Si llamamos inocencia a la ingenuidad, como es frecuente, se puede pecar de ingenuo en más de una ocasión. Tantas —aunque no suelen ser muchas— como son precisas para que el ingenuo se convierta en un idiota. Pero inocente, ese estado en el que el ser está libre de toda culpa, sólo se es una vez. La pérdida de la inocencia, como la de la juventud, es irreversible. Tal es el paso de esas primeras edades de la vida a las que ese candor al que me refiero está tan ligado. Con todo lo antedicho de telón de fondo, en la adolescencia masculina hay un momento en que se pasa mal. Es cuando te empiezan a gustar las chicas de un modo visceral y aún no se las sabe seducir. Es un dolor placentero. ¡Claro que sí! Como lo será, al cabo, ese gran pago de la hombría —siempre tan cortito— cuando te lo da una chica por primera vez.
La que le inspira es una vecina de doce años que estudia en las concepcionistas, juega con él y con el resto de los niños de su calle al rescate, y coincide con él en los trayectos en autobús. Total, que se hacen algo así como novios. Pero con toda esa candidez que tenían los noviazgos cuando los niños de doce años aún soñaban con ser hombres para llevar pantalones largos, tener novia y poder fumar. Ese verano, en un campamento de la OJE, Guillermo hace un dibujo de Margarita y lo pega en la espalda del flecha que marcha delante de él para seguir admirándola, en efigie, mientras toda la centuria avanza entonando Montañas nevadas. Al regresar a Madrid e intentar volver a verla —ya con los pantalones largos y empezando a fumar—, ella apenas le mira y manda a una amiga para que le diga que se ha hecho novia de un chico de dieciocho años que se llama Germán.
Yo, que también fui flecha, me quedaba arrobado cuando las alumnas de las madres concepcionistas subían al autobús número 2 en la calle de la Princesa, y vi por primera vez Del rosa al amarillo en un cineclub de la OJE, tengo ese episodio de la obra maestra de Summers grabado a fuego en el archivo del corazón. Al volver a él, después de haber sido tantas cosas y de haber pasado tanto tiempo desde todas ellas, el fragmento rosa de Del rosa al amarillo se me figura como una de esas imágenes que muestran el reflejo de un espejo que tiene otro en paralelo —por ejemplo, en la cabina de un ascensor—, y ambos repiten la misma escena hasta el infinito.
Allí, en ese final inaprensible, supongo que ha quedado la inocencia perdida. La de los personajes de Summers en aquella ocasión, pero también la de sus espectadores. Y entre éstos seguro que son muchos los que aún asocian la imagen de Cristina Galbó a todo ese candor con el que se miraba a las chicas cuando se jugaba con ellas en la calle y aún no se las sabía seducir. Costaba trabajo hasta empezarles a hablar. De hecho, si hubiera un personaje prototípico al que adscribirla, ése sería el de esa Margarita que irradiaba inocencia en Del rosa al amarillo. Era tanta la pureza que rezumaba su imagen que, en su siguiente cinta, Aquella joven de blanco (León Klimovsky, 1964), interpretaba a Bernadette Soubirous, Bernardita de Lourdes, la niña canonizada después de haber afirmado dieciocho apariciones marianas.
Eso sí, la imagen con la que Cristina Galbó dejó embelesada a toda una generación, la de cuantos vieron el filme de Summers a una edad semejante a la de sus protagonistas, es menos piadosa. Me atreveré a jurar que la prefieren en su creación de la Teresa de La residencia (Narciso Ibáñez Serrador, 1969), una de las cumbres del cine de terror autóctono, o en la de Elizabeth de ¿Qué habéis hecho con Solange? (Massimo Dallamano, 1972), la obra maestra de un género tan impío como el giallo. También me atreveré a jurar que si esa inocencia, recién perdida sin remisión, tuviera una imagen precisa, dicha estampa sería la de ella en las películas de los años 60 y 70.
Entre unas cosas y otras, Cristina Galbó lo tenía todo para ser una de las estrellas más rutilantes de la pantalla autóctona. En su carrera, prolongada a lo largo de treinta años, abundan las cintas de culto. Sin embargo, había en ella un sino trágico, una fatalidad que la marcaba. Sostienen quienes la conocieron cuando era actriz que fue lo que acabó por retirarla de la profesión con treinta y ocho años. Aunque su filmografía no es corta, ni mucho menos, a cuantos la admirábamos sus treinta y nueve títulos nos supieron a poco. Cuando se retiró antes de cumplir los cuarenta, como Brigitte Bardot, todos nos quedamos como aquel flecha cuando, al volver a verla, ella le hacía saber, mediante su amiga, que era novia de un chico de dieciocho años llamado Germán.
Cristina Galbó nació en Madrid en 1950. En el 58 se iniciaba en el cine participando en El hincha, un cortometraje de José María Elorrieta. En sus secuencias la descubrió Manuel Summers. Del rosa al amarillo fue el primer largometraje de los tres, del realizador y de los dos jóvenes protagonistas del primer fragmento. Ambos intérpretes volverían a coincidir en Los chicos del preu (Pedro Lazaga, 1967), una comedia, con un punto de drama, sobre los estudiantes del preuniversitario que ha quedado como una de las películas más destacadas del cine comercial español de su época. Puede que la Loli que recreó entonces fuese su primera mala, aunque redimida con posterioridad, porque, a la sazón, era poco menos que menester que las chicas como las que ella representaba fuesen buenas.
Dejó de ser la estudiante, que acostumbraba a interpretar en toda comedia y tragicomedia juvenil que se preciase en la pantalla autóctona de la época, para recrear a una criada, con idéntico encanto, en Palabras de amor (1968), la primera película protagonizada por Joan Manuel Serrat. Unos meses antes —entonces se desempeñaba en varios títulos al año—, Cristina Galbó conoció al que habría de ser su marido, el actor alemán Peter Lee Lawrence, durante el rodaje de La furia de Johnny Kidd, de Gianni Pucini. Aquella era la belle époque del western mediterráneo y Peter ya era uno de sus protagonistas principales.
Tras la boda, en 1969, la pareja fijó su residencia en Roma. Su nuevo domicilio no fue ninguna traba para que la actriz volviese a España siempre que su trabajo lo requería. Aunque de producción española, el rodaje de No profanar el sueño de los muertos (1974), una de las grandes aportaciones al fantaterror patrio de Jorge Grau, la llevó a la morgue de Manchester. Su prototipo seguía siendo el de la chica tímida, hasta que dejaba de serlo y se volvía una mujer apasionada, cuando el éxito internacional de La residencia, desde sus primeras proyecciones, sirvió a Cristina Galbó para introducirse en el giallo. Dentro de esa dinámica, a ¿Qué habéis hecho con Solange? la sucedieron cintas como L’assassino è costretto ad uccidere ancora (Luigi Cozi, 1975).
Pero para entonces, la fatalidad —ese cruel destino que según algunos comentaristas habría de retirarla de la vida pública— ya había hecho mella en la vida privada de la actriz. Un tumor cerebral fulminante se había llevado a su marido, dejándola viuda con veinticuatro años. Era frecuente que entonces las intérpretes que se casaban dejasen de trabajar. Ese fue el caso de Sonia Bruno, a la que nunca más volvimos a ver. Puede decirse que con Cristina Galbó pasó algo parecido, pero a la inversa. Parece ser que el cine, tras la viudedad, dejó de interesarle por los recuerdos que despertaba en ella. No faltan quienes estiman que cuando creció y dejó de irradiar su antigua inocencia, que debió de haberle sido arrebatada por la prematura muerte de su marido, dejó de haber papeles para ella. Había dejado de ser esa chica tímida para convertirse en una mujer estigmatizada por el dolor.
En los catorce años que siguieron, hasta su retirada definitiva en 1988, con una nueva colaboración con Summers en Suéltate el pelo, siguió trabajando con frecuencia. Hizo además teatro y televisión. Pero la chica candorosa de aquellas cintas de los años 60 había dejado de existir.
Ahora vive en California, dedicada a la enseñanza del baile flamenco, y no quiere saber nada de su experiencia como actriz, lo cual es muy respetable. Tanto como el recuerdo que guardan de ella todos aquellos flechas que la vieron en Del rosa al amarillo vistiendo aún pantalones cortos, soñando con ser hombres para llevarlos largos, tener novia y poder fumar.
Hola, Javier! Muy buen artículo. Sólo señalar que la chica de la foto en solitario no es Cristina Galbó, sino su compañera Mary Maude de ‘La Residencia’ (Narciso Ibáñez Serrador, 1969). Un saludo.