Crómlech

Le he dicho a mi madre que paso, que estoy harto, que a mí ya no me lían más para ir a hincar piedras. Nos pasamos el día trenzando sogas, atándolas a las piedras, colocando troncos en el suelo, arrastrando las piedras sobre los troncos, doce tíos levantando pedruscos tremendos y clavándolos en la tierra. Qué burros somos. Y lo peor es la tunda que nos mete Egroj Azieto, el viejo de la barba blanca. Qué pelma es, rediós, pero qué pelma. ¿De verdad que a nadie le da la risa, cuando se pone en el centro del círculo de piedras y nos suelta el discurso? Lo del vacío y el secreto, que se lo hemos oído ya mil veces: nuestra obra no son las piedras, nuestra obra es el vacío que hemos creado dentro del círculo, blablablá. Todos creíamos que hacíamos círculos de piedras para marcar el sitio donde enterramos las vasijas con las cenizas de los muertos, pero Azieto dice que no, que es al revés, que desocupamos un espacio y que por eso enterramos las cenizas ahí, porque el pequeño vacío del círculo nos conecta con el gran vacío del cielo, y que así nos comunicamos con el secreto. ¡Que nos comunicamos con el secreto! Cada vez que lo oigo me pongo de mala leche. Estoy harto de este pueblo, con esos viejos que te dicen lo que tienes que hacer a todas horas, con sus piedras y sus ceremonias en las que ya no cree nadie. ¡La gente solo va por no quedar mal! Cuando palmen los viejos, no va a ir nadie. Se van a quedar los círculos de piedras en el monte y la gente del futuro flipará: los verán y pensarán que estábamos chalados. Yo quiero pirarme, pasar al otro lado de aquella montaña nevada y ver si allí vive más gente, si tienen ovejas, si hablan como nosotros, si también hincan piedras. Desde allá igual se ve otra montaña, y luego otra, y yo quiero seguir caminando hasta que se me acabe la tierra bajo los pies.

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Columna publicada en El Diario Vasco.
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