El camino del Mesías es angosto, parece querer decirnos Dune: Parte 2. Y el del cine de gran formato un poco también. La película de Denis Villeneuve podría convertirse en una nueva El Caballero Oscuro para su estudio, Warner Bros, asentando e incrementando la adoración en torno a la entrega previa y deificando de manera directa una nueva franquicia con ciertas dosis de originalidad o, más bien, de complejidad. Al margen de los resultados, en los que el canadiense efectivamente redondea su tesis sobre el poder y su ambigua reflexión sobre el relato heroico, lo cierto es que el filme sí devuelve, aunque sea temporalmente, cierto renovado entusiasmo por ver cine en la sala de cine, todo con una gran producción de puro espectáculo al margen de universos y sagas ya establecidos y capaz, de paso, de seducir a un público tanto adulto como juvenil.
Dune: Parte 2 se ve, respecto a la primera parte, como un ejercicio narrativo más denso, en el que Villeneuve deja atrás cierta vocación críptica en pos de un tono más aventurero. Aventura, no obstante, que no resulta particularmente ingenua, pero sí más dependiente de la acción y el puro y duro desarrollo de acontecimientos. Paul Atreides, despojado de su título, su hogar y su identidad, afronta su exilio en el desierto junto a los Fremen, supuestos bárbaros que insisten en adorarle como a un profético líder. Los personajes están creados, las situaciones planteadas y solo queda —como en toda gran saga— dispersarlos y enfrentarlos a su particular problemática, algo que permite a Villeneuve afrontar Dune: Parte 2 como una gimnasia narrativa más rica e intensa que la primera ocasión y que, desde luego, le obliga a desembarazarse de ciertos vicios y actitudes.
La segunda parte funciona por eso como un relato bélico más espectacular capaz de exprimir, a base de escaramuzas y secuencias de guerra, la extensa gama de personajes ya conocidos y añadir algunos más, con el director canadiense incluso consiguiendo en ocasiones desembarazarse de sí mismo para abandonarse a los valores plásticos que se desprenden de la acción. Nos referimos, por ejemplo, a esa larga sección en el planeta Harkkonen que sirve de tarjeta de presentación al psicótico Austin Butler, casi un paréntesis en el relato donde el cromatismo y los ralentís toman el relevo de los diálogos. Villeneuve narra entonces a base de información puramente visual y enriquece su retrato de las distintas tribus, psicologías y culturas en colisión por Arrakis manifestando un deseo mucho más claro de deshacerse, aunque sea por un tiempo, de su etiqueta de director visionario para desaparecer en la rica historia planteada por Frank Herbert.
Una lección que otros contemporáneos como James Cameron llevan bien aprendida desde el principio pero que el autor de Incendies o Enemy ha tenido que encontrar por sí mismo, forzado, y esto habla en su favor, no tanto por la apisonadora del estudio sino por las necesidades de la propia historia. Esto, paradójicamente, convierte Dune: Parte 2 en una película más compleja y a la vez fácil de habitar, y desde luego menos impostada, por mucho que la historia de amor entre Paul Atreides y Chani resulte menos intensa de lo que debería por, en parte, la escasa emoción que Timothée Chalamet y Zendaya imprimen a sus roles.
Lo que importa, tanto a Herbert como a Villeneuve en calidad de coguionista y director, es la subversiva representación del héroe y el rebelde —y hasta el mito del buen salvaje, visible en los Fremen— dentro de un sistema que se retroalimenta de ese mismo camino codificado por Joseph Campbell y traducido por Vogler a términos de narrativa accesible. Paul Atreides actúa aquí, efectivamente y por fin, como un héroe capaz de asombrarnos con sus acciones, pero uno que está a solo una película más de convertirse en aquello que combate, en la otra cara de una moneda en trámite de darse la vuelta. Si Atreides —quizá la inexpresividad de Chalamet, buscada o no, sí se trate de un acierto— descubre una trágica verdad sobre su estirpe en Dune: Parte 2 es porque Villeneuve ha afrontado su gran blockbuster como, precisamente, Nolan hizo con su segunda película de Batman: haciendo recuperar la ilusión perdida por el cine, por mucho que le falte un punto final de expresividad a la hora de transmitir la terrible sensación de pérdida que atenaza a sus personajes.
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