Esta novela, la primera de Kelleigh Greenberg-Jephcott, ha requerido un esfuerzo de más de una década de investigación y casi un lustro de escritura. Ni una cosa ni otra supondrían un valor en sí a la hora de enjuiciar una obra artística, pero dice mucho del ímpetu y la perseverancia de su autora, nacida en Houston y formada en esas escuelas de escritura que proliferan al amparo de las universidades norteamericanas, y que tan bien hacen al sindicato de escritores, bartlebys o no, y por extensión a la sanidad del sistema literario en general, como relató con eficacia Michael Chabon en Wonder Boys (1995) y trasladó a la pantalla el siempre interesante Curtis Hanson con título homónimo y buenas artes, aunque por aquí se la conociera como Jóvenes prodigiosos (2000).
Lo que contó en su novela póstuma Plegarias atendidas (1985), a la que dedicó los últimos años de vida, sirve de lienzo para que Greenberg-Jephcott pinte la vida y miserias de la tribu de pudientes adinerados y poderosos en la que se movió el autor de A sangre fría (1966) como pez en el agua, o cisne en estanque, con la venia.
Ese sería el tema, y los vaivenes biográficos ficcionados de Capote se convierten en una suerte de variaciones, de 1932 a 1983, que concluyen, cómo no, en un Réquiem a un año del fallecimiento del escritor. Por tanto, más que un cuadro, aquí se nos propone una composición musical que ocupa todo el espectro vital de ese pequeño diablillo que luchó por hacerse un hueco entre la realeza social de la época para, sin motivo aparente, dinamitarlo sin compasión y reducirlo a escombros sobre los que danzar, sin imaginar que esos mismos escombros iban a ser las ruinas de la cripta en la que yacería el escritor sureño tras ese desmedido suicidio social. Bucear en las posibles causas de ese proceso destructivo ocupa a la autora las más de seiscientas páginas de su novela.
Todo bajo la atenta mirada de Joan Didion, que con las palabras que sirven de introito a la obra, señala el tono cartografiado que adoptará para contar su historia: “Vivimos completamente, sobre todo los escritores, bajo la imposición de la línea narrativa que une las imágenes dispares, de esas ideas con las que hemos aprendido a paralizar esa fantasmagoría movediza que es nuestra experiencia real”. Lo que sigue es un sutil artefacto biográfico en el que caben muchos de los episodios que harán que Truman Streckfus Persons acabe convertido en Truman Capote, esa “gran dama sureña (…) martirizada por la tosquedad de la forma que la alberga”, un niño mimado y consentido, un traidor avaricioso, un seductor empedernido, un genio indiscutible que con diez años ya había leído En busca del tiempo perdido e imaginó que podía hacer lo propio desde la perspectiva gótico-sureña que lo rodeaba en su Alabama de adopción, la misma ciudad que vio crecer a su vecina Harper Lee.
Plegarias atendidas, el ataúd que fabricó para vergüenza de la horda de mujeres de la aristocracia civil estadounidense, se convierte en el eje de confluencias y en el detonante para ir arriba y abajo en el relato vital de Capote y del coro femenino que se erige narrador en primera persona del plural. Un nosotras que vale por todas las traicionadas que acabaron diseminadas por las páginas de aquel libro póstumo. El “canto del cisne” va así en dos direcciones: supone el último vuelo de Truman y al tiempo se muestra como el sonido que produce el ataque de ese coro que primero le contó todas sus intimidades y luego lo despojó de la honra tanto le había costado conseguir. Porque es sabido que los cisnes luchan ferozmente cuando se les ataca. Y lo de Capote fue el Pearl Harbor de la literatura de posguerra. Lleva por título obvio El canto del cisne, pero podía haber sido Las Variaciones Capote. Veremos qué nos depara la nueva aventura de Kelleig Greenberg-Jephcott. De momento, la bienvenida es prometedora.
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Autora: Kelleig Greenberg-Jephcott. Título: El canto del cisne. Traducción: Antonia Martín. Editorial: Lumen. Venta: Todostuslibros y Amazon
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