Bien es cierto que Hitchcock lo adaptó en La ventana indiscreta (1954). Pero si hay un personaje del Mago del Suspense al que podamos asociar a Cornell Woolrich, ése no es otro que el Norman Bates (Anthony Perkins) de Psicosis (1960). Y no quiero decir con esto que el nunca bien ponderado Woolrich, uno de los mejores argumentistas del filme noir de cuantos hayan escrito para la pantalla, fuese un psicópata, asesino de mujeres. A lo que voy es a la sobreprotección materna que determinó la vida de este escritor. Los comentaristas de La ventana indiscreta hicieron de Woolrich el artífice de la geometría de la mirada de Hitchcock. Habida cuenta de lo tortuosa que fue la intimidad de Woolrich, yo prefiero situarle en esa matemática tiniebla en la que Pablo Neruda localizaba a Edgar Allan Poe, porque las obsesiones y los espantos del gran Edgar Allan encajaban en sus historias como en una ciencia racional y exacta. Algo así sucede con la fatalidad en esas ficciones de William Woolrich, que perfectamente podrían ser esos infortunios que a menudo jalonan la realidad.
Pero Woolrich fue un hombre estigmatizado, maldito por sí mismo: nunca asumió su condición sexual. Decidió esconderse tras el seudónimo de William Irish y, desde que su mujer le abandonó tras leer en su diario personal lo que contaba de sus muchos amantes, decidió refugiarse en la priva y en las faldas de su madre.
Cuando su progenitora murió, se recluyó aún más de lo que lo estaba cuando ella vivía. Alcohólico y diabético, tras la amputación de una pierna a consecuencia del abandono de su tratamiento para el control de la glucosa, quedó postrado en una silla de ruedas. Habiendo escrito tanto para el cine, hizo fortuna. Tras su óbito en 1968, legó 850.000 dólares a la Universidad de Columbia —donde él mismo cursó estudios en su juventud— para la puesta en marcha de un programa de becas, con el nombre de su madre, para jóvenes periodistas. Muchos años antes, en los felices 20, quiso ser como Francis Scott Fitzgerald. Apuntó maneras en sus primeras novelas —Cover Charge (1926), Children of the Ritz (1927), Times Square (1929), Manhattan Love Song (1932)—, pero la crisis que sucedió al crac del 29 puso fin a aquellas ilusiones.
Sin embargo, hay veces que la vida te brinda una segunda oportunidad y Cornell Woolrich estaba atento cuando las manecillas del reloj volvieron a dar su hora. Los financieros empezaron arrojarse al vacío desde los rascacielos de Wall Street y la Edad del Jazz acabó sin haber tenido tiempo de convertir a nuestro escritor en uno de sus grandes cronistas. Pero el cine negro clásico arrancaba entonces, y Woolrich, que había empezado a publicar relatos en las revistas pulp —Black Mask, Dime Detective, Ellery Queen’s Mystery Magazine— resultó ser una fuente inagotable de argumentos. En sus historias de entonces, el mero crimen acostumbraba a estar trufado por lo esotérico. Mil ojos tiene la noche, llevada a la pantalla por John Farrow en 1948, es uno de los mejores ejemplos de esta faceta, además de uno de los grandes títulos de la maravillosa Gail Russell. Su asunto versa sobre un vidente de feria, que en efecto, presagia el asesinato de una rica heredera.
Hijo de un ingeniero y una pianista, Cornell Woolrich nació en Nueva York en 1903. La separación de sus padres tuvo lugar en México, donde fue testigo de varios levantamientos revolucionarios. Se dice que su afición de entonces era coleccionar cartuchos vacíos. Tiempo después, luego de que su madre se hiciese con su tutela, la señora empezó a tomarse el trabajo demasiado en serio. Muy probablemente, aquel exceso de celo determinó el carácter del futuro escritor. Hay mujeres que, de siempre, son conscientes de que su género tiene en sus manos un poder incalculable: la educación de la prole, pudiendo moldear a sus hijos a su antojo. Todo parece indicar que la madre del futuro escritor —muy probablemente por las pendencias que tuviera con su exmarido— se sirvió de esa facultad que la sociedad confía a la mujer y obró a todos los niveles en la vida de su hijo.
Tanto fue así que el escritor quedó seriamente influido por ella para el trato con el resto del mundo. No tanto como el Norman de Psicosis, agobiado por un innegable complejo de Edipo, pero bastante. El también escritor y guionista francés Pierre Lemaitre apunta en su Diccionario apasionado de la novela negra (Salamandra, 2021): “Opto por el pulp y publicó un centenar de relatos con un toque novedoso: a Irish no le van los héroes musculosos y camorristas, sino los bebedores tristes y frágiles cuya impotencia linda con lo trágico. En El perro de la pata de palo, un ciego manipulado por unos traficantes de droga se convierte en su cómplice involuntario. En Crimen prestado, un hombre se declara culpable de un asesinato que no ha cometido para que su mujer reciba la recompensa con la que esperan curar a su hijo tuberculoso”.
Sostiene Lemaitre que había cierta sensibilidad femenina en Woolrich que le llevaba a escribir novelas protagonizadas por mujeres. Recordemos a la Julie (Jeanne Moreau) de La novia vestía de negro (François Truffaut, 1968) y a otra Julie (Catherine Deneuve), la de La sirena del Misisipi (1969), también del gran Truffaut. Esta última sobre Walzt Into Darkness, una novela de nuestro autor fechada en 1947. Ambos títulos, amén de dos de las grandes versiones fílmicas de Woolrich, basados en matrimonios que se ven desechos nada más empezar: el asesinato del novio en La novia…, el robo de la recién casada en La sirena.
El joven Woolrich empezó a escribir durante una convalecencia debida a una infección a consecuencia de su diabetes. Su primera novela, Children of the Ritz fue merecedora de un premio. Llevada al cine por la First National Pictures, la actual Paramount, el joven escritor, con apenas 24 años, se vio convertido en una celebridad. Casado con Gloria Blackton —hija del productor James Stuart Blackton, uno de los fundadores de la Vitagraph y pionero de la animación—, cuando su mujer leyó esas páginas del dietario personal del escritor ya referidas, debieron de parecerle como esas páginas del diario de Satán aludidas en el título del libreto que su marido había escrito para Christensen. Le faltó tiempo para repudiarle. El escándalo fue sonado pese a lo permisivo que solía ser Hollywood con la homosexualidad. Tiendo a pensar que Woolrich empezó a utilizar el seudónimo de William Irish entonces. De hecho, el lugar que ocupa en el relato criminal no se corresponde con lo poco que se ha aireado su vida.
Pero al cine nunca se le ha escapado esa fatalidad, como una ciencia exacta, de sus historias. Es ahora, con la normalización de las sexualidades antaño perseguidas, cuando Cornell Woolrich parece reivindicarse frente a William Irish. Para el cinéfilo es todo un placer descubrirle acreditado en películas tan distantes entre sí como la francesa Obsesión (Jean Delannoy, 1954), la mexicana La huella de unos labios (Juan Bustillo Oro, 1952) o El ojo de cristal (1956), un gran spanish noir de Antonio Santillán. Sin olvidar las innumerables versiones de Me casé con un muerto (1948), sobre una embarazada que se hace pasar por otra mujer, también en estado de buena esperanza, que acaba de morir en el accidente de un tren en el que viajaban las dos. Y giallos como Siete orquídeas manchadas de sangre (Umberto Lenzi, 1972)… Ya digo, Cornell Woolrich y su matemática fatalidad.
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