Doña Isabel no duerme bien estos días y se levanta pronto. Se anuda bien la bata ignorando el dolor de esa costilla que debe de tener fisurada, y se sienta en su saloncito a mirar por la ventana. Clarita, su sobrina y casi esclava, le acaba de preparar el desayuno y se lo sirve en la bandeja de plata repujadísima, que brilla así porque le hace limpiarla todas las semanas.
Por la ventana ve como Filo, su vecina, sale con el cesto a tender la ropa en el alambre y ahí están sus bragas del demonio, esas bragas que son el origen de todo. Siguen ondeando con la brisa matinal —que no es brisa, es un vendaval lo que agita ese estandarte de color carne—, junto con pequeños calcetines, camisetas y trapos de cocina. Todo junto, Jesús, qué mujer más básica, y qué gorda está, qué desagradable le resulta su presencia. Sumida en sus pensamientos, juguetea con el bizcocho de limón de Clarita mientras sigue con la mirada los andares de Filo. La interrumpe el pitido de un mensaje en el móvil, en el que Lorenzo le anuncia que hoy comerán juntos y le pide-exige que se arregle bien y que se prepare, porque en la siesta van a saltar fuegos artificiales. Le tiembla levemente la mano cuando se lleva a los labios la taza de té, y por primera vez se replantea su plan inicial: las bragas de Filo, las bragas demoledoras cuyo recuerdo la asalta por las noches, esas bragas… ¿Sería ella capaz de convivir en paz con semejante aberración y hacer como si no existieran? Sólo si fuera capaz, podría cambiar el objetivo de su plan inicial y vivir más tranquila.
Llama a Clara con la campanita de plata —repujadísima, brillante—, y cuando ésta entra en el salón, sin mirarla, ni por supuesto darle los buenos días, le pide que invite a Filo de su parte para merendar mañana. Si es que mañana no tiene más costillas rotas.
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