Hace siete años, en la terraza de una cafetería de la Ciudad de México, le pregunté a Alma Guillermoprieto de dónde provenía su estilo literario, dueño de una musculatura verbal y movimientos cadenciosos, que atrapa a los lectores y hace que miles de aprendices intentemos descifrar. La ex bailarina le dio un sorbo a un capuchino descafeinado, se encogió de hombros y, con media sonrisa y algo de timidez, soltó:
—De mi mamá.
Su madre fue una asidua colaboradora de la revista femenina Kena, que lo mismo escribía sobre las mujeres albañiles, el menú que comen los maridos cuando están en una cantina, la decoración de un apartamento, el ligamento de las trompas de Falopio o la proliferación de gadgets. “Tardé muchos años en reconocerlo, pero es así”, continuó aquel día soleado. “Era muy chistosa, muy ocurrente… El registro trágico no lo manejaba. Tenía mucha fluidez. Escribió en Kena hasta que se murió, a principios de los ochenta. Yo creo que, inconscientemente, tengo mucho de ella en mi escritura. Y mucho del New Yorker, también gracias a mi mamá. Porque uno de nuestros grandes placeres era la suscripción a The New Yorker. Cuando llegaba, nos sentábamos juntas a ver las caricaturas y a leer la entrada de la revista. Pero en ese momento yo no pensaba en ser escritora. Para mí la danza era lo único que importaba. Realmente jamás me pasó por la cabeza ser periodista o escritora. Sin embargo, yo creo que esas lecturas que me daban tanto placer se me quedaron grabadas.”
Pude saborear ese estilo “chistoso y ocurrente” de su madre, Lita Paniagua, en las páginas de Kena cuando, poco después de aquella conversación, me eché un clavado en la hemeroteca. Aunque los temas y personajes de los que ella se ocupaba poco tenían que ver con los de su hija, la forma de mirar y el ritmo de los textos de una y otra coincidían. Por eso ahora pienso que quizá ella disfrutaría como nadie el nuevo libro de Alma. Se llama Los placeres y los días (Almadía) y, a diferencia de los anteriores, en los que relata el difícil día a día de América Latina, en éste abunda la parranda, los personajes y las situaciones pintorescas que han hecho más llevadero el contexto de violencia y corrupción, típico del continente. Se trata, eso sí, de un libro breve. “Porque lo alegre”, explica ella misma, “debe ser siempre ligero y un pesado tomo sería un contrasentido.”
El recorrido narrativo es por la comida, la música, el espectáculo y el baile. Empieza en Bolivia, con las cholitas luchadoras, sigue en el exilio cubano de Celia Cruz, luego en Argentina a ritmo de tango, pasa por la Cuba del Buena Vista Social Club y acaba, cómo no, en los placeres gastronómicos de México, de la mano de una de sus principales investigadoras y divulgadoras, Diana Kennedy. Son crónicas y perfiles de “largo aliento” sobre “los placeres viejos.”
Alma Guillermoprieto suele afirmar que es cronista “por accidente.” Estudiaba danza en Nueva York, donde fue discípula de Martha Graham, Twyla Tharp y Merce Cunningham, cuando se le presentó la oportunidad de irse a Cuba para enseñar lo aprendido. Una noche, antes de ver Memorias del subdesarrollo en la Cinemateca de La Habana, vio el noticiario del Instituto de Arte e Industria Cinematográfica. Ella dice que esa fue la primera vez que vio un programa de noticias y que hasta entonces tampoco había leído un periódico completo (“el mundo de los bailarines es tan absorbente”) y que era la primera vez, también, que ante sus ojos se proyectaban las imágenes de la guerra de Vietnam: los muertos, los incendios con napalm, la gente huyendo, el estruendo de las bombas al caer… Salió impresionada del cine. “Y yo sin hacer nada”, se reclamaba. “Hasta ese momento comprendí que existía un mundo que no era el mundo del arte y que el arte no podía auxiliar y, en el cual, el arte era irrelevante. Fue un descubrimiento culposo, como tantas veces en mi vida. Y fue un descubrimiento válido, también. Porque sin eso que me sucedió en La Habana tal vez no me hubiera convertido a este oficio”, me contó durante nuestra conversación.
Casi ocho años después de aquella experiencia en Cuba, cambió las zapatillas por la pluma. En agosto de 1978 se fue a Nicaragua durante los días de la insurrección sandinista contra Anastasio Somoza y empezó a reportear a lado de la fotógrafa Susan Meiselas. Susan captaba imágenes con su cámara y Alma con sus cinco sentidos para luego forjarlas en palabras. Poco después contó los detalles de las masacres de la guerrilla salvadoreña y, con el paso del tiempo, sus viajes por Latinoamérica se volvieron constantes para elaborar los reportajes destinados a las prestigiosas The New Yorker, The New York Review of Books y National Geographic y que luego reuniría en libros como Al pie de un volcán te escribo (Plaza y Janés) o Las guerras de Colombia (Aguilar), referencias del mejor periodismo narrativo.
No es que en esos libros sólo exponga tragedias absolutas. En uno de los más recientes, Desde el país de nunca jamás (Debate), una antología con las crónicas más representativas de su experiencia como “traductora de la región” para el público estadounidense, cuenta la visita a Washington de Menudo, el grupo juvenil puertorriqueño que encandilaba a las adolescentes en los años ochenta (“Son tan adorables y tiernos como los osos de peluche que sus admiradoras les arrojan, tan latinoamericanos como el pastel de manzana, y más rentables que una cadena de comida rápida”) y habla con un Ricky Martin de entonces “12 años de edad y 1.50 de estatura.” También hurga en los Evangelios del Nuevo Testamento para descubrir la importancia de la comida en la vida de Jesús (“Me chocan los malos anfitriones; porque no leen con cuidado la Biblia”) y dice, a manera de declaración de principios: “Nunca, en estos años de esfuerzo, se me ha ocurrido nada mejor que hacer que lo que hago, ni escribir otra cosa que lo que me ha dictado incansablemente la curiosidad por la gente de un continente-país que es el mío. Me gusta por echao p’adelante, fibrudo, y tesonero, y también por impredecible y surrealista.”
Con ese espíritu está estructurado Los placeres y los días, en el que su contenido deja ver que la violencia y las injusticias no son lo único inherente a la condición latinoamericana. Es un corte de caja feliz para la también autora de La Habana en un espejo (Literatura Mondadori), su libro más íntimo y el único que ha escrito en español. Porque, como dice ella misma, “la alegría hace que el tiempo pase más rápido, y así se han pasado los años, volando y bailando. ¡Y lo bailado nunca nadie nos lo podrá quitar.”
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Título: Los placeres y los días. Autora: Alma Guillermoprieto. Editorial: Almadía. Páginas: 140.
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