Natalia va por Núñez de Balboa hacia Goya, recogiendo de las tiendas los encargos de su madrina, acelerada y cansada ya desde por la mañana. Echa de menos a los niños y la estabilidad de su vida pasada en Roma, y además hace un calor espantoso. Madrid en verano no es para ella.
—Ay, papá, por favor, una última parada en el Primor de Goya, que me faltan cremas para la playa, anda, lo último.
Y Álvaro se reorganiza con las bolsas, se arma de valor y entra en Primor, ese universo de colores y olores, ese cosmos de cremas, maquillajes y seres humanos de toda clase, que debaten con entusiasmo e inusitado conocimiento sobre sombras de ojos, rizadores de pestañas y cremas anticelulíticas. Deja a Macarena sola por la tienda y se dedica a observar a su alrededor, con indiferencia, apoyado en un stand de bronceadores: esa pareja de turistas chinos que llevan la cesta rebosante de sprays, esa señora mayor eligiendo perfumes —se está poniendo varios a la vez, qué capacidad—, esas adolescentes probándose todos los coloretes que ven, esa mujer que está pagando en la caja y ha apoyado el bolso en el mostrador, que evidentemente tiene mucha prisa y que evidentemente está cumpliendo un encargo, porque consulta con la señorita una lista en el móvil. Esa mujer.
Natalia está comprobando que lleva todas las cremas que le ha encargado su madrina. Quiere terminar pronto porque ha quedado con ella para el aperitivo, y sin mirar a su alrededor, despistada como siempre, revuelve dentro de su bolso buscando la cartera. De pronto un señor se acerca y, educadísimo, le entrega un papel: “Perdone, se le ha caído esto”. Ella sonríe, le da las gracias y por fin encuentra la cartera. Paga todo y al guardarla ve el papelito que se le había caído, que no le suena de nada. Lo abre y, atónita, lee:
Álvaro, 651381*9, un café?
Se le escapa una sonrisa enorme y se gira, pero no lo ve por ninguna parte; sale rápido y tampoco está en la calle. Va hacia el coche, sorprendida y todavía sonriente.
No está tan mal Madrid en julio.
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