Clarita está a los mandos en la cocina, preparando la masa de los cruasanes para la merienda, porque su tía Isabel ha invitado a Lorenzo Aguilar. Empuja el rodillo mientras escucha una y otra vez las canciones de su grupo preferido, y las tararea como puede porque cantan en inglés y ella no sabe. Sonríe pensando que Filo le va a presentar a la Tere, y puede que consiga trabajo como cocinera en la ciudad. Ensimismada en sus pensamientos y sus canciones se ha quedado sin harina, así que se lava las manos y baja a la despensa.
Lorenzo Aguilar, en su gigantesco salón, ojea el periódico, pensativo. Su casa no es la más antigua de Valdepenín, pero sí la más grande y sobre todo la más cara. Desde que su constructora ganó aquel concurso para la ampliación del estadio de fútbol ese, el dinero entra como un torrente. Quiso que en el pueblo supieran que el pequeño de los Aguilar había triunfado, y por eso se construyó esa casa. Hizo favores a diestro y siniestro, y aunque está ya medio retirado, todavía conserva algo de influencia y muchísimo dinero, que compartirá con quien quiera. A su exmujer y a su hijo, ni un puto duro les va a dejar. Pablo, el muy gilipollas, estudió Arquitectura y después de tantísimos años en Londres trabajando en la empresa del inglés Forser ése, o como coño se llame, ha vuelto a España con ínfulas de abrir su propio estudio. Sin trabajar para su padre, como si se avergonzara de él. Solo le llama para preguntar por su salud, le visita muy de vez en cuando, y nada de aceptar regalos o dinero. Con lo bien que le hubiera venido a él tener un arquitecto así en plantilla, joder.
Esta tarde merienda con la viuda, a la que lleva pretendiendo desde siempre. Está tranquilo. Caerá, porque él quiere ser el señor de Valdepenín, esa Isabel es la persona con más apellidos que conoce, y a su vieja casona empieza a bailarle el tejado. Y todavía es guapa. Fría de cojones, pero guapa. Repasa los trajes colgados pulcramente en el enorme vestidor, elige una chaqueta que le disimula la tripa y se toma dos pastillas de las azules con un buen vaso de wiski. Para ir entonándose, por si la Isabelita se le pusiera melindrosa y hubiera que persuadir. O meter en cintura.
Doña Isabel se mira en el espejo, y se retoca el maquillaje. Tiene que pedirle un favor a Lorenzo Aguilar, y cree saber lo que va a pedir él a cambio: algún paseo en público para presumir, y Dios no lo quiera, quizá un noviazgo clásico. Ya veremos si se lo concede. Lorenzo es un nuevo rico y un animal, pero tiene muchos recursos y los necesita, porque su drama con las bragas de Filo le está quitando el sueño. Por eso le ha pedido a Clarita que se esfuerce con la merienda, mientras se esmera en arreglarse casi como si estuviera limpiando los blasones de su apellido, que es lo que quiere Lorenzo. No le importa, todo es negociable. Abre el joyero y elige algo muy evidente, que Lorenzo no entiende de sutilezas.
Clarita vuelve de la despensa con su paquete de harina, canturreando y pensando que si pudiera pedir un deseo, sería ir a un concierto de Marún cinco.
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