Narradora, poeta y profesora de escritura, la gallega Cristina Sánchez-Andrade se ha convertido en una de las voces más sólidas de la literatura. Ahora publica El niño que comía lana, una antología de cuentos, con aroma tremendista y olor a Valle-Inclán, en la que pone lupa en la vulnerabilidad humana.
El niño que comía lana (Anagrama), título que da a su vez nombre a uno de los cuentos, reúne 15 relatos que tienen tanta unidad que algunos de sus personajes hasta saltan de unos a otros. Cuentos que huelen y saben, y que llevan el lenguaje a su máxima calidad artística con la Galicia rural, la España profunda o los personajes esperpénticos como telón de fondo.
Toda esta descripción que hace la autora, que se mueve entre un realismo crudo y otro mágico, la sazona con humor. «El humor es la sal de la literatura. Como la poesía, me sirve también como contraste para masticar lo que podría resultar una realidad amarga y demasiado sórdida», explica a Efe Sánchez-Andrade (Santiago de Compostela, 1968). «En todo caso —continúa—, yo creo que siempre tiene que haber algo perturbador en la literatura. No sirve de nada escribir sobre lo bonito que está el cielo estrellado; si quieres crear algo válido, tienes que hurgar en las emociones de la gente, tienes que escribir algo que les aguijonee, que les perturbe y que les dé algo de miedo. Para ser creíble, un personaje tiene que ser vulnerable, y eso es lo que trato de mostrar, la vulnerabilidad humana».
La autora de títulos como Las inviernas o Alguien bajo los párpados, narra en el libro historias como las de Manuela das Fontes, que deja a siete hijos pequeños para ser ama de cría en América y se lleva a su perrito para que mame y ella no pierda la leche, o la de un niño huérfano que encuentra el amor en un pequeño cordero y que, tras su desaparición, traumatizado, empieza a comer lana, que vomita en forma de bolas. Pero también la historia de Puriña, que tiene seis dedos y es inválida (aunque en realidad no lo es), y a la que sus padres llevan por las aldeas para pedir dinero; la de un náufrago y el hambre, o muchas otras fábulas que encierran misterio y simbolismo. Son relatos en los que «belleza y aspereza» se dan la mano y en los que muchos personajes luchan por su supervivencia sin ningún miramiento ni empatía, algo que para la autora «es parte de la vulnerabilidad del personaje».
«Ahora está muy de moda la escritura del ‘yo’ o autobiográfica; a mí me encanta, por cierto. Hay un boom de este tipo de libros: Karl Ove Knausgard, por ejemplo, o mucho más magistralmente La hora del pensamiento mágico, de Joan Didion, o Patrimonio, de Philip Roth. y se basan mucho en resaltar la vulnerabilidad», precisa Sánchez-Andrade, Premio Sor Juana Inés de la Cruz. «Muchas veces la escondemos, porque nos parece que ser vulnerables es una desventaja. Lo que es menos conocido son sus ventajas y creo que, precisamente, estos escritores que he mencionado sí han sabido sacar provecho de las mismas. Hay momentos en que la confesión de la debilidad, lejos de ser catastrófica, es la única vía posible para la empatía y el respeto de los demás», sostiene. «A veces puede que no nos atrevamos a explicar a qué tenemos miedo, que no somos tan buenos como parecemos y que además hacemos el ridículo muy a menudo. Y, más que asustar, estas revelaciones pueden servir para ganarnos el cariño y la confianza de la gente, para humanizarnos frente a ellos. A menudo, al abrir nuestro corazón, el otro también lo hace. Es decir que, a la hora de escribir, hay que ser lo suficientemente fuerte para ser débil», concluye.
Tras el éxito como novelista, Sánchez-Andrade ha decidido poner en practica todo lo que explica y enseña en sus talleres acerca del relato y, por primera vez, aunque tenía algún cuento, ha decidido abrochar un conjunto de ellos en El niño que comía lana.
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