Me contaba una vez un músico que nunca había tocado tanto la guitarra como cuando sus padres se la quitaban. Durante el tiempo que duraba el castigo, se despertaba en él un hambre voraz por recuperarla, y era así como imaginaba a los dedos de su mano izquierda resbalando sobre los trastes, y a los de la derecha salpicando punteos contra las cuerdas. Escuchaba sonidos vacíos y componía en el aire.
No tengo la suerte de tocar ningún instrumento, pero comprendí enseguida de lo que estaba hablando. Cada artista utiliza un medio de expresión, pero todos estamos locos por el mismo motivo. Aunque no sepamos cómo llamarlo. Eso da igual. El caso es que siempre está ahí, y nos acosa. En ocasiones con más intensidad; otras, concediendo una aparente tregua. Pero nunca cesa. No es posible consumirlo. Si se va, tarde o temprano regresará.
Cuando perdemos la posibilidad de darle salida a una idea, no sólo no desaparece, sino que normalmente crece, y se transforma, y coge cuerpo, y termina por volverse tan sólida como un recuerdo de algo que una vez sucedió.
Son ficciones extrañas las que se nos esconden dentro, porque no nos parecen del todo ficticias. Hay algo cierto en ellas, como síntomas de una enfermedad sin nombre, y de la que sólo podemos hablar con los que ya la han padecido. Los que no la conocen no tendrán ni idea de qué estamos hablando. Nos ofrecerán miradas de desconfianza. Nos acusarán, secretamente, de ser un tanto excéntricos, o, al menos, de perder el tiempo con cosas que no nos llevan a ninguna parte.
Es cierto que el arte no parece servir para nada. No hay una utilidad evidente en un libro, en una película o en un cuadro. Sólo existen para distraernos. Para separarnos de la realidad. Y eso, en principio, no genera ningún resultado.
Será por eso que, a la hora de preparar a nuestros hijos para el futuro, hemos relegado al arte a un segundo plano. O a un tercero, siendo justos, porque en muchos casos no están recibiendo una educación artística propiamente dicha. Lo que se les ofrece es un espacio para realizar una actividad, sí, pero no para realizarla como les dé la gana, sino persiguiendo un determinado objetivo.
Y ése es el punto que rompe de frente contra los cimientos: querer convertir una asignatura artística en un medio para lograr un fin. Me cuesta hasta escribirlo, porque se trata precisamente de lo contrario: el arte es descubrimiento. Eso es lo que mejor lo diferencia del resto de las disciplinas, que un artista no conoce todo el camino que va a recorrer antes de recorrerlo. La parte adictiva es la incertidumbre, y nos atrapa. Por eso los artistas solemos ser gente curiosa, porque el proceso en el que más a menudo nos vemos sumergidos está basado en la necesidad de saber más, de profundizar más en la misma cosa, para que tenga sentido. O, al menos, para que lo tenga para nosotros.
No sé de dónde viene el impulso creativo; me lo he preguntado muchas veces. He escuchado varias explicaciones, y en algunas vislumbro una chispa de certidumbre. Pero nunca me convencen del todo. Y eso me encanta. El origen del arte sigue siendo un misterio. Uno que está escondido en la infancia, seguro. Tuvo que ser ahí, y no en un momento concreto, sino a lo largo de muchos.
Guardo buen recuerdo de muchos profesores, pero la cúspide de la pirámide está ocupada por los que eran considerados diferentes. Eran esos que no seguían la tónica general: los que no le hablaban a la clase entera, sino a cada uno de nosotros. Nos apuntaban con el dedo para separarnos del rebaño, y nos preguntaban algo para lo que no existía una única respuesta correcta.
—¿Qué piensas tú de esto?
Un momento terrible. Te hacían sentir tan indefenso como frente al cañón de un arma.
Y tú mirabas alrededor, buscando la ayuda de algún compañero, pero estabas solo. Tenías que responder solo. Y lo hacías, claro, porque no te quedaba otro remedio, pero al momento te sentías embargado por un hálito de frustración, porque no creías merecer aquello, y sobre todo porque, hasta aquel momento, siempre habías pensado que el colegio era un sitio al que ibas a hacer las cosas bien o a hacerlas mal. Y la señora de la tiza en la mano era la que decidía el veredicto. Así todo era más fácil, porque te otorgaba la oportunidad de recriminarle su mal juicio a sus espaldas. Pero ¿en un momento como aquel? ¿De quién iba a ser la culpa de tu opinión, sino tuya?
He tardado muchos años en saber juzgar la importancia de aquellas pequeñas soledades. Ahora sé que lo que aquellos profesores hacían era una genialidad, y nunca se lo agradeceré lo suficiente. Porque todos hemos soñado con diferenciarnos, con dejarnos conquistar por el deseo de cumplir un sueño, pero la mayoría de las veces hemos decidido silenciarlo. Por miedo. O porque se nos decía que teníamos que centrarnos en cosas que merecieran la pena. En ocupaciones concretas, que nos procuraran un dinero concreto y nos aseguraran un futuro. Lo demás eran juegos, y para eso estaba el tiempo libre. Así que, sin que nadie nos lo señalara específicamente, asumíamos que las ocurrencias propias, las que tuviéramos al margen de la colectividad que representaba el colegio, estaban condenadas al ridículo. Podían ser exóticas, sí, como pasatiempo, pero nada más. Lo importante era lo que otros nos enseñaban. Lo que nos venía dado desde fuera.
Así que aquellos profesores que esperaban de ti algo que nadie podía darte eran un revulsivo contra el resto del sistema. Fueron ellos los que nos dijeron que teníamos algo que contar; los que nos autorizaron para la rebeldía de darle importancia a nuestras ideas.
Después, ya cada uno de nosotros se dirigió hacia un sitio diferente. Pero en todos quedó algo de aquellas primeras soledades. En mi caso, quiero pensar que fueron precursoras de algo que llegaría más tarde. De todos los momentos en los que me dejaba conquistar por ideas absurdas sobre personas que no existían y que transitaban por lugares que no sabía de dónde había sacado mi cabeza. También entonces estuve seguro de que no se trataba de nada que tuviera utilidad. No existía ninguna manera razonable de compartir aquellas ficciones con nadie. Porque en aquel tiempo daba por hecho que terminaría por encontrarlas reflejadas en libros que llegaría a leer, o en películas que llegaría a ver. Esperaba encontrarlas fuera, en las obras de otros.
No es hasta que le das salida a una primera historia que no te das cuenta de lo gratificante que resulta escupirla sobre el papel. Es un momento muy extraño, el de después; cuando sostienes el taco de folios en tus manos y te das cuenta de que no te ha costado tanto como esperabas. Cuando te percatas de que, en realidad, ni siquiera te has preguntado por el tiempo que estabas empleando en ello. Te has sumergido en un nuevo tipo de trance, y has seguido avanzando.
Lo más absurdo es que no lo has hecho porque nadie te lo haya pedido, ni porque lo consideraras importante. No es nada de eso. Lo has hecho porque no podías evitarlo. Porque tenías que sacarlo de alguna manera.
Escribir la primera novela es como hacer una declaración de amor que llevas postergando demasiado tiempo. Para cuando te quieres dar cuenta, ya lo estás diciendo. Tu voz sale de tu boca y te encuentras explicando todas aquellas cosas. Y no te reconoces a ti mismo, porque no estás actuando con verdadera conciencia de hacerlo. Es otro el que habla por ti.
Las dinámicas de la creatividad tienen algo de paranormal, porque a través de ellas accedemos a zonas de nosotros mismos que no conocemos. Ése es el descubrimiento del que hablaba al principio. La parte adictiva del arte, que forma parte del mismo misterio. Uno que, en mi opinión, es innecesario desentrañar.
Lo que sí me parece importante, y mucho, es que tomemos conciencia de que se trata de un proceso que está íntimamente ligado a la individualidad. Cada persona crea su propio arte. Está muy bien que instruyamos a los niños en los beneficios del trabajo en grupo, pero nunca debemos olvidar que juntarnos con más personas no es siempre una buena idea. Hay cosas que tenemos que sacar a solas, porque saldrán mejor a solas. Y privándolos de esas soledades es como les robaremos la oportunidad para desarrollar partes de su intelecto que, si bien no es probable que vayan a ser las más productivas para la sociedad, sí que lo serán para cada uno de sus miembros.
Cuando empecé a escribir este artículo quería hablar de la creatividad. En general. Era un tema que había surgido de forma espontánea en varias conversaciones con compañeros que no eran escritores, y me parecía interesante hablar sobre el vínculo que, a través de aquello, se establece entre artistas de diferentes disciplinas. Pero entonces tuve que dejar de escribir, porque me di cuenta de que no estaba hablando de la misma creatividad de la que se habla últimamente. Al menos, no de la que mencionan esas personas que se suben a los escenarios para dar conferencias. Ellos dicen cosas que no termino de relacionar con lo que nos pasa a nosotros. Los veo hablando de la “creatividad colectiva”, o de la “gestión de la creatividad”. Hablan, en definitiva, de grupos de personas activando procesos mentales para resolver juntos un problema. Y mi sensación es de distanciamiento.
Sé a lo que se refieren, por supuesto. He trabajado como ingeniero, y he tenido que juntarme con gente para resolver problemas. No digo que no tengan razón, ni que no sea útil lo que dicen. Lo que me resulta extraño es emplear la misma palabra para todo. Para lo suyo y para lo nuestro. Porque no veo que se trate de la misma cosa.
Pero supongo que la creatividad de la que ellos hablan es la que es deseable poseer: la que uno puede sacar del bolsillo cuando la necesita, para después volver a guardarla y olvidarse de ella. Es la que los padres queremos para nuestros hijos, para que la usen en su puesto de trabajo. Si además les sobra un poco para su tiempo libre, pues bien, que la gasten en lo que quieran, pero que no les distraiga de lo importante. Porque entonces ya se trataría de otra cosa: ya estaríamos hablando de creatividad artística, y esa resulta un poco molesta. Esa no se dedica a resolver los problemas que encuentra, sino que genera otros nuevos. Unos que no están relacionados con la realidad. Es más, tiene la mala costumbre de sacarte de ella. Te persigue incluso mientras duermes. Sobre todo, mientras duermes. Pero también cuando despiertas, en medio de la oscuridad, y te sientes trasladado de nuevo a ese lugar imaginario en el que hay un grupo de personajes atrapados, y a los que solo tú puedes rescatar. Porque sólo tú conoces ese bosque, y sólo tú puedes volver a sentarte delante del teclado para ayudarles a encontrar el camino.
Pero no vas a hacerlo. Qué dices. Mañana tienes que madrugar, y serías un idiota si te privaras de horas de sueño para teclear un conjunto de líneas sobre un papel. Porque eso es lo que son: párrafos que no van a ninguna parte, por más que tú quieras verlos como algo crucial. Como algo casi heroico. Eso te pasa a ti porque estás enfermo, porque tienes una dolencia que no sabes controlar y que, lo que es peor, te gusta.
De todos aquellos profesores diferentes, había uno que se llevaba la palma. Impartía Plástica, una asignatura a la que nadie le otorgaba demasiada importancia. Por eso parecía que íbamos allí de fiesta, a pasar el rato y a despreocuparnos. Hablábamos entre nosotros y hablábamos con él, sin prisa y sin presión. Nos pedía tareas que se antojaban fáciles: diseñar el frasco de un perfume, dibujar la escena del crimen perfecto, diseñar una fuente… Y nosotros lo recibíamos con ilusión, porque no pensábamos que nos fuera a costar ningún esfuerzo. Salíamos de clase comentándolo entre nosotros, preguntando a los demás por lo que pensaban hacer, o guardando el secreto de lo que teníamos en mente. Lo meditábamos en casa, nos planteábamos alternativas, dibujábamos bocetos. Nada que nos hubieran pedido hacer. Pero lo hacíamos.
Estudiábamos para el examen de matemáticas y, al terminar, volvíamos a pensar en nuestro proyecto.
Veíamos un rato la tele después de cenar, y luego, mientras nos lavábamos los dientes, pensábamos en el proyecto.
Y seguíamos convencidos de que no tenía ninguna trascendencia, pero, sin llegar a darnos cuenta, le dedicábamos más tiempo a aquella tarea que a cualquiera de las otras. Porque podíamos decidir sobre ella. Porque era nuestra.
Nos tomábamos en serio algo que todavía no había salido de nuestra cabeza.
Y eso es exactamente lo que hacen los artistas.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: