formales con transiciones místicas: el plano de los amantes se funde con la imagen del fuego y uno comprende que la comunión, aquí, trasciende lo puramente físico: no es solo que los cuerpos se unan en un acto sagrado, que también, sino que los cuerpos dejan incluso de importar. No son más que un vehículo de acceso a lo inasible, al palacio de los afectos que Lynch dispone con inmensa ternura, por debajo de su cartelería luminosa y los artificios de su universo decadente. El amor, la amistad, la cercanía espiritual son asuntos fundamentales en su filmografía. En la última escena de Twin Peaks: The Return, ya en otra línea temporal, Laura y Dale se encuentran al fin. Ella desvela el terror de un pasado que no ha vivido, pero que también le pertenece, y grita despavorida. Dale se mantiene cerca de ella, con el rostro desencajado. Pienso en que la serie no busca nada más que eso: hacernos saber que, delante de lo horrible, todo lo que podemos hacer es reunir el amor y estar juntos. Laura grita y Dale se mantiene en silencio. El tiempo tiene sus tragedias, pero al menos estamos juntos, estamos juntos, estamos juntos.
Corazón salvaje contrapone el bien y el mal de manera clásica: los enamorados escapan en busca de un espacio en el que ser felices y desasirse de los horrores del pasado, pero la maldad sigue cruzándose en su camino. El amor ensancha su valor lumínico enfrentado a las fuerzas corruptas que Lynch imagina, fuerzas de toda naturaleza: desde el recuerdo de una violación —eje central de Twin Peaks— a las recurrentes presencias de la violencia y el engaño. Al final, Sailor y Lula se separan y el cineasta vuelve a recurrir a lo divino para reunirlos. Abatido en el suelo tras recibir una paliza, a Sailor se le presenta una especie de hada que lo insta a correr tras su amada, a no dejar escapar al amor. Al despertarse, agradece la paliza a la misteriosa banda callejera que acababa de dejarlo inconsciente. Hace las paces con el mal y así lo destierra de su vida. Pletórico y subido al capó de su coche, Sailor canta «Love Me Tender» mientras los créditos sobrevuelan su cuerpo. El encuentro se alarga, el amor persiste.
Había pensado en abrir este espacio para que nos encontrásemos, para obligarme a detenerme ante el flujo de imágenes que recibo y apenas proceso, también para asegurarme de tener siempre algo nuevo que contarte. La imagen de Sailor y Lula conduciendo hacia el horizonte en Corazón salvaje se contrapone en mi mente a la de los personajes de Breve encuentro —la película de David Lean que me sirve para nombrar este espacio, como queriendo conjurar lo efímero en un golpe de ironía—, varados en su última despedida en la estación de tren, pidiéndose perdón el uno al otro por haberse querido. Es posible que un instante de luz justifique el hecho de haber vivido, como susurra el protagonista de Noches blancas tras perder a su amada, pero yo quiero que ese instante de luz suceda siempre ahora, siempre aquí, que se alargue y se alargue hasta invadirlo todo como una colcha blanca rodeando la tierra.
Te escribo, pues, con la idea de fijar algunas cosas en mi memoria; pero sobre todo lo hago para que estemos juntos. Delante del furor o de la tristeza; enfrentados al rostro del miedo o al de la serenidad. Las imágenes se montan una sobre otra, una sobre otra […]
Con cariño desde este lugar,
Adrián.
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