En la Grecia histórica, así como en la mítica, hubo muchas mujeres que no solo dejaron huella en las artes plásticas, sino que también dejaron boquiabiertos a sus colegas varones. Sin embargo, en una sociedad fuertemente patriarcal, sus nombres fueron cayendo en el olvido y sólo la labor de algunos historiadores, como Plinio el Viejo, nos permite hoy conocer su identidad.
En este making of, Marta Carrasco Ferrer y Miguel Ángel Elvira cuentan los motivos que les han llevado a escribir el ensayo ilustrado Mujeres artistas en la Antigua Grecia (Reino de Cordelia).
***
La idea o germen del libro nació cuando la Universidad de Navarra me encargó, en el curso 2018-19, formar parte del claustro en el MOOC en Estudios sobre la Mujer: aportaciones en la historia reciente, para impartir el módulo de La mujer en las artes plásticas y escénicas.
Así, se ha dicho que la primera mujer artista de Europa fue la “pintora y servidora de dios” Ende, que firmó hacia el año 970, junto al pintor Emeterio, las miniaturas del Beato de Liébana conservado en la catedral de Gerona. Después, lo normal ha sido comentar la presencia, en manuscritos románicos y góticos, de otras firmas de pintoras, y estudiar así la actividad de damas y monjas como las germánicas Guda y Claricia, ambas del siglo XII, que pudieron mostrar sus autorretratos, según se dice, en ciertos detalles de un Libro de homilías y de un Salterio, por no hablar de la creativa Herrada de Landsberg, de la minuciosa Diemudis y de otras miniaturistas.
El paso siguiente es, claro está, el Renacimiento. ¿Quién ignora que, en el siglo XVI, el panorama se perfila mejor, al menos en Italia, gracias a la ayuda que nos presta Giorgio Vasari? Este famoso biógrafo nos sorprende cuando, en sus Vidas de artistas ilustres, dedica dos apartados a las mujeres más creadoras que conoce: las enumera y da de ellas semblanzas más o menos detalladas. De este modo, descubrimos la existencia de una interesante escultora y grabadora, Propercia de Rossi, y, sobre todo, impone su personalidad Sofonisba Anguissola, la gran retratista de Felipe II.
A partir de ese punto, la vía está trazada: pronto surgen los perfiles inconfundibles de Lavinia Fontana, Catharina van Hemessen, Artemisia Gentileschi, Clara Peeters y otras muchas, que nos llevan de la mano hasta las artistas dieciochescas y, etapa tras etapa, hasta el día de hoy.
Pero pocos investigadores se habían planteado volver la vista hacia un pasado más remoto: ¿Es que las grandes artistas medievales y modernas carecieron de antecesoras dignas de mención? ¿Fue acaso Vasari el primero en darse cuenta de que la pintura femenina es un apartado interesante por sí mismo? ¿No sería él, en este campo como en otros, un magnífico representante de ese Renacimiento, de ese “renacer”, que quiso dar nueva vida a la antigüedad clásica inspirándose en sus ideas? El presente trabajo pretende ahondar en estos temas, y rescatar del olvido a ciertas mujeres que, en la Grecia mítica e histórica, lograron dejar su huella en las artes y asombrar a cuantos conocieron su labor.
Nuestro estudio nos ha exigido, en primer término, decir unas palabras sobre la historia del arte que elaboraron los propios griegos, y hacerlo sin prejuicios, de forma objetiva.
Si les hubiésemos pedido a Sócrates, a Platón o a Aristóteles unos datos sobre la evolución de la pintura helénica, sin duda habrían alzado las cejas en tono despectivo, y nos habrían preguntado, sin pestañear: ¿Qué interés tiene para un hombre culto, atento a la vida de su ciudad, la labor del artista, de un ser despreciable, que se dedica a un trabajo manual como lo que es: un simple artesano?
Entre quienes practican las artes —admitirían hombres tan sabios y profundos— se salvan acaso algunos arquitectos, porque se entregan al estudio geométrico de columnas, plantas y alzados, y son capaces, por tanto, de escribir sobre asuntos dignos de consideración. También cabría tener en cuenta a algunos escultores y pintores, como Policleto o Eufránor, pero solo porque se volcaron en el estudio de las proporciones, es decir, de las matemáticas —¡ciencia excelsa entre todas!— y escribieron sobre ellas. Pero los demás, ¿qué valor tienen desde el punto de vista intelectual, que es el único que debe contar para un filósofo? ¿Merece la pena ordenarlos en el tiempo o, peor aún, integrarlos en la Historia?
Sin embargo, fue el propio Aristóteles, tan volcado en los estudios científicos, quien, quizá sin saberlo, puso el germen de una visión menos estricta. En su época, era ya conocido el alto valor en dracmas que alcanzaban ciertas obras de arte, y bien lo sabía su discípulo Alejandro cada vez que encargaba a Lisipo una estatua con sus rasgos y su lanza, o a Apeles un cuadro que lo representase con los atributos de Zeus.
No es por tanto de extrañar que, unos años más tarde, un curioso aficionado a la plástica, alumno del Liceo aristotélico, se entretuviese en reunir anécdotas de artistas y redactase con ellas un libro titulado Sobre artistas: su nombre era Duris de Samos, y era un sabio muy curioso y polifacético, pues gobernó su ciudad como tirano hacia el año 300 a. C. Todos respetamos en teoría su tratado, aunque hoy haya desaparecido y solo conozcamos algunos de sus pasajes. Atisbamos en él el primer paso hacia una historia del arte más o menos poblada de anécdotas.
Pero fueron infinitamente más importantes los estudios que llevó a cabo el escultor Jenócrates de Atenas, un miembro de la escuela de Lisipo. Este artista, culto y bien informado, escribió varios volúmenes sobre escultura y pintura, a mediados del siglo III a. C., y lo hizo partiendo de un criterio fundamental: el estilo de cada artista. En efecto, se planteó un rudimentario criterio evolutivo, que partía de lo más esquemático para llegar a lo más realista. En pintura, abría el camino Apolodoro de Atenas, creador de la técnica del sombreado, y seguían sus huellas los geniales Zeuxis y Parrasio, aplicando cada cual sus ideas para alcanzar, en lo posible, la ilusión de lo real y acercarse a la que sería la cima de este arte: la obra de Apeles.
Siguió este esquema, al parecer, Antígono de Caristo, magnífico escultor en la corte de Pérgamo a fines del siglo III a. C. y autor, al parecer, del famoso Galo Ludovisi, conocido también como el Gálata dando muerte a su esposa. Parece que este broncista dio un paso importante en sus escritos teóricos: advirtió la importancia tanto de las inscripciones como de los temas representados, y así perfiló con bastante seguridad la historia de las artes figurativas. El eruditísimo Marco Terencio Varrón, ya en el siglo I a. C., se limitó —pensamos hoy— a seguir sus huellas, traduciendo a menudo sus palabras al latín y añadiendo, en ciertas ocasiones, experiencias propias y datos obtenidos en Roma.
Por desgracia, ninguno de los tratados mencionados ha llegado hasta nosotros, de modo que hemos de acudir a tratadistas posteriores para imaginar lo que decían. Y entre estos destaca Plinio el Viejo, quien, en su enorme enciclopedia titulada Historia Natural, dedicó tres volúmenes, del 34 al 36, a relatarnos la historia de la escultura y de la pintura, tanto en Grecia como en Roma, hasta la segunda mitad del siglo I d. C. No llegó más lejos, porque, como es sabido, murió durante la erupción del Vesubio, en el año 79 d. C.
Sin embargo, este panorama no puede cegarnos por su claridad, obligándonos a seguir sin más sus vías y criterios. Nadie duda del valor de Duris, Jenócrates, Antígono, Varrón y Plinio, que podremos apreciar más adelante en diversas ocasiones. Pero cabe recordar cómo, muchos siglos más tarde, Vasari, que los tomó como modelos, renunció a remontar su historia de la pintura italiana a la Edad Media, y prefirió partir de figuras como Cimabue y Giotto, que le parecieron los iniciadores de la pintura digna de tal nombre, que era la que él quería estudiar porque se sentía inmerso en ella. Del mismo modo procedieron Plinio y sus antecesores: en su opinión, la pintura y la escultura griegas eran, ante todo, las del Clasicismo y el Helenismo, de modo que apenas dirigieron miradas superficiales, cuando no despectivas, al Periodo Arcaico.
Tal planteamiento tiene consecuencias muy graves para el problema que aquí nos ocupa: ignora que tanto la pintura sobre tabla como la escultura de tamaño natural, elementos básicos, si no exclusivos, de la historia del arte que conocemos a través de los antiguos historiadores, se difundieron en Grecia poco a poco: en la época de Homero, allá por el siglo VIII a. C., apenas existían. Más correcto habría sido analizar los orígenes tales como fueron en realidad, es decir, tomando como punto de partida las artes más cultivadas en épocas remotas, aunque hoy nos parezcan “artes decorativas” o “menores”. Al menos, ello habría permitido comprender el modo en que hombres y mujeres se distribuyeron el cultivo de las técnicas artesanas y —por curioso que parezca— la razón que les incitó a tomar como protectores a unos dioses concretos.
—————————————
Autores: Marta Carrasco Ferrer y Miguel Ángel Elvira Barba. Título: Mujeres artistas de la Antigua Grecia. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todos tus libros.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: