“Las visitas tienen sueño”, insinuamos con cierta picardía cuando se ha hecho muy tarde y nuestros invitados no parecen considerar la posibilidad de ir ahuecando el ala. Algunos anfitriones fastidiados dejar crecer silencios elocuentes, otros sueltan bostezos indiscretos y hay quien vuelve del baño con las pantuflas puestas, a ver si de ese modo consigue la proeza de llegar a su cama antes de oír el canto de los pájaros. ¿Pero qué pasa cuando es el insomnio la única visita que recibes? ¿Cómo haces que se largue de una vez, si su pura presencia es síntoma gritón de que hay algo en tu vida fuera de su lugar?
Llega sin anunciarse, igual que esos parientes cachazudos que inopinadamente se aparecen cargando sus maletas. “¿Qué hora es?”, lloriqueo, no bien abro los ojos en señal de capitulación, con la esperanza a medias somnolienta de que sea muy tarde o muy temprano, pero como ya sé que el invasor es un malnacido apenas me sorprende encender el teléfono y descubrir que son las tres de la mañana. Que es algo así como quedarse sin combustible a media carretera, tan lejos de la última gasolinera como de la siguiente. Nada más el berrinche de ver la hora que es termina de espantarme lo que queda del sueño, y al minuto siguiente ya me entretengo contemplando el techo de la recámara, recién habilitada como calabozo.
Imposible saber a qué maldita hora se irá por donde vino. Usualmente se queda hasta el amanecer, sólo por darse el gusto de fastidiar mis industriosos planes y obligarme a dormir en horas hábiles, aunque lo peor de todo sea tener que vérselas con esas horas muertas en que los pensamientos reptan entre las dunas de la nada y el horizonte peca de ominoso. A veces, como ahora, tengo suerte y al primer aspaviento descubro que no soy la única víctima del autoconvidado:
—¿A qué hora abriste el ojo? —alcanzo a ronronear ante mi correclusa, cuya mueca alumbrada por el ventanal delata un malestar de largo aliento.
—Hace como dos horas —reniega ella, cansada de atender al visitante de la cara dura.
—¡Qué divertido! —voy entrando en materia, mientras estiro huesos y cartílagos. —¿Y en qué tanto pensabas?
—En el mundo, no sé qué va a pasar… —deplora, refunfuña, se le escapa una risa bienhechora. Cualquier recluso sabe que la ansiedad tiende a encoger en cuanto se comparte.
—Ya somos poco menos de ocho mil millones… —claro que mal de muchos es consuelo de tontos, pero dudo que alcance el refrancillo para abarcar tamaña multitud.
—Ya pasamos de dos semanas enclaustrados —hace cuentas incrédulas mi correclusa. —De pronto me dan ganas de salir corriendo.
—¿Qué no darían otros por correr a encerrarse? —sigo adelante con la terapia, mientras llega su turno de reconfortarme. —¿Y adónde nos iríamos? Las únicas opciones son interplanetarias…
—Al reino de los sueños, por lo pronto —bosteza, hace un puchero, mira hacia el ventanal, apergolla su almohada mi correclusa.
A saber qué astronómico número de visitas hará noche tras noche don Insomnio. Estará muy cansado, ojalá no nos vea huir de su presencia.
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