Dios celoso. Los que recibimos una educación religiosa en tiempos antediluvianos —quiero decir en el tardofranquismo— todavía recordamos el asombro que nos causó la primera vez que oímos ese sintagma, pronunciado con delectación por un padre o un hermano (rigurosamente vestido de negro, de los pies a la cabeza) en un aula que en mis recuerdos aparece húmeda y sombría. Con los trece o catorce años de entonces, los únicos celos que concebíamos eran los que sentíamos en nuestros primeros conflictos amorosos. ¡Cómo que Dios, nada menos que Dios, podía rebajarse a ese nivel! ¿Celoso Dios? ¡Si era omnipotente! Aunque anduviésemos en mantillas en cuestiones de filosofía —no digo ya de teología— la contradicción resultaba palpable incluso para nuestras cortas mentes.
Otra cosa distinta es cómo nos lo tomemos hoy. Y el autor de este libro parece que quiere tomárselo con toda la seriedad que permite el pensamiento posmoderno. O sea, entre el cero y la nada. No es un reproche, sobre todo cuando se huye como de la peste de la solemnidad impostada. El humor o, más exactamente, la parodia puede ser la más disolvente de las actitudes. En rigor, quizá, la única posible a estas alturas para tratar ciertos temas. Por eso, junto al título, ya en su frontispicio, el autor asocia tres conceptos que por su agrupación y hasta por el orden en que aparecen resultan en este contexto delatores de un afán subversivo: Monogamias. Monoteísmos. Monopolios. O sea, Familia, Religión, Capitalismo. «El genio creativo, el amor romántico o el monopolio capitalista aparecen aquí como figuras de una misma tradición, radicada en el imaginario religioso: todo el amor para un único ser». La quintaesencia del contenido se halla, no obstante, en el primer epígrafe: «creer en Dios; creerse Dios». Ahí está todo.
Antonio J. Rodríguez (1987), tras publicar la novela Candidato (Random House, 2018) y el ensayo La nueva masculinidad de siempre (Anagrama, 2020), se adentra en este nuevo libro en un terreno híbrido, cuya simple catalogación en el ámbito de «no ficción» delataría desde mi perspectiva cierta desidia mental. Este no es un ensayo convencional. Se trata de un libro inclasificable, a un tiempo poético y narrativo, frívolo y discursivo, humorístico y profundo, literario y filosófico. El autor embrida su yo en la mayor parte del recorrido, aunque deja traslucir filias y fobias y, sobre todo, nunca oculta una mirada original, personalísima, a la hora de espigar autores, obras y fragmentos concretos que sirven para ilustrar sus tesis. Esa relativa contención del yo se rompe en un epílogo antológico que trae a colación sin el más mínimo pudor y ante el creciente regocijo del lector las letras de las canciones de Shakira, Jennifer López, Rosalía o Luis Miguel —entre otros muchos del mismo tenor— para extraer inesperadas conclusiones.
Cualquier tentativa de exponer en breves líneas el contenido de esta obra breve pero densa, se expone a una simplificación reduccionista que implica desvirtuar su sentido y la propuesta compleja del autor. No es, conviene advertirlo, una lectura cómoda ni para todo tipo de públicos, porque la carga erudita puede espantar al lector menos curtido en el manejo de un amplio utillaje conceptual. Rodríguez no pretende tanto establecer unas tesis sólidas o claramente definidas (y convencer a toda costa al lector) cuanto aguijonear su curiosidad e incluso desconcertarle con paralelismos y contrastes inesperados. Dispara por ello sus dardos en múltiples direcciones, sin que le importe mucho el sometimiento a los cánones establecidos. De este modo, la religión —omnipresente de principio a fin— se mezcla con la filosofía, la poesía con la praxis capitalista, el adulterio aparece como mercancía y determinadas concepciones de Dios como ejemplos de masculinidad. Aquí se da un repaso a las más diversas disciplinas del conocimiento y se toman referencias de actividades dispares, de manera que conviven de modo absolutamente natural citas heterogéneas de clásicos y modernos (¿tienen sentido estas mismas etiquetas?), desde Agustín de Hipona a Francis Ford Coppola, pasando por el Corán, Shakespeare, la cadena de restaurantes McDonald, Hans Küng y Annie Ernaux, entre otros muchos.
La obra se divide en tres bloques que operan como actos de una representación teatral, aunque no cabe esperar desenlace en sentido clásico. En el primero, «El fuego del amor es una llama que Dios mismo ha encendido», rápidamente percibimos que esa alusión al Cantar de los cantares es solo un recurso para desubicar al lector y llevarle por otros senderos que nada tienen que ver con la mística tradicional. Aunque no creamos, «el lenguaje metafórico de la religión anega nuestro sentir». De modo complementario, nuestra civilización «no se entiende del todo sin la Biblia». Y ello nos permite usar conceptos religiosos para hablar de realidades que en principio poco tendrían que ver con la divinidad. Por ejemplo, que «no hay erotismo sin Dios» o, lo que viene a ser su equivalente, que «amar al Dios celoso» implica «ser amado como un Dios celoso». Cielo y tierra se reflejan y terminan por confundirse.
El segundo bloque se pone bajo la advocación de Borges: «Enamorarse es crear una religión cuyo Dios es falible». Precisemos más: «El culto a la monogamia, como el culto monoteísta, parte de la idea de que cada quien tiene un amor único e irreemplazable, que a menudo lo acompaña más allá de esta vida». ¡Ahí queda eso! Y es solo el punto de partida. Porque lo que sigue es un recorrido por diversos hitos de nuestra cultura, desde Homero, Safo o Virgilio hasta Goethe, Flaubert o Ibsen. Ni qué decir tiene que Rodríguez hace una lectura herética y se recrea en ello, para escándalo y pavor de los puristas. ¿Provocación? ¿Divertimento? Algo hay de todo ello. Baste decir que el examen termina deduciendo de La señorita Julia de Strindberg una fórmula para el problema del amor: la experiencia religiosa dividida por el cálculo económico de oportunidades.
El tercer y último bloque lleva el lema del dólar estadounidense: «En Dios confiamos». ¿A qué viene esto? Si toda actividad económica conlleva la persuasión, forzoso es reconocer que «vender la propia fuerza de trabajo, siempre implica, en un momento u otro, un acto de amor. Alguien enamora a alguien; alguien convence a alguien». Aunque nos pretendan convencer que amor y dinero son antitéticos, no nos dejemos engañar. «Para cualquier marca, el dinero no es más que la recompensa del amor: si te aman, te pagan». Por ello el objetivo de cualquier compañía ambiciosa es el reinado del monopolio. Se trasluce así el hilo que une mundos aparentemente desconectados. Solo aparentemente. Dios, amor, cuerpo, producto, mercado. Siempre la búsqueda del uno, la unidad, el monopolio. Como la vida y la muerte, inextricablemente unidas. Porque, al fin y al cabo, «el poder de amar y el de matar es el poder de un dios».
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Autor: Antonio J. Rodríguez. Título: El Dios celoso. Editorial: Debate. Venta: Todos tus libros.
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