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Cosas que nunca te dije (leyendo Patria y III)

Cierro el libro. Acaban de matar a Txato, aunque al Txato, en realidad, ya lo han asesinado muchas veces en Patria: sus amigos, sus vecinos, sus trabajadores, los del club ciclista… Al Txato lo matan porque a alguien hay que matar, coño. Que parece que no os dais cuenta de en qué consiste el negocio del nacionalismo criminal —no confundir con el otro, aunque a veces pueda parecer lo mismo—. Se busca un objetivo y se le atribuyen todas nuestras desgracias, luego se transmite el mensaje del odio: sin nuestro opresor conseguiremos ser libres, nuestros hijos serán puros, se acabarán así nuestros padecimientos. Hasta que haya otro que piense diferente o no sea como nosotros: traidor, españolazo, vendido, asesino, pim-pam-pum.

Pienso en Txato y pienso en ti. Lo he hecho desde la primera página de la novela de Fernando Aramburu. Son muchas las cosas que no te dije y nunca te diré. Siempre quise hablar contigo, pero nunca encontré el momento. Sé que esto te hará reír —más bien llorar— porque de aquello han pasado ya casi 20 años.

Aún sigo sin entender lo que pasó. Sin querer comprender lo que ocurrió aquella tarde de julio. Un sábado de verano que tenía que haber sido de resaca y piscina y se convirtió en infierno, en ruinas, en no saber qué decir ni qué hacer.

Recuerdo perfectamente el momento en que Iván se acercó a mi mesa en el trabajo. Yo no sabía que tuvieses un hermano, mucho menos que fuese concejal y lo que no podía entender es por qué ETA lo había secuestrado precisamente a él.

Estabais en Londres —ese año todos los de la carrera fuimos allí, por no molestar aquí—  y no conseguían localizaros. Hicimos un par de llamadas a vuestra residencia. Media hora más tarde, regresó Iván: ya os lo habían dicho. Para mí eso no fue un alivio, habría preferido que no lo supieseis nunca, ¿de qué os ha servido? ¿De qué nos ha servido?

A tu hermano no solo lo secuestraron, lo sentenciaron a muerte —a sabiendas de que el rescate solicitado nunca sería pagado— y lo ejecutaron con dos tiros en la cabeza que ni siquiera supieron disparar. Su asesinato fue terrible, sobre todo por su forma de llevarlo a cabo, por su macabra decisión de recrearse en la superioridad de quien cree tener la razón por empuñar un arma. Sabían que lo iban a matar, pero nos lo restregaron por la cara. No lo hicieron por Euskal Herria, ni por venganza, solo porque eran/son unos viles asesinos.

El viernes pasó entre la rabia y la incredulidad; eso no podía estar ocurriendo, me repetía a cada rato. Salí de Capitanía para llamar a casa de Roberto. Su madre me dijo que ya estabais en España. Ella lloró; yo también. Volví al cuartel. Era la hora del café. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas y explotaban en las lonchas de mortadela. Cogí el bocadillo y mordí con rabia hasta notar su sabor salado.

Esa noche había concentraciones, pero no quise ir. Estuve escuchando la radio hasta tarde, convencido que nada bueno iba a pasar, esperando que nada pasará.

Llegó el sábado. Nos reunimos los amigos. Los que fuimos, los que ya no somos. Ese 13 de julio acabó con algo que ya había terminado tiempo atrás. Nos sentamos en medio de la Plaza Mayor. Eramos unos 20 y otros 20 se nos unieron. Cantamos y coreamos. A las cuatro de la tarde, nos quedamos mudos. Nadie dijo nada durante un buen rato. De repente, Santi se levantó y todos les seguimos. Resignados. Nos despedimos; hasta siempre, hasta nunca.

Algunos hablaron de ir a Ermua si pasaba lo peor. Lo peor pasó, pero nos quedamos en Burgos, al menos yo. Iván sí que fue. Dijo que me llevaba en su coche. Llamé al sargento de guardia y se lo expliqué. No me dijo ni que sí ni que no, pero yo quise interpretarlo como un no.

Y aquí sigo en ese «no». Leo Patria y me acuerdo de ti, Mari Mar, de Roberto, de todos los que habéis sufrido esta barbarie: de los muertos a los que asesinaron, de los vivos a los que os dejaron muertos. Quizás nos volvamos a encontrar dentro de unos meses, de unos años, y tampoco te diré nada.

Intento abrir la novela, pero es imposible. Esta noche, no puedo leer una sola línea más. Llueve. Siempre llueve cuando tengo este libro en mis manos.

El día en que asesinaron a Txato llovía. Día laborable, gris, de esos que parece que no terminan de estirarse, en lo que todo es lento, está mojado y da lo mismo la mañana que la tarde.

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