Raúl Santos está desesperado. Ha recorrido Roma de arriba abajo y no encuentra a Mercedes por ningún sitio. Ha hecho guardia en la puerta de la residencia y cuando las niñas han salido a misa escoltadas por un ejército de monjas, entre ellas no estaba Mercedes. Cuando se ha acercado a preguntar por ella, las religiosas han actuado como si no existiera, no le han respondido, y ante una pregunta en tono un poco más elevado, han intervenido unos carabinieri y le han forzado a marcharse.
Tras varios días de búsqueda infructuosa, ha decidido aceptar el encargo del marmolista y se dirige a París, al cementerio de Pere Lachaise, para recoger unas planchas de mármol blanco que debe entregar en Biarritz. Viaja en su destartalada furgoneta, casi sin dormir y sin mirar a ninguna de las jóvenes que se giran por la calle cuando ven pasar al atractivo gitano. Cuando llega al Hôtel du Palais, el jardín es un hervidero de actividad: se prepara una gran fiesta y los empleados de hotel están terminando de plantar flores en los parterres, limpiando cada rincón y colocando pequeñas estatuas de mármol aquí y allá. Tras descargar las planchas, en su francés macarrónico, —“Avevu besuan d’employé pour se suá”—, se ofrece a ayudar en lo que sea, y el encargado del bar de la piscina, tras examinarle de arriba abajo, extremadamente complacido y sonriente, le conduce a la trasera de las cocinas y le ofrece un uniforme de camarero para esa noche.
Mercedes no quiere ver a nadie desde que llegó de Roma y ni siquiera va a la playa. No se relaciona ni con sus primas y eso que son la única compañía que le permite su padre, que sigue muy enfadado con el “episodio romano” y no le dirige la palabra. Cuando baja a cenar, se sienta en silencio y come lo mínimo; su madre está muy preocupada. Sus primas se acercan a verla una tarde al palacete familiar en la avenue Louis Barthou, detrás del Casino, porque esa noche suben los de Fuenterrabía y hay plan: Frank Sinatra y Bing Crosby están en el Hôtel du Palais, y van a dar un pequeño concierto en la piscina para celebrar su inauguración.
Mercedes merienda con ellas, y con toda la tristeza del mundo en los ojos, educadamente se niega a asistir. Dolor de cabeza, dice. Y entonces interviene su madre: que ya está bien, que esta noche su padre no va a decir nada aunque salga con los de Fuenterrabía, porque entre ellos está el bueno de Alfonso con quien ella se ha portado tan mal. Y que si quisiera salir un rato, es posible que no le sentara del todo mal el último vestido que le diseñó Cristóbal antes de irse a Roma y que todavía no ha estrenado: la ocasión lo merece.
Mercedes no tiene fuerza para protestar, se enfunda en el Balenciaga y se deja llevar. El Hôtel du Palais está maravillosamente iluminado para la ocasión y en la piscina el ambiente es exclusivo y fascinante. Sinatra y Crosby departen con los invitados, y Alfonso la lleva del brazo hacia ellos, cuando un camarero muy moreno se cruza en su camino y les ofrece una copa de champagne. Alfonso no le presta atención y Mercedes la toma como una autómata hasta que él susurra en ese pésimo francés: “¿Pu-ju vu en servi un otre, mademuaselle?”
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