Es difícil resumir 25 años de trayectoria literaria en una única frase o en una única entrevista. Sobre todo si delante se tiene a Cristina López Barrio que, aunque debutó en el sector editorial en 2009, llevaba escribiendo desde antes de saber que su vocación podría convertirse en su profesión. Antes de descubrirlo, Cristina siguió la tradición familiar, estudió Derecho y se especializó en Propiedad Intelectual. Es difícil saber si su experiencia en despachos y salas la enseñó a no aplacarse ante los contratiempos, no sabemos si la Cristina abogada echa de cuando en cuando una mano a la Cristina escritora cuando trata de llevar al papel las vidas que imagina.
Esta novela será familiar para los lectores de López Barrio, quien desde La casa de los amores imposibles o Niebla en Tánger deleita a quien se zambulle en sus universos con historias bien construidas, especiadas con un toque de realismo mágico. Un halo de fantasía rodea las tramas de sus novelas, que suelen desfilar entre estos dos universos. En este caso, La tierra bajo tus pies traslada al lector a la España de la República, donde se dará de bruces con los últimos coletazos de un periodo ilusionante en el que proyectos como el de Cossío y sus Misiones Pedagógicas trataron de iluminar con educación y cultura nuestros momentos más oscuros. Es también una novela de descubrimiento y de amor.
Zenda se reúne con Cristina para hablar de escritura y de su proceso creativo. Descubriremos cómo se enamoró de este proyecto literario que en poco tiempo se fue construyendo sobre los mimbres de su pasión y defensa de la cultura.
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—¿Cómo llega una abogada a la literatura?
—Quizá sea al contrario: una niña a la que le gustan mucho los libros, que sueña con ser escritora desde los 13-14 años. Empecé escribiendo poesía, que anda guardada en un cajón y ahí seguirá. Cuando tenía 18 años quería escribir una novela, publicarla y marcharme a Guatemala a escribir escuchando Islands, de Mike Oldfield. Ese era mi sueño con 18 años. Estudié Derecho. La transición casi fue al revés: el amor a la literatura y el sueño de convertirme en escritora estaban presentes en mi vida antes de empezar la carrera.
—¿Qué van a encontrar los lectores que lleguen a este texto?
—Van a encontrar una historia de encuentro, una historia de amor a las artes, a los libros, a la música, al teatro, una búsqueda de qué significa la cultura, la huella que nos deja la cultura como seres humanos, también el espíritu de las misiones. Es un canto, un homenaje a la cultura, y también a la Institución Libre de Enseñanza, a la figura de Bartolomé Cossío, que conocí documentándome y por la que he sentido una gran admiración. Van a conocer una parte de la historia de España bastante desconocida, con un momento de luz, de esperanza antes de la catarsis y del horror. También van a encontrar una historia de aventuras clásica, del crecimiento de una chica que vive un Madrid de la Belle Époque, y que con la pérdida de la madre comienza este crecimiento, ese paso a la madurez. Va a conocer el amor, otra forma de vida completamente diferente. Es una historia también de contrastes entre el mundo rural y el mundo de la ciudad, de un amor que a priori parece imposible entre dos personas completamente diferentes y cómo el encuentro puede ser lo que obre milagros.
—¿Qué es lo que le llamó la atención de las Misiones Pedagógicas de la II República como para que se convirtieran en ese marco de su novela? ¿Cómo descubrió su labor?
—La descubro buscando vídeos de Luis Cernuda, que es un poeta que me gusta muchísimo. Encuentro un vídeo de su paso por las misiones con el pintor Ramón Gaella. Recordaba poco de las misiones. Las relacionaba con la Institución Libre de Enseñanza, pero no recordaba mucho más. Lo busco en Google y aparecen más fotografías en las que se ve a gente de campo, campesinos de los años 30 durante una sesión de cine… Veo sus rostros, esas caras de sorpresa, de admiración, de risas… Las mujeres riéndose con el niño colgando del pecho. Esa imagen me cautivó. Pensé que quería contar su historia. Empecé a documentarme sobre las misiones y encontré este proyecto maravilloso —que ahonda mucho en qué es la cultura, qué nos aporta como seres humanos— que está muy entroncado con esta idea de dejar las artes en último lugar, de buscar la utilidad de la cultura, cuando yo creo que es un fin en sí mismo. Por eso introduje en la novela cómo se puede medir la utilidad de algo: de una sonrisa, de un escalofrío al escuchar un verso. ¿Cómo se mide eso? ¿Qué utilidad aporta? Toda esta idea, y también la idea de regenerar España con estos dos pilares (cultura y educación) me pareció muy utópica. Es verdad, desgraciadamente, que no fueron entendidos, ni por el bloque progresista ni por el conservador, pero me pareció una aventura fascinante la que se emprendió a todos los niveles. Elegí el teatro porque cuento un poco mi historia personal sobre el descubrimiento del teatro cuando era niña (con el personaje de Cati) por mi admiración hacia Alejandro Casona y también por esa idea de los titiriteros que van por esta España rural como la carreta de Angulo el Malo del Quijote. Todo lo que me evocaba, que tenía que ver con mi infancia, mi primer acercamiento a la literatura, era como un homenaje personal.
—En esta novela se habla de “hombres de papeles” (Perfecto) y “hombres de entrañas” (Lautaro). ¿Cómo es Cristina como escritora? ¿Es de entrañas o de papeles? ¿Brújula o mapa?
—Soy más bien de entrañas en general, pero es cierto que utilizo también un poco de papeles. Sería una mezcla. Cuando escribo una novela normalmente la idea me viene “por entrañas”, como me pasó con las misiones. Tiene que ser algo que me enamore. Luego es verdad que trabajo “con papeles”: hago un esquema, busco la historia de los personajes… Si sabes de dónde partes, a dónde quieres llegar, qué es lo que va a pasar… ayuda mucho. Pero no tengo todo anotado. Tengo una primera base de estructura y personajes en los papeles y luego voy adelante, me gusta cuando me sorprende. El personaje de Paciana, por ejemplo, fue de estos personajes que tienes la sensación de que te poseen. Creo que es una de las cosas que más enganchan del proceso creativo, que hace que todas las dificultades que se tienen al escribir, lo que se sufre, sea muy adictivo.
—¿Qué supone en su trayectoria ganar el Premio Azorín después de haber publicado títulos como Niebla en Tánger o La casa de los amores imposibles?
—El Premio Azorín era un premio que recordaba de cuando era joven y lo seguía. Siempre que te dan un premio es como esa palmadita en la espalda, parece que estás haciendo las cosas bien. Hay gente a la que le gusta. Sienta muy bien a nivel personal, es reconfortante. Siempre ayuda a nivel de publicidad, para que no te olviden, para que los lectores que te siguen estén contigo y sepan que has sacado una novela y para que otros que no te conocen te descubran.
—Creo que es una escritora versátil, dúctil a la hora de que el género de su novela permee en la narración, en el estilo. Pero hay algo común, que se percibe mucho en La casa de los amores imposibles y algo menos en este título, una especie de realismo mágico. ¿Es ese su sello como escritora? ¿Por qué esa querencia por crear universos tan especiales y tan distintos?
—No es algo buscado, no es algo que haga de manera premeditada. Me enamoré del realismo de García Márquez (me lo mandaron leer en COU). Con Cien años de soledad descubrí una manera de narrar que estaba muy próxima a mí, a mí como persona (que he sido siempre muy fantasiosa). Ese mundo que camina en esa frontera entre la realidad y la fantasía, que era como yo vivía de joven. Y también era un mundo muy sensorial, muy visual. Esa sensación de belleza que me dejaba la lectura de los textos de García Márquez, la música que está dentro de su narrativa, que muchas veces no importa lo que cuenta sino lo que a un lector le llega. ¡Me cautivó! Encontré la manera en que podía expresar todo lo que entonces llevaba dentro. Empecé a leer obras de realismo mágico y lo que leía, al final, aparecía en lo que escribía. Creo que sí que es cierto que es mi sello personal que siempre haya algo fantástico en lo que escribo. Me gusta estar en esa frontera entre la realidad y la fantasía. Me gusta mucho jugar con el humor, con la hipérbole, con ese humor un poco grotesco, esperpéntico. Tiene que ver con cómo soy, que aparece en cómo escribo.
—Da clases de escritura creativa. ¿Qué consejos da a un escritor que comienza a escribir?
—Me acuerdo de un consejo que me dio Clara Obligado, que era mi maestra cuando comencé a escribir. Al principio, como venía del realismo mágico, era muy barroca, escribía con muchos adjetivos e imágenes (no quiere decir que el realismo mágico sea barroco, pero yo escribía así). Ella me dijo que por qué no ponía un puesto en El Rastro los domingos para vender adjetivos e imágenes. Lo primero que le diría a un escritor, o lo que trato de comunicar al alumno, es que disfrute el camino, que deje fuera las expectativas y el perfeccionismo. Las expectativas y el perfeccionismo lo matan todo en el momento creativo. Que se centre en lo que está contando, la historia, los personajes… y no en lo que espera obtener con esa novela o cuento. Que tampoco se obsesione con que tiene que estar perfecto. Hay que guardar el crítico, soltar la loca de la casa y luego sí, pasar la podadora del crítico. Pero en un principio es vivir más el camino que la meta.
—Y si se pudiera dar un consejo (viajando en el tiempo) a la Cristina que va a abandonar la abogacía, ¿qué le diría?
—¡No lo hagas tan pronto! (Risas) Creí que tenía red pero me pudo la inseguridad, el desconocimiento de lo que era el mundo editorial.
—Estaba escribiendo un thriller cuando descubrió la historia de las Misiones. ¿Tiene la intención de retomar este proyecto ahora pausado?
—Es un proyecto que viene de mi amor por la ciudad de Lisboa, una ciudad muy melancólica, que tiene mucho que ver con mi carácter y mi escritura. Hice en Rómpete corazón un acercamiento al género del thriller, y también aquí en esta novela hay una desaparición, un misterio en torno a un posible asesinato. Es un género que me gusta mucho. No descarto volver a él.
—¿Cuáles son sus próximos proyectos?
—He vuelto al relato. En realidad nunca he dejado de escribir relatos (en el taller de Clara, para revistas, antologías…). En 2013 publiqué un libro de relatos en una editorial digital de Penguin. Ahora estoy preparando un proyecto que me hace muchísima ilusión.
—¿Qué podemos aprender hoy día de instituciones como la Institución Libre de Enseñanza o las Misiones?
—El amor a la cultura y a la educación por encima de todo y como pilar para el crecimiento de la sociedad y un pilar de encuentro. Es un canto contra la intolerancia, habla de conocer al otro. Está presente en proyectos como el de Bibliobús, que va por los pueblos, el cine de verano… Ellos recogían, vivían esta ilusión y trataban de que nos llegara a todos, lo veían una forma de justicia social. Podemos aprender mucho de todo lo que ellos intentaron y de esta idea de la necesidad del ocio para el ser humano, de la necesidad de la cultura. Me ha enriquecido el poner en valor todos los tesoros que había en la España rural, el folklore…no sólo la cultura de la ciudad.
—¿Tiene usted un cuaderno rojo, como Cati?
—Rojo no. Compro los cuadernos con alguna relación con lo que escribo. Me tienen que llamar la atención. A veces se relacionan por el color, a veces por algún motivo… Soy un poco supersticiosa para estas cosas.
—¿Qué escribe en él?
—Un diario, con ejercicios de escritura automática. Escribo todo lo que se me ocurre. Es una especie de escritura terapéutica. Otras veces escribo, si estoy trabajando en una novela, algo de la trama, un diálogo de un personaje… Es un poco cajón desastre.
—¿Quién es Cati?
—Una chica que vive esa ilusión del Madrid de la Belle Époque, y que vive también esta maravillosa historia de mujeres que nos abrieron camino en los 30. Creo que es una chica de 20 años que tiene la ilusión de conocer la vida, que tiene ese espíritu aventurero y de poesía que Cossío quería para sus misioneros, y por eso la eligió, porque era una persona curiosa, dispuesta a descubrir otras formas de vida, que se abre al amor, a vivir una vida diferente en una casa diferente. Es un personaje que representa el viaje del héroe, un personaje que se va descubriendo a sí mismo al mismo tiempo que vive una vida muy diferente a la suya.
—Cuéntenos el proceso creativo que siguió para escribir esta novela (documentación, escritura…).
—Leí primero bastantes libros sobre las Misiones, sobre cómo era el Madrid de los años 30 (desde el punto de vista de la burguesía culta). También descubrí la biografía de Victorina Durán (en quien está inspirada Cati), una publicación de la Residencia de Estudiantes. Durán era una figurinista, escenógrafa, que formó parte del Liceum, este club de mujeres solo para mujeres que hacían exposiciones, tertulias y de la que también formaron parte grandes intelectuales (María Zambrano. Zenobia Camprubí, Clara Campoamor, Elena Fortún). Con ella descubro el Madrid de la burguesía culta. También me baso en su experiencia en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, que es donde ella estudia.
—Dijo en otra entrevista que esta novela refleja un último fogonazo, la última luz antes del desastre. ¿Es el papel de la literatura el de dar luz a nuestros momentos más oscuros?
—No me gusta darle un papel concreto a la literatura ni a ningún arte. No creo que tenga que obedecer a nada. Pero sí que es cierto que la recoge, recoge momentos de la Historia, algunos novelados. La literatura tiene esa capacidad de hacernos reflexionar sobre muchas cosas y es también un vehículo de búsqueda para el propio escritor, para comprenderse a sí mismo, para comprender el mundo. Y en esa búsqueda expone algo que ve, es testigo de su tiempo. En ese sentido sí. Pero no creo que la literatura tenga ese fin. Creo que es un fin en sí misma. No creo que tenga que obedecer a nada, ni a la política ni a la Historia. Ni siquiera muchas veces a la moral. Tiene una utilidad en sí misma, como decía Cossío.
—¿Es esta novela una alabanza del mundo fuera de la ciudad?
—Es una novela que hace referencia al cuento de la cita de Chuang Tzu, que habla de la utilidad de lo inútil al referirse a la literatura o a las artes. Pero es cierto que también habla de esa sensación de contacto con la naturaleza, de descubrimiento de la naturaleza y de la vida rural. Tengo debilidad por el campo y por la vida rural, yo que soy de ciudad. En La casa de los amores imposibles…
—¡Me encantó esa novela!
—Muchas gracias. Tardé cinco años en escribirla. No sabía si se iba a publicar o no. Es una novela que escribí como se debe escribir: sin expectativas y con la tripa, con el corazón. Ahora al escribir tengo ciertas expectativas. A veces escribo condicionada, y es algo que tengo que quitarme mientras escribo. Ahí no lo tenía. Hay muchos lectores que me dicen lo que tú me dices. En una presentación dije: “A veces uno nunca se recupera de un éxito”. Al finalizar se acercó una mujer y me dijo: “A mi madre le ocurrió lo mismo”. Era la hija de Carmen Laforet. Es una novela muy especial. Forma parte de mi biografía.
—¿Para qué escribe Cristina López Barrio?
—Me lo he empezado a preguntar porque me lo preguntan en las entrevistas. Sabía que me apasionaba escribir. He reflexionado pero no tengo una respuesta concreta. Viene por el amor a la lectura. No puedo vivir veinticuatro horas sin leer. La lectura me transforma, me evade, me hace reflexionar, me aporta esa sensación de lo bello, y la escritura es una forma de plasmar en papel todo lo que imagino, todo lo que se me ocurre, buscar esa sensación de lo bello mientras escribo. Creo que es una vía de escape del mundo y una manera de reflexionar. Veo la vida a través de las historias. Mi marido, que es fotógrafo, ve la vida a través de imágenes. Él retiene una imagen. Yo voy por la calle y veo una persona o lugar e inmediatamente me evoca una historia. Es una manera de vivir.
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