“Pues ya trabajo poco o nada. He deducido que el encargo, la vocación que nos viene dada… Ya he hecho lo que he podido. Yo me acuerdo de una exposición que vi el año que estuve viviendo en Italia con una beca (de la Fundación Juan March, en 1962) que fue en… Perdona, a veces pierdo un poco la memoria. Es que tengo ya 92 años. Un glaucoma me comió este ojo —señala el izquierdo—, por él no veo nada, y por este otro algo. Me voy defendiendo”.
“Yo he sido un caminante. Cuando tenía una preocupación, por los nervios o por lo que fuera, atravesaba Madrid. O cuando iba a la Escuela [de Bellas Artes], a una asignatura o dos, las que me interesaban por los profesores. Estuve mucho con Vázquez Díaz pero yo aquí vine a estudiar con los «maestros invisibles», que son los del Museo del Prado. La artrosis me atacó a las dos rodillas, por eso uso este bastón”. El bastón es finísimo, más delgado que el de Charlot, de un marrón alegre, casi de marfil, que contrasta con la ropa oscura que siempre ha vestido.
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—¿Cómo se ve la vida con 92 años?
—A partir de los 80 vas notando pequeños cambios. Eres tú, pero se te va escapando un poco de ese tú. El tú se te va yendo. Yo trabajaba ocho horas. Siempre he pensado que el que tenía una vocación era por el destino, por ahí anda Dios. Yo soy creyente. No voy a saber nunca cómo es Dios, será una energía, un misterio. Ahora se ha puesto de moda una cosa que ya hice en mi primera exposición, el silencio. Zurbarán era mi maestro. Lo estudiaba y me servía. Y entendía su silencio. Ahora hay como una secta que se llaman Los Callados, los que no hablan, imitando un poco a los monjes trapenses.
—¿Por qué está de moda el silencio?
—En estos aparatos modernos —iPad— que me pone Aurora —Ciriza, su mujer, su auténtico bastón, psicóloga de profesión— sale Ramiro Calle, que ha viajado por lo menos treinta veces a la India. Yo también he sido un estudioso de todas las religiones. Todas buscan más o menos lo mismo, la luz misteriosa.
—Usted también estuvo en la India.
—Tres o cuatro veces, lo menos. Iba con un amigo que murió, Patricio Rivera. Su madre era inglesa y eso ayudaba, porque allí uno se entendía mejor. La vocación, el encargo, roza con la divinidad. Mi padre, que era una persona muy buena y muy astuta, quiso ser médico para ayudar a la gente. Estuve muy unido a él. Eran trece hermanos, cuatro o cinco murieron por herencia, creo que de una sífilis. Tenían una panadería, El León de Oro. Como Canarias es una zona de paso y por allí recalaban barcos de turismo, encargaban a mi abuelo pan para ellos. Por allí apareció un farmacéutico catalán, José Panadés Bultó. Se casó con la hermana de mi abuela y no tuvieron hijos. Los indios tienen un sentido de la espiritualidad distinto, pero van buscando lo mismo: ¿qué hacemos aquí? También escucho al jesuita Javier Melloni. Pero leer no leo ahora porque me ha dicho el oftalmólogo que no fuerce la vista. Ramiro Calle tiene no sé cuántos seguidores. Cuando va a la India, entrevista a un gurú y luego lo pasa a un libro y vende cincuenta mil ejemplares.
—¿En qué cree usted?
—-En la paz interior. Ya lo dijo Cristo, dentro tenemos algo, un jardín, y cuando estemos preocupados, cuando estemos atascados en el conocimiento, en la fe, acudamos a nuestro interior; ahí está nuestro mejor profesor, nuestro amigo. Somos más complejos de lo que creemos. Tenemos que hacer meditación transcendental. Ya me interesó de joven, cuando leía a Platón, a Plotino, a los sabios… En la India hay mucha gente que se retira a una cueva a vivir.
—¿No tuvo tentación de retirarse del mundo?
—No, no, no, no, no. La primera vez que fui a la India tenía 22 o 23 años.
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Cristino de Vera siempre reivindica a “don Mariano Cossío”, su profesor en la Escuela de Artes y Oficios. “No era un gran pintor, pero para mí fue un profesor”. Fue el que le convenció para que viniera a Madrid, el que le presentó a Vázquez Díaz en el Café Gijón, su auténtico maestro, según escribió Joaquín de la Puente, subdirector del Museo del Prado, en el librito Cristino de Vera, que editó en 1973 la Dirección General de Bellas Artes y por donde desfilaron una buena nómina de los artistas españoles (más o menos) de la misma época, como Martín Chirino, Julio González, Miró, Rivera, Eduardo Sanz, Barjola, Guinovart, Lucio Muñoz, Pablo Serrano, Luis Saez… y Daniel Vázquez Díaz.
“Don Mariano Cossío —hermano de José María, el de la enciclopedia taurina, el que protegió y buscó trabajo a Miguel Hernández en la editorial Espasa-Calpe—, como tenía seis hijas, había ido a Canarias, porque allí se pagaba el doble”. Alumno y profesor vinieron a Madrid “porque Canarias tenía un límite. Yo ya fui eligiendo el silencio. Fíjate, el silencio es lo opuesto a la música. Yo leía en la Biblioteca —Nacional— a San Juan de la Cruz, a Santa Teresa…”.
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—En este libro sobre usted, De la Puente dice que Vázquez Díaz a ti y a Canogar no os cobraba nada y que su tarifa mensual era de cuatro mil pesetas de la época, nada menos.
—No, mi padre le pagaba. Una vez le llamó a mi padre para decirle que yo había cogido el tifus. Yo estaba enfermo en una pensión, llamaron a un médico y debía de ser más malo que el hambre porque no me bajaba la fiebre, tenía más de cuarenta. Ya lo tenía cerca del corazón. Y una señora, que debía de ser la practicante, me dijo que yo era demasiado joven para morir y me preguntó si yo conocía a alguien que me orientara, que pudiera conseguir la penicilina. Hablé con Vázquez Díaz, le dije que mi padre era representante de medicinas, y le llamó. Mi padre era amigo del primero que hizo una operación a corazón abierto, que se llamaba… ¡¡¡Aurora!!! ¡¿Quién era el primer médico que operó a corazón abierto?!
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La vocecilla de Cristino se convierte en un vozarrón que se cuela por los diecisiete metros del primer tramo del pasillo de la casa (luego hay otro de diez formando una L). Del fondo responde Aurora: “¿Canario?”. “No, no era canario, pero vivía allí”. Silencio. De pronto Cristino exclama “¡Castro, Castro…!”. Y Aurora remata: “Castro Fariñas”. Es decir, el padre de Cristino, representante médico, conocía al padre de Ernesto Castro Fariñas, que fue el primer médico que operó a corazón abierto y que se enfrentó al yerno de Franco, Cristóbal Martínez Bordiú, por cómo había que tratar al dictador. “Castro Fariñas llegó a operar a Franco. Bueno, pues Castro Fariñas vino a verme a la pensión con otro joven de su edad, creo que trabajaban en el Hospital General. Me sacaron sangre. Al día siguiente por la tarde vino el médico que acompañó a Castro Fariñas con otro y me dijeron que yo tenía un tifus, que era una enfermedad muy grave, de la que morían casi todos, pero que ahora había la penicilina. Me pusieron durante varios días inyecciones cada tarde, y de maravilla. Mi padre le mandó un regalo”.
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—¿Qué años tendría?
—Veinte o así, porque yo vine con diecinueve a Madrid.
—¿Dónde estaba la pensión?
—Yo qué sé, he estado en tantas. Sería por Argüelles, porque a mí me gustaba al final del día pasear por allí, por el Parque del Oeste, y ver el atardecer. Yo escribía mis cosas.
—¿Las guarda?
—Las tiene la fundación —la Fundación Cristino de Vera en La Laguna, Tenerife—.
—¿Cuándo empezó a pintar?
—De pequeño, de siempre. Yo copiaba los cómics, hacía cómics y se los ponía a mi padre en la cama antes de que se despertara, cuando estaba dormidito. Yo escribía sin escribir. Era un trovador. Y todavía. Dame un tema y te hago un poema. Venga. Yo esto se lo decía a los amigos, como Juan Benet. Dime un tema.
—La luz.
—La luz es el brillo más espiritual que existe. La luz. Quién puede alumbrar el horizonte, las montañas. La luz es el regalo que nos hace Dios, el mayor regalo. Porque cada día es distinto. [Y se queda mirando al vacío] El que no crea, que se levante temprano, antes de amanecer, a mirar la luz. O el atardecer. Siempre es distinto. Cada día. Ese amanecer blanco, sin brillo. Mi maestro invisible era Zurbarán. Y el Greco. El Greco me impresionó mucho. Iba mucho con un amigo, Alberto Dutary, que era sudamericano. Se volvió —a Panamá— porque tenía una novia, se casó y luego ella le dejó. Se mató. No directamente, pero se dedicó a beber y a beber. Era muy inteligente. Íbamos mucho a Toledo.
—A ver al Greco.
—Al Greco y a la ciudad, que era muy bonita. El barrio judío era muy interesante. Pero les expulsaron y muchos se pusieron de apellido Toledo.
—¿Usted sueña?
—Sí, mucho. Casi todas las noches.
—¿Cómo son?
—No los quiero recordar porque me producen tristeza. Mi padre me cuidó mucho de… Como eran tantos hermanos algunos murieron en el manicomio.
—¿Cuántos?
—Pues mi tía Pura, mi tío Manolo… Cuatro o cinco.
—¿Qué tenían, depresiones?
—A mí me internaron en el Hospital Militar porque me llegó la hora de hacer el servicio, que era obligado y, coño, yo… El marido de una amiga de mi madre era, casualmente, militar. Y otra casualidad, durante la guerra de Marruecos, ese militar conoció allí a Franco. Franco era un buen estratega, las cosas como son, y yo no soy franquista ni leches, la cosa de la política… Ese hombre, el marido de la amiga de mi madre, me lo solucionó. Yo había pedido prórrogas y prórrogas.
—¿Tuvo más depresiones?
—Cuando me dijeron que me podía quedar ciego.
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A renglón seguido, Cristino de Vera habla del oftalmólogo Urcelay y de su mujer, que se conocieron mientras estudiaban música. Él lo dejó porque quien realmente tenía oído era ella. Cristino va a su consulta cada seis meses.
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—¿Pinta algo?
—He llegado a pintar ocho horas, siete. Había que aprender el oficio. Iba mucho al extranjero, a ver museos nuevos. Algo se me quedaba de los grandes maestros y lo incorporaba a mi estilillo.
—¿Qué pintores de fuera le han interesado más?
—El único que con tan pocos cuadros ha pasado a la historia de la pintura, Vermeer. Los pintores silenciosos. El Barroco no me decía nada. Tuve la suerte de conocer al hijo del director de la galería Alfil, que estaba en la calle Génova, y allí expuse por primera vez —en 1956, aunque dos años antes ya lo hizo en la Galería Estilo—. Sánchez Camargo escribió “la mística profunda de Cristino de Vera”. Yo me asusté. En el ABC, Camón Aznar dijo “un gran talento”. Pero antes aprendí el oficio para poder pintar las visiones que yo tenía. Iba a pintar al Casón del Buen Retiro, al carboncillo, y a las clases de Vázquez Díaz. Era muy agarrado y eso que vendía mucho. Mi padre le pagaría con cheques, no sé. Estaba casado con doña Eva, que era danesa. Los dos eran de carácter muy fuerte, era un matrimonio difícil. Ella me cogió simpatía. Y él.
—Cuando pintaba, ¿escuchaba música?
—Siempre. Bach, Haendel, Debussy… Yo me rodeé de amigos que estudiaban música y medicina. ¡Mozart! Pero ahora prefiero el silencio. Hago meditación transcendental. La inspiración tiene que ser fuerte. Y luego expirar, mejor por la nariz que por la boca, más despacio. Todavía lo hago.
—¿Qué es el tiempo?
—Nadie lo sabe. El azar. El destino. Son cosas que sólo lo puede saber Dios, y a Dios…
—Pero ¿cómo lo ve usted?
—El tiempo te va quitando cosas. Las piernas [y se las golpea con sus manos abiertas, enjutas, como raíces]. Fui al traumatólogo y me dijo que no había nada que hacer. A veces noto algo en las manos, pero no, no.
—¿Qué es lo que más le ha inquietado?
—Saber qué hacemos aquí, quién ha creado este mundo tremendo.
—¿Y ha llegado a alguna conclusión?
—No. Que el humano viene del gorila. Yo creí mucho a Jung, que iba más allá que Freud, aunque también lo leía.
—¿Le ha preocupado la muerte?
—Sí, mucho, mucho.
—¿Ahora más que antes?
—-El que se hace viejo es el cuerpo, pero el alma, el espíritu, es inmortal. Nos transfiguramos, pero no sabemos en qué. No tenemos capacidad para avanzar, ya avanzó bastante el profesor Jung. Habló del silencio cuando la religión católica iba decayendo, era para niños y gente muy simple, estampitas y boberías de esas. Tú te levantas al amanecer, vienes de la oscuridad con una mente ligera: es un regalo que roza la divinidad. He querido que mi pintura tuviera silencio, como la de Zurbarán. Enseguida comprendí la esencia, que es lo simple, lo más callado. Hay espacios que no se pueden explicar, por eso se me ha ido bajando el miedo a la muerte.
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Cuenta De la Puente que Cristino quiso ser marino de tanto ver pasar barcos hacia el infinito y por eso ingresó en la Escuela Oficial de Náutica, pero no terminó. Cita del libro: “De pequeño, en pleno campo, vi un cráneo humano, antes de haber visto a un muerto. Venía de jugar con una cometa de papel azul y gris. Fue mi primera sensación real, fuerte”. Y que le influyó la extraña personalidad de “un singular abuelo, Alberto Reyes, que vendió unas tierras en Granadilla para seguir soñando sin temer nunca que se le acabaran los dineros, pero se le acabaron. Creía que el arco iris era el puente por donde se podía ir a otra parte”.
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—¿Cómo fue su encuentro con Picasso?
—Ah, sí. Lo vi en un puente. Picasso recibía a todo el mundo. Se iba en autobuses para verlo, me lo dijeron en la Escuela o en la academia de Vázquez Díaz, si quería ir a verlo, pero dije que no. Años después, cuando estaba en París, un día iba a mi pensión, que estaba en el Barrio Latino. Tenía que cruzar el Sena y de repente vi un señor acodado en el puente, quieto, mirando el río. Ya era de noche. Me dije que era Picasso. Disimuladamente me acerqué, como a un poco más de esa pared. Dependiendo de las nubes que tapaban la luna, le veía más. Me seguí acercando. No le dije nada, pero él sí me dijo: “Tú también eres español, ¿no?”. Contesté “sí, señor”. “Y qué haces, ¿eres pintor, estudias pintura?”. “Sí”. “Pues te voy a dar un consejo, no lo olvides nunca: la vida es una mierda, la pintura es una mierda y las mujeres también”. Debía de haber tenido… Y luego dijo: “Cuando pinto no me preocupo por nada, si sale con barba san Antón y si no la Purísima Concepción”.
—¿Así lo dijo?
—Sí, así. Y luego dijo “adiós chaval, que tengas suerte”. Y me fui. Tendría un mal día.
—¿Era verano, invierno?
—Invierno. Y estábamos solos, los dos. Nunca lo volvía a ver más.
—De Picasso usted no ha hablado mucho, no le ha influido.
—No, porque no era un pintor de silencio como, por ejemplo, Morandi.
—Fra Angélico.
—También.
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Pero no sólo. “Hermano espiritual de Giorgio Morandi o de Luis Fernández, Cristino de Vera, que practica el arte de la repetición, del asedio, de la variación sobre unos pocos motivos, tuvo, a comienzos de los sesenta, la tentación de la abstracción. Pronto la abandonaría, pero siempre ha conservado devociones por colegas no-figurativos como pueden ser Tàpies, Rothko, Cliyfford Still o Gonzalo Chillida”, escribe Juan Manuel Bonet en el prólogo al catálogo de la exposición del Cervantes en Roma, de la que es comisario.
Más que leer, Cristino ha devorado. A Teilhard de Chardin, al Maestro Eckhart, a Joyce, a Zweig, a Rulfo, a Dostoievski, a Somerset Maugham. Y no se ha cansado nunca de Bach ni de Haendel, ni del gregoriano de Santo Domingo de Silos, donde también ha expuesto y donde hablaba y hablaba con el abad Clemente Serna, más de lo divino que de lo humano.
Cristino ha escrito muchos poemas. Un botón. “Vanitas. Todo es vanidad./ Limpio cráneo blanco/ cráneo puro/ cráneo del oscuro nombre/ cráneo al más profundo vacío/ cráneo de la fría luz/ cráneos del mirar vacío/ cráneo de cenizas muertas/ cráneo de infernal secreto”. Otro. “Las tazas. Dibujé un cáliz de luz y un círculo de sombra… era una taza blanca. Era caminar por el laberinto… Dibujé un cáliz de luz y un círculo de fuego, y el laberinto… y ya cuando el alma en desnudez se dejó llevar a la luz total… al reino de la paz… salí del laberinto”.
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—Le vino de maravilla viajar al extranjero, claro.
—Y a quién no. Los españoles somos muy agresivos. Mira la guerra, matándose entre hermanos. Hay mucha envidia. No te perdonan. Cuando viene un premio y ven que eres un candidato bueno, te inventan cosas que no eres, las dejan caer para que llegue al jurado. Con la gente en Italia me entendía mejor. Bueno, que hay gente española cojonuda, claro.
—¿Quiere comentar algo más, sobre el arte, sobre la vida?
—Que va ligado a la búsqueda. Y no solo mi arte. Creo que fue Platón el que dijo que filosofar es aprender a morir. La vida es un aprendizaje a un hecho que va a venir, aquí no se escapa nadie.
—Hable de poetas.
—-Me ha gustado mucho san Juan de la Cruz. Y todos los místicos. Y Valente. Iban buscando una belleza nueva, un mundo distinto.
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Se calla. Pasado un rato, me mira sin pestañear y susurra como fuera de todo tiempo y lugar: “El aire se serena / y viste de luz nunca usada,/ Salinas, cuando suena tu música dorada,/ el viento se detiene,/ el aire se congela”.
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—No me acuerdo de quién es, pero tiene hasta música, ¿no te parece?
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Es una versión personal, rebozada, de la primera estrofa de la ‘Oda a Francisco Salinas’ de Fray Luis de León, que en su versión original es así: “El aire se serena/ y viste de hermosura y luz no usada,/ Salinas, cuando suena/ la música estremada,/ por vuestra sabia mano gobernada”.
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—Tú me das un tema y yo te hago un poema
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