No todos tienen una playa como frontera. Ese mundo es de quienes crecen en los rebalajes de la ciudad, en los muelles humildes de casas de madera, de piedra después con esquinas estrechas, y una escuela con una pizarra en la que aprender a despejar las equis de las ecuaciones del corazón, y a pensar cuando se lee. Los que emergen a la vida en un barrio junto a la playa, igual que los niños de blanco y negro de la Barceloneta, saben que los sueños son la espuma que se escapa entre los dedos. Y a su memoria de mar revuelto regresa Iturbe, personaje de su infancia Roosevelt, y entre botellas de plástico con todos los naufragios dentro encontrará el fantasma de un niño al que le pisa la sombra.
Hay bonitos, melancólicos y medio rotos cromos de la infancia, cuyo tatuaje no borran la madurez ni las gomas Milán. Es también una novela Renoir con callejero de aventuras, y donde llueve, siempre llueve, porque va de nostalgia y el aliento del mar siempre está cerca. Tiene también atmósferas y música propias del territorio de iniciaciones, de cambios de piel, cines de reestreno, gimnasios de kung-fu y kioscos donde comprar las novelas del oeste de Silver Kane, bajo cuyo disfraz de pistolero esperaba González Ledesma cruzar de frontera y crear la novela negra con Mendoza y Montalbán. Del primero escoge Iturbe, el que escribe con voz de metamorfosis histórica, los prodigios de la ciudad con el auge del nudismo de los años treinta, la expansión de las bibliotecas públicas, la Escuela del Mar donde educar librepensadores, convertida en el 36 en una hoguera con la cultura desorientada huyendo de las llamas, entre las que una A se queda bocabajo.
Tiene mucha literatura La playa infinita, la de los libros de segunda mano que representa González y sus incómodas verdades supervivientes de lealtades y cicatrices, y la que lleva en su bagaje Antonio Iturbe, que también de Montalbán tiene el acierto gastronómico de contar que la ciudad fue la expropiación de un brazo de mar a los berberechos y a las almejas. Y del gran Marsé —con cada uno teje su nasa de la memoria y de la periferia— sus noches saturadas de pólvora, las mujeres con escamas de pescado en los labios, o los caserones entornados en un espejo en el que se ofrece el deseo insomne de un pubis de terciopelo blanco. A su izquierda de narrador que timonea entre sedimentos en derribo, cuentas con uno mismo que no se ajustaron y las historias sin final de las que le cuenta González —espléndido chamán de esa memoria entre la niebla y el sótano donde tanto se esconde— le acompaña Iturbe una izquierda de poeta crepuscular cuando dibuja a Pere Vergés, a quien el viento le posaba la corbata sobre el hombro igual que un pájaro amaestrado.
Lee uno esta imagen, y como ella muchas, y los personajes y escenas de la novela se convierten en naipes de un tarot humano de barrio —como el que hizo otra catalana con gentes de Málaga—, en cromos de la infancia a los que darle la vuelta con la palma de la mano, y que se disuelvan como biorganisnos marinos y rocosos de redondos silencios viejos, y la coquetería de los átomos de oxígeno. Porque no falta la física de la que el protagonista es un experto en el acelerador de partículas del Instituto de Ciencias de China, acompañado de Voinchet disfrazada de hombre en un gremio machista. Lo mismo que los tarantos del Somorrostro, la república flamenca a cuya puerta de par en par a la luna el Chino templaba el oleaje de la guitarra, y la Capitana bailaba con fuego en las piernas, con viento en las manos, y una hoguera dentro, antes de llamarse Carmen Amaya enamorando Las Américas.
El camino de Antequera y de los ingleses de Antonio Soler, y los del Guinardó marseniano desembocan en esta Barceloneta del Gato Negro con mucho del Nápoles del que Cervantes se soñó en Barcelona, y a pie de esa misma arena en la cintura de un reloj, detrás del que se esconde un relojero maestro en las doce en punto de las bombas. Hay plazas de El Borne, callejones para la fuga del barrio chino, el fulgor de las Olimpiadas en la punta de una flecha por el cielo, el almacén del capitán Nemo y la tripulación de El Colillas, de El Pujol, de Parra, héroes con un idioma inventado para sobrevivir en Gotham city. Está llena de referencias generacionales y estampas de autor esta convincente novela de respiraciones cavernosas, de sueños y ternuras desencuadernadas con pasos de felpa o de patas de elegante en los pantalones, con texturas de lenguaje, conocimiento existencial y cosmología de imaginación sobre el latido del barrio y su hermandad que siempre se traiciona, y la ciudad que anilló su futuro. Tan sólo hay un gatillazo en la historia de la que se escapa la ese de una patinadora, mientras el lector, convertido en un nueva clase de turista sentimental de historias en las que reconocerse, asiste a la gentrificación del barrio, a su metamorfosis en inmobiliarias con rótulos en ruso, tiendas elegantes de comida para llevar y alquileres de patinetes eléctricos para recorrer lo que fue el western. La playa infinita de la que Iturbe nos cuenta sus ecos dentro de una caracola de literatura, y de la que también nosotros somos sus granos de arena.
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Autor: Antonio Iturbe. Título: La playa infinita. Editorial: Seix Barral. Venta: Todostuslibros y Amazon
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