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Una Historia de España: Una interpretación subjetiva, y a mucha honra

Una historia de España, de Arturo Pérez-Reverte

Presentar hechos e información de una forma lo más objetiva posible para que luego cada lector saque sus propias conclusiones es un propósito habitual en muchos libros de Historia. Vaya por delante, pues, que este no es de ese tipo de libros. Este es un libro con las conclusiones ya sacadas, e incluso podría decirse que esa es precisamente la intención de su autor: presentar una serie de sus muy personales impresiones sobre la Historia de España, extraídas de cientos de lecturas, de décadas de trabajo periodístico como reportero y columnista, y de experiencias propias vividas tanto en España como en otros países (parafraseando a Kipling, ¿qué sabe de España quien solo conoce España?). Así pues, el mejor ánimo con el que acercarse a este libro sería el de enfrentarse a él como si su título fuera Una (interpretación de la) Historia de España. Al hablar de él, tanto el autor como la editorial inciden en calificativos como “personal, irónico, poco ortodoxo y subjetivo”, y además los noventa y un capítulos que integran el libro ya se publicaron en forma de columna dominical en el suplemento XL Semanal entre 2013 y 2017, de forma que nadie puede darse por poco avisado. Por si fuera poco, este libro de Historia confirma varias de las ideas y convicciones personales que Arturo Pérez-Reverte ha ido espolvoreando por sus novelas, desde el papel de la iglesia católica en la historia española (“en Trento nos equivocamos de Dios” es una de las frases clave) hasta el papel de los sufridos peones sobre el tablero de ajedrez, pasando por el muy cidiano “qué gran vasallo si tuviera gran señor” o el maldito cainismo que ha llevado a España a la guerra civil varias veces, mucho antes de la de 1936.

La finalidad del libro, pues, no es hacer un recorrido exhaustivo y lleno de datos por la Historia española, sino más bien la de recordar de entre su catálogo de grandes éxitos aquellos que pueden explicar de alguna manera cómo somos ahora, tanto en las cosas que han cambiado a través de los siglos como en lo que no. Está escrito en un lenguaje muy coloquial, con mucha sorna, mucho humor, e incluso directamente con una cantidad de chistes y anacronismos con los que un cómico que sepa hacer su oficio medianamente bien podría hacerse varios monólogos de carcajada continua. Eso sí, cada cierto tiempo la sonrisa se congela en los labios, de la misma forma en que ocurría en textos históricos anteriores suyos como La sombra del águila, Cabo Trafalgar o Jodía Pavía. El tono ni da cuartel ni hace prisioneros, e incide especialmente en aquellos hechos o periodos que han podido ser más excesivamente romantizados o manipulados, como la Reconquista, o la famosa convivencia de culturas medieval. Por contra, la conquista de América se acepta como el proceso brutal y sangriento que fue, pero también se admira como una hazaña impresionante, y la Transición como un milagro formidable. Tampoco faltan la amargura y el lamento por las oportunidades perdidas, entre ellas no unificar la Península Ibérica con capital en Lisboa cuando hubo ocasión de hacerlo con Felipe II, o el no engancharse a tiempo al progreso de la Ilustración, más que en casos aislados. Todo ello regado con los puntos brillantes que a menudo han producido las letras, las artes y hasta las ciencias españolas, fueran creados en castellano, catalán, árabe o cualquier otra lengua usada por su artífice.

"Este libro de Historia confirma varias de las ideas y convicciones personales que Arturo Pérez-Reverte ha ido espolvoreando por sus novelas"

En fin, como escribió el propio autor, “está lejos de mi intención el afán didáctico serio, y el rigor extremo no es la principal de mis preocupaciones (…). El asunto, como digo, es hacer un recorrido ameno por la historia española, de manera que a quien lo lea le quede un poso general, incluido mi punto de vista sobre lo que fuimos y somos; y quizá también la curiosidad, abordando ya otros textos serios, de profundizar en la fascinante historia de esta casa de putas a la que llamamos España”. Este último punto es muy importante, ya que una de las cosas que busca estimular este libro son las ganas de buscar más información, de contrastarla e incluso de intentar contradecir las opiniones que contiene, si se piensa de forma diferente. Debe ser un libro que lleve a muchos otros, y si ese interés hay que causarlo con un tono punzante y provocador, bienvenido sea.

Y a todo esto, pero ¿apoya o no a la Leyenda Negra? Pues leamos lo siguiente en el capítulo XVI: “España, ya entendida como nación —con sus zurcidos, sus errores y sus goteras que llegan hasta hoy, incluida la apropiación ideológica y fraudulenta de esa interesante etapa por el franquismo—, fue el primer Estado moderno que se creó en Europa, casi un siglo por delante de los otros. Una Europa a la que no tardarían los peligrosos españoles en tener bien agarrada por los huevos (permítanme la delicada perífrasis), y cuyos estados se formaron, en buena parte, para defenderse de ellos”. A ver cuántos furibundos blancolegendarios tienen un párrafo así en sus libros.

Y ya que estamos, simplemente decir que probablemente la mejor reseña que se podría hacer de este libro, tanto para quien se vea atraído por él como quien se acerque a él salivando en plan hater, que los habrá a manadas, es leerse alguno de los capítulos al azar (en Zenda mismo tenemos varios) o recopilar unas cuantas citas escogidas:

“Fueras cántabro, astur, bastetano, mastieno, ilergete o lo que se terciara, que te fueran bien las cosas era suficiente para que se juntaran unas cuantas tribus y te pasaran por la piedra, o por el bronce, o por el hierro, según la época prehistórica que tocara. Envidia y mala leche al cincuenta por ciento (…). Sobre unos 800 años antes de que el Espíritu Santo en forma de paloma visitara a la Virgen María, unos marinos y mercaderes con cara de pirata, llamados fenicios, llegaron por el Mediterráneo trayendo dos cosas que en España tendrían desigual prestigio y fortuna: el dinero —la que más— y el alfabeto —la que menos—.” (I)

“Y fue el caso, o sea, que mientras el imperio se iba a tomar por saco entre bárbaros por un lado y decadencia romana por otro, y el mundo civilizado se partía en pedazos, en la Hispania ocupada por los visigodos se discutía sobre el trascendental asunto de la Santísima Trinidad. Y es que de entonces (siglo V más o menos), datan ya nuestros primeros pifostios religiosos, que tanto iban a dar de sí en esta tierra antaño fértil en conejos y siempre fértil en fanáticos y en gilipollas.” (V)

“En Roma, el papa de turno emitió decretos censurando a los hispanos o españoles cristianos que entregaban a sus hijas en matrimonio a musulmanes. Pero claro: ponerte estrecho es fácil cuando eres papa, estás en Roma y nombras a tus hijos cardenales y cosas así; pero cuando vives en Córdoba o Toledo y tienes dirigiendo el tráfico y cobrando impuestos a un pavo con turbante y alfanje, las cosas se ven de otra manera. Sobre todo porque ese cuento chino de una Al Andalus tolerante y feliz, llena de poetas y gente culta, donde se bebía vino, había tolerancia religiosa y las señoras eran más libres que en otras partes, no se lo traga ni el idiota que lo inventó. Porque había de todo. Gente normal, claro. Y también intolerantes hijos de la gran puta. Las mujeres iban con velo y estaban casi tan fastidiadas como ahora; y los fanáticos eran, como siguen siendo, igual de fanáticos, lleven crucifijo o media luna.” (VII)

“Prueba de que aún no había conciencia moderna de España ni sentimiento patriótico general es que, ya metidos en el siglo XII, Alfonso VII repartió el reino de Castilla —unido entonces a León— entre sus dos hijos, Castilla a uno y León a otro, y que Alfonso I dejó Aragón nada menos que a las órdenes militares. Ese partir reinos en trozos, tan diferente al impulso patriótico cristiano que a los de mi quinta nos vendieron en el cole —y que tan actual sigue siendo en la triste España del siglo XXI—, no era ni es nuevo. Se dio con frecuencia, prueba de que los reyes hispanos y sus niños —añadamos una nobleza tan oportunista y desnaturalizada como nuestra actual clase política— iban a lo suyo, y lo de la patria unificada tendría que esperar un rato; hasta el punto de que todavía la seguimos esperando, o más bien ya ni se la espera.” (X)

“Las palabras “guerra” y “civil”, puestas juntas en los libros de Historia, te saltan a la cara en cada página. Todo cristo tuvo la suya: Castilla, Aragón, Navarra. Pagaron los de siempre: la carne de lanza y horca, los siervos desgraciados utilizados por unos y otros para las batallas o para pagar impuestos, mientras individuos de la puerca catadura moral, por ejemplo, del condestable Álvaro de Luna, conspiraban, manipulaban a reyes y príncipes y se hacían más ricos que el tío Gilito. El tal condestable, que era el retrato vivo del perfecto hijo de puta español con mando en plaza, acabó degollado en el cadalso —a veces uno casi lamenta que se hayan perdido ciertas higiénicas costumbres de antaño—; pero sólo era uno más, entre tantos (y ahí siguen).” (XV)

“Fue a principios del siglo XVI, con España ya unificada territorialmente y con apariencia de Estado más o menos moderno, con América descubierta y una fuerte influencia comercial y militar en Italia, el Mediterráneo y los asuntos de Europa, paradójicamente a punto de ser la potencia mundial más chuleta de Occidente, cuando, pasito a pasito, empezamos a jiñarla. Y en vez de dedicarnos a lo nuestro, a romper el espinazo de nobles —que no pagaban impuestos— y burgueses atrincherados en fueros y privilegios territoriales, y a ligarnos reinas y reyes portugueses para poner la capital en Lisboa, ser potencia marítima y mirar hacia el Atlántico y América, que eran el futuro, nos enfangamos hasta el pescuezo en futuras guerras de familia y religión europeas, donde no se nos había perdido nada y donde íbamos a perderlo todo.” (XIX)

“Pero aun así, sin pretenderlo, preñando a las indias y casándose con ellas —en lugar de exterminarlas, como en el norte harían los anglosajones—, bautizando a sus hijos y haciéndolos suyos, emparentando con guerreros valientes y fieles que, como los tlaxcaltecas, no los abandonaron en las noches tristes de matanza y derrota, toda esa panda de admirables hijos de puta crea un mundo nuevo por el que se extiende una lengua poderosa y magnífica llamada castellana, allí española, que hoy hablan 500 millones de personas y de la que el mejicano Carlos Fuentes dijo: «Se llevaron el oro, pero nos trajeron el oro».” (XX)

“Olivares, que aunque cabezota y soberbio era un tío listo y aplicado, currante como se vieron pocos, quiso levantar el negocio, reformar España y convertirla en un Estado moderno a la manera de entonces: lo que se llevaba e iba a llevar durante un par de siglos, y lo que hizo fuertes a las potencias que a continuación rigieron el mundo. O sea, una administración centralizada, poderosa y eficaz, y una implicación —de buen grado o del ronzal— de todos los súbditos en las tareas comunes, que eran unas cuantas. La pega es que, ya desde los fenicios y pasando por los reyes medievales y los moros de la morería (como hemos visto en los veintinueve anteriores capítulos de este eterno día de la marmota), España funcionaba de otra manera. Aquí el café tenía que ser para todos, lógicamente, pero también, al mismo tiempo, solo, cortado, con leche, largo, descafeinado, americano, asiático, con un chorrito de Magno y para mí una menta poleo. Café a la taifa, resumiendo. Hasta el duque de Medina Sidonia, en Andalucía, jugó a conspirar en plan independencia. Y así, claro. Ni Olivares ni Dios bendito. La cosa se puso de manifiesto a cada tecla que tocaba. Por otra parte, conseguir que una sociedad de hidalgos o que pretendía serlo, donde —en palabras de Quevedo o uno de ésos— hasta los zapateros y los sastres presumían de cristianos viejos y paseaban con espada, se pusiera a trabajar en la agricultura, en la ganadería, en el comercio, en las mismas actividades que estaban ya enriqueciendo a los estados más modernos de Europa, era pedir peras al olmo, honradez a un escribano o caridad a un inquisidor.” (XXX)

“Por suerte, entre la propia clase eclesiástica había gente docta y leída, con ideas avanzadas, novatores que compensaban el asunto. Y esto cambiaba poco a poco. El problema era que la ciencia, el nuevo Dios del siglo, le desmontaba a la religión no pocos palos del sombrajo, y teólogos e inquisidores, reacios a perder su influencia, seguían defendiéndose como gatos panza arriba. Así, mientras en otros países como Inglaterra y Francia los hombres de ciencia gozaban de atención y respeto, aquí no se atrevían a levantar la voz ni meterse en honduras, pues la Inquisición podía caerles encima si pretendían basarse en la experiencia científica antes que en los dogmas de fe. Esto acabó imponiendo a los doctos un silencio prudente, en plan mejor no complicarse la vida, colega, dándose incluso la aberración de que, por ejemplo, Jorge Juan y Ulloa, los dos marinos científicos más brillantes de su tiempo, a la vuelta de medir el grado del meridiano en América tuvieron que autocensurarse en algunas conclusiones para no contradecir a los teólogos. Y así llegó a darse la circunstancia siniestra de que en algunos libros de ciencia figurase la pintoresca advertencia: «Pese a que esto parece demostrado, no debe creerse por oponerse a la doctrina católica».” (XXXVI)

“Pónganse ustedes en los zapatos de un español con inteligencia y cultura. Imaginen a alguien que leyera libros, que mirase el mundo con espíritu crítico, convencido de que las luces, la ilustración y el progreso que recorrían Europa iban a sacar a España del pozo siniestro donde reyes incapaces, curas fanáticos y gentuza ladrona y oportunista nos habían tenido durante siglos. Y consideren que ese español de buena voluntad, mirando más allá de los Pirineos, llegase a la conclusión de que la Francia napoleónica, hija de la Revolución pero ya templada por el sentido común de sus ciudadanos y el genio de Bonaparte, era el foco de luz adecuado (…). Imaginen a ese español, con todas sus ilusiones, viendo que los ejércitos franceses, nuestros aliados, entran en España con la chulería de quienes son los amos de Europa (…), y empieza el cabreo, primero por lo bajini y luego en voz alta, cuando los militares gabachos empiezan a pavonearse y arrastrar el sable por los teatros, los toros y los cafés, y a tocarles el culo a las bailaoras de flamenco. Y entonces, por tan poco tacto, pasa lo que en este país de bronca y navaja tiene que pasar sin remedio, y es que la chusma más analfabeta, bestia y cimarrona, la que nada tiene que perder, la de siete muelles, clac, clac, clac, y navajazo en la ingle, monta una pajarraca de veinte pares de cojones en Madrid, el 2 de mayo de 1808 (…). Y ahí es cuando llega el drama para los lúcidos y cultos; para quienes saben que España se levanta contra el enemigo equivocado, porque esos invasores a los que degollamos son el futuro, mientras que las fuerzas que defienden el trono y el altar son, en su mayor parte, la incultura más bestia y el más rancio pasado. Así que calculen la tragedia de los inteligentes: saber que quien trae la modernidad se ha convertido en tu enemigo, y que tus compatriotas combaten por una causa equivocada. Ahí viene el dilema, y el desgarro: elegir entre ser patriota o ser afrancesado. Apoyar a quienes te han invadido, arriesgándote a que te degüellen tus paisanos, o salir a pelear junto a éstos, porque más vale no ir contra corriente o porque, por muy ilustrado que seas, cuando un invasor te mata al vecino y te viola a la cuñada no puedes quedarte en casa leyendo libros.” (XLI)

“Las guerras carlistas fueron tres, a lo largo del siglo XIX, y dejaron a España a punto de caramelo para una especie de cuarta guerra carlista, llevada luego más al extremo y a lo bestia, que sería la de 1936 (y también para el sucio intento de una quinta, el terrorismo de ETA del siglo XX, en el que para cierta estúpida clase de vascos y vascas, clero incluido, Santi Potros, Pakito, Josu Ternera y demás chusma asesina serían generales carlistas reencarnados).” (XLVIII)

“La Primera República española, y en eso están de acuerdo tanto los historiadores de derechas como los de izquierdas, fue una casa de putas con balcones a la calle. Duró once meses, durante los que se sucedieron cuatro presidentes de gobierno distintos, con los conservadores conspirando y los republicanos tirándose los trastos a la cabeza. En el extranjero nos tomaban tan a cachondeo que sólo reconocieron a la flamante república los Estados Unidos —que todavía casi no eran nadie— y Suiza, mientras aquí se complicaban la nueva guerra carlista y la de Cuba, y se redactaba una Constitución —que nunca entró en vigor— en la que se proclamaba una España federal de «diecisiete estados y cinco territorios»; pero que en realidad eran más, porque una treintena de provincias y ciudades se proclamaron independientes unas de otras, llegaron a enfrentarse entre sí y hasta a hacer su propia política internacional, como Granada, que abrió hostilidades contra Jaén, o Cartagena, que declaró la guerra a Madrid y a Prusia, con dos cojones.” (LV)

"La mejor reseña que se podría hacer de este libro, tanto para quien se vea atraído por él como quien se acerque a él salivando en plan hater, que los habrá a manadas, es leerse alguno de los capítulos al azar"

“Y ahora, ya de nuevo y por fin en esa gozosa guerra civil en la que tan a gusto nos sentimos los españoles, con nuestra larga historia de bandos, facciones, odios, envidias, rencores, etiquetas y nuestro constante «estás conmigo o contra mí», nuestro «al adversario no lo quiero vencido ni convencido, sino exterminado», nuestro «lo que yo te diga» y nuestro «se va a enterar ese hijo de puta», cuando disponemos de los medios y la impunidad adecuada, y sumando además la feroz incultura del año 36 y la mala simiente sembrada en unos y otros por una clase política ambiciosa, irresponsable y sin escrúpulos, vayan haciéndose ustedes idea de lo que fue la represión del adversario en ambos bandos, rebelde y republicano, nacional y rojo, cuando el pifostio se les fue a todos de las manos.” (LXXIV)

“Unos afirman que Francisco Franco fue providencial para España, y otros afirman que fue lo peor que pudo pasar. En mi opinión, Franco fue una desgracia; pero también creo que en la España emputecida, violenta e infame de 1936-39 no había ninguna posibilidad de que surgiera una democracia real; y que si hubiera ganado el otro bando —o los más fuertes y disciplinados del otro bando—, probablemente el resultado habría sido también una dictadura, pero comunista o de izquierdas y con idéntica intención de exterminar al adversario y eliminar la democracia liberal, que de hecho estaba contra las cuerdas a tales alturas del desparrame. Para eso, aparte los testimonios de primera mano —mi padre y mi tío Lorenzo lucharon por la República, este último en varias de las batallas más duras, siendo herido de bala en combate— me acojo menos a un historiador profranquista como Stanley Payne (“En la España de 1936 no había ninguna posibilidad de que surgiera una democracia utópica”), que a un testigo directo honrado, inteligente y de izquierdas como Chaves Nogales (“El futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras”). Y es que, a la hora de enjuiciar esa parte de nuestro siglo XX, conviene arrimarse a todas las fuentes posibles, libros y testimonios directos; no para ser equidistantes, pues cada uno está donde cree que debe estar, sino para ser ecuánimes a la hora de documentarse y debatir, en lugar de reducirlo todo a etiquetas baratas manejadas por golfos, populistas, simples y analfabetos.” (LXXXVII)

“Y así llegamos, señoras y caballeros, a la mayor hazaña ciudadana y patriótica llevada a cabo por los españoles en su larga, violenta y triste historia. Un acontecimiento que —alguna vez tenía que ser— suscitó la admiración de las democracias y nos puso en un lugar de dignidad y prestigio internacional nunca visto antes (dignidad y prestigio que hoy llevamos un par de décadas demoliendo con imbécil irresponsabilidad). La cosa milagrosa, que se llamó Transición, fue un auténtico encaje de bolillos, y por primera vez en la historia de Europa se hizo el cambio pacífico de una dictadura a una democracia. (…) Por primera y —lamentablemente— última vez, la memoria histórica se utilizó no para enfrentar, sino para unir sin olvidar. Precisamente esa ausencia de olvido, la útil certeza de que todos habían tenido Paracuellos o Badajoz en el currículum, aunque la ilegalidad de los vencedores hubiese matado más y durante mucho más tiempo que la legalidad de los vencidos, impuso la urgencia de no volver a repetir errores, arrogancias y vilezas. Y así, España, sus políticos y sus ciudadanos se embarcaron en un ejercicio de ingeniería democrática. De ruptura mediante reforma. Eso fue posible, naturalmente, por el sentido de Estado de las diferentes fuerzas, que supieron crear un espacio común de debate y negociación que a todos beneficiaba.” (XC)

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Autor: Arturo Pérez-Reverte. Título: Una historia de España. Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon, Casa del Libro y Fnac

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