Andrés Salas es el hijo de un pianista famoso ya fallecido, y la fama del padre y su nivel de exigencia vital y profesional ha sumido a Andrés en una suerte de mundo melancólico, varado y depresivo. Una tarde Iluviosa, cuando baja a la calle a buscar tabaco, descubre el cadáver de un vecino en uno de los bajos del edificio, un afinador tan reputado como de dudosa fama. De regreso de la calle, en la que, desde un bar —en su casa carece de teléfono— ha Ilamado a la Policía, ve salir a un hombre del lugar del crimen. Dominado por el miedo y por su carácter, calla ese dato a los policías, confesándoselo a Laura, su mujer. Su vida se convierte desde ese momento en una pesadilla, al comenzar a recibir llamadas y ser seguido por la calle por ese misterioso desconocido. Una y otra vez se decide a confesar lo que vio, pero desiste de hacerlo. Recupera de un trastero un revólver oculto entre las cosas de su padre y cuando se ve acosado en la escalera de su casa por el desconocido le mata de un tiro. Ese hecho pondrá patas arriba la investigación del primer crimen y su propia vida.
Vi por primera vez Crimen de doble filo (1965) en la pantalla del televisor familiar en algún momento de los años 70, quizás en el benemérito programa en el que Fernando Méndez-Leite nos descubrió a tanta gente, sobre todo a los más jóvenes, las joyas —nada ocultas, pero menospreciadas por nuestra devoción por el cine norteamericano— del cine español más clásico. La película me sorprendió a la vez que me fascinó. Pasaron los años y no había medio de que las televisiones programaran Crimen de doble filo, o tal vez yo no coincidía con algún pase de la película. La volví a ver, con cierta prevención, prevención debida a mi entusiasmo juvenil por descubrir algo gratamente inesperado, y lo hice además en no muy buenas condiciones, en una copia en VHS, extraída de algún pase televisivo, para poder escribir un artículo sobre el cine policial español. En el interín, y merced a José Luis Garci en aquellas empresas inolvidables que fueron el programa de cine Qué grande es el cine y la revista Nickelodeon, tuve la ocasión de conocer, tratar y forjar amistad con esa maravillosa persona que fue Juan Miguel Lamet.
Durante años, incluidos cenas, viajes y clases en la ECAM, hablamos de cine, de su pasión por la literatura y más especialmente de su devoción, compartida por mí, por la novela policíaca clásica. Recuerdo su sorpresa y placer cuando por primera vez le hablé de cuánto me gustaba Crimen de doble filo, y cómo desgranaba los recuerdos de la gestación, los problemas de producción y rodaje y ciertos intríngulis, imposibles de contar aquí sin destripar el argumento y la solución final de la película, a la hora de jugar con ciertos aspectos visuales y geográficos de la película. Sus amigos echamos mucho de menos a Juan Miguel Lamet, a su personalidad tan especial, a su cultura y a sus consejos de todo tipo.
Pese a todo, la nueva visión de la película, y en aquellas condiciones, no me decepcionó, y la archivé como una película a seguir paladeando. No he tenido ocasión de volverla a ver. Me consta de algún pase en la Filmoteca Nacional, hasta que mi amigo Enrique Cerezo puso en marcha Flix-Olé, su plataforma de películas con unos 3.500 títulos. Una de las primeras películas que busqué fue Crimen de doble filo, y la he vuelto a disfrutar en una impecable copia.
Lo curioso es que Crimen de doble filo por etiqueta no pertenecía a aquel magnífico venero del cine español clásico de los años 40 y 50, sino que se inscribía en aquel movimiento propiciado [1] por José María García Escudero, Director General de Cine con el ministro Fraga Iribarne, del Nuevo Cine Español, que pretendía, en conexión con la política aperturista, ma non troppo, del régimen franquista, ofrecer, sobre todo de cara al exterior, una imagen más joven y más cercana a los estándares europeos. Todo era nuevo cine en aquellos años, un cine popularmente muy minoritario, elitista y políticamente —especialmente las películas de Querejeta y Saura— hermético. Amén de ello la iniciativa liquidó la base industrial de cine español, comenzando el enajenamiento del público con el cine español y yugulando la carrera de cineastas como Sáenz de Heredia, Juan de Orduña, Nieves Conde y tantos otros.
Curiosamente, la película también se vincuIaba con el mejor cine policíaco y noir de los 50, con películas como Los peces rojos y Los ojos dejan huella, pese a esa ubicación etiquetada de Crimen de doble filo, por otra parte exacta, pues se trataba de la segunda película de José Luis Borau, y el guion era obra al alimón de Juan Miguel Lamet, responsable de la idea argumental de la película y de Rodrigo Rivero, que tiene en su haber el argumento de Los dinamiteros, un film muy apreciable, todos relacionados con el movimiento, un poco entre el posneorrealismo italiano y la emergente nouvelle vague, que agrupaba a gente de la Escuela Oficial de Cine, cinéfilos empedernidos que se unían a gente como el montador Pedro del Rey o el compositor Luis de Pablo, nombres claves en esa nueva dirección del cine español como ocurría en el apartado de la fotografía, aunque el Director de fotografía Enrique Terán tuviera corta vida profesional, pero de su equipo formaban parte Luis Cuadrado y Teo Escamilla, en el futuro dos de los grandes nombres de la fotografía del cine español más inmediato. Ese cóctel se pone de manifiesto, y gozosamente, en el reparto en el que coexisten nuevos nombres como Carlos Estrada, Susana Campos [2] —ambos, tras una carrera desde muy jóvenes en el cine argentino, habían desembarcado en el cine español a comienzos de los 60—, el gran José María Prada, un juveniI Juan Luis Galiardo, con veteranos como Antonio Casas —un espléndido comisario Ruiz—, Alfonso Rojas, Emilio Rodríguez o Erasmo Pascual.
Crimen de doble filo me fascinó, y aún me fascina, por su elegante mezcla de esa tradición clásica de película noir —detectivesca—. Ya he contado a mi amigo Lamet, uno de los guionistas, cómo a mí y a Luis Alberto de Cuenca nos encantan las novelas clásicas de detectives, con su gusto por retratar minuciosamente la geografía urbana, un entrañable Madrid desaparecido, al que Garci homenajeó en esa despedida sentimental emocional que es El Crack, con esa presentación de un Madrid primaveral: estamos en abril, bajo una incesante lluvia que lo empapa todo, el gusto por retratar calles, centros oficiales decrépitos como las comisarías, bares, pasillos y bambalinas del Teatro Eslava, los ensayos infructuosos de Agua, azucarillos y aguardiente, viviendas posgaldosianas que parecen detenidas en su exterior e interior, en un mundo siglo XIX que no se resignaba a desaparecer, junto con detalles muy nouvelle vague, como el deambular del personaje de Laura (Susana Campos) bajo la lluvia al comienzo de la película y ese final tan truffautiano del intercambio de miradas entre Estrada y Campos cruzándose mientras caminan en dirección contraria, con el que concluye la película.
La película, nueva referencia a la nouvelle vague, rezuma Hitchcock por todos los costados, un Hitchcock visual. Borau, muy ducho en la dirección para ser su segunda película tras el western spaghetti Brandy, filma con mucha precisión la objetividad subjetiva de lo que vemos, el tratamiento del personaje de Laura, la mujer de Andrés, una subyugante y misteriosa Susana Campos, cómo rima el ritmo de la película con las idas y venidas del protagonista por las calles de Madrid, perseguido por la presencia fantasmal del hombre al que vio salir de la escena del crimen o rueda las escaleras y esos ascensores puro Hitch de la galdosiana vivienda de Salas. Pero es también un Hitchcock en lo temático, con ese oscuro, depresivo, blando de carácter, fracasado en todo, Andrés Salas —Carlos Estrada se ajusta a ello, un hombre débil, capaz de todo en un momento, un tipo gris que puede encubrir un oscuro villano— o el hombre ordinario atrapado, véase Falso culpable, en la trama de otros y el Destino. Podríamos pensar que, como en La mujer del cuadro, Fritz Lang siempre ha sido el referente inconfeso para Hitchcock: todo ha sido la prolongación de un sueño o la elucubración mental de un turbado Andrés, atrapado en la nulidad de su vida, como se nos muestra al comienzo de la película, cuando Ilega su mujer a la vivienda, sentado en la oscuridad, abrumado por su fracaso existencial. Crimen de doble filo juega, como en Hitch, tanto al suspense narrativo —el uso del fantasmal Klauss, el hombre al que Andrés vio salir de la vivienda del asesinado afinador— como al moral, y la desnudez de los personajes en el desenlace final así lo pone de manifiesto.
La película, no obstante, padece un cierto desequilibrio entre sus dos primeros tercios, muy brillantes en guion y puesta en escena, y el tercer acto, en el que las dificultades de construcción narrativa ponen de manifiesto la desconfianza de Hitchcock, confesada a Truffaut, hacia los whodunit, los misterios detectivescos puros en los que hay que explicar todo hacia atrás, como solía advertir Hawks, el recurso a los flashbacks, en tantas ocasiones un remedio inevitable para curar los males de una trama o una narrativa en problemas, en los que de nuevo tanto el guion como la puesta en escena se enredan trastabillando.
Nada de eso disminuye el placer de descubrir y disfrutar de una película llena de buen cine, inteligente, con una devoción formal por lo que nos cuenta, una historia que se formula emocionalmente, que respira amor por el cine, por los personajes de la historia, por la ubicación física en la que se rueda, en definitiva, de un tiempo pasado atrapado en un presente que lo devora todo.
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Crimen de doble filo (1965). Producida por Eco Films. Dirigida por José Luis Borau. Guion de Juan Miguel Lamet y Rodrigo Rivero, sobre un argumento de Juan Miguel Lamet. Fotografía Enrique Terán. Música Luis de Pablo. Dirección artística Carlos Viudes. Montaje Pedro del Rey. Interpretada por Carlos Estrada, Susana Campos, Antonio Casas, Erasmo Pascual, Emilio Rodríguez, Paul Eslheman, Luis Marín, José Marco, Rafael Hernández, Héctor Quiroga, Luis Chinarro, Alfonso Rojas, Paloma Pagés, Juan Luis Galiardo. Duración: 90 minutos.
[1] Eco Films, en la que tenía intereses como productor Juan Miguel Lamet, produjo entre otras películas tan icónicas, Nueve cartas a Berta y Del amor y otras soledades, de Basilio Martín Patino, Del rosa al amarillo y La niña de luto, gloriosos debuts de Manuel Summers, de quien también produjeron No somos de piedra, El love feroz y Colorín, colorado, de José Luis García Sánchez, El arte de vivir, de Julio Diamante.
[2] Ignoro la razón, probablemente porque no se rodaba con sonido directo y quizás por el acento argentino de ambos, por la que fueron doblados, entre otros, Estrada y Campos, pero también Alfonso Rojas o Emilio Rodríguez, y lo hicieron con cumplidos profesionales, como María del Puy (Campos), Félix Acaso (Estrada) o José Luis Baltanás. Además se pueden apreciar algunos desajustes en un par de secuencias en la sincronización con la imagen de lo que dicen los actores .
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