Lorenzo Aguilar se sienta pensativo en su puesto y le pega un gran trago a la bota de vino. No ha visto a ninguna mujer con pañuelo en la cabeza esa mañana y estaba demasiado oscuro como para distinguir el abrigo. Y eso que ha ampliado las fotos y el vídeo, pero nada, no puede sacar nada. Pero sabe que es alguien de aquí, alguna amiga de los Robles, de esas íntimas que siempre se quedan a pasar el fin de semana entero con sus maridos. Suena una ladra lejana y no se inmuta, sigue dándole vueltas al tema. Si la señora, bueno, señora es un decir, si la puta que está liada con el de la camioneta es amiga de los Robles, tal vez le pudiera resultar útil para acelerar el proceso de su proyecto de urbanización. Repasa mentalmente a los invitados con los que ha coincidido en el desayuno y toma nota mental de examinar a aquellos que se sienten con los Robles, que seguramente sean los que están pasando el fin de semana en la casa grande.
La ladra se intensifica, se acerca y puede sentir a los perros jadeando, corriendo en dirección a su puesto. Sigue sentado y no se altera. Aunque es cierto que quedan bonitos los trofeos colgados en el pabellón de caza, visten mucho. Quizá podría él llenar el salón de su casa también. Y alguno en su despacho. Con eso en la cabeza se pone de pie y prepara su blaser R8 100.000, que lleva grabadas sus iniciales en oro y le ha costado lo que le ha costado. A estrenarlo, coño.
Primero pasa una cierva y Lorenzo dispara. Se la suda la advertencia de no tirar hembras en esta montería. Puta pepa, no haber pasado por delante. Los perros se dividen, la mitad se lanza al animal herido y la otra mitad sube al monte siguiendo lo que parece un rastro intensísimo. Los sigue con la mirada, alerta, y a la vez que se oye un disparo procedente del puesto de al lado, ve cómo una cuerna imponente cae y se decide: quiere el trofeo. Un instante más tarde tira al animal ya muerto. Y a ver quién cojones le discute quién ha sido.
Satisfecho, se sienta con su bota a esperar a que termine la mañana, que ya ha cumplido y tiene hambre.
Clarita está en la cocina preparando las tablas de quesos para el postre. Lleva ya un rato machacando nueces con el mortero, para espolvorearlas por encima, como le gusta al marqués. Paqui anda atolondrada entrando y saliendo de la cocina, y su hermana Filo, atenta a los quehaceres de Clarita, sugiere, apretando los dientes sin que se note:
—Mujer, deja ya las nueces y haz el polvo con los pistachos, que queda mu fino y la señá marquesa me he dicho que a su marido le gusta. Las nueces mejor ponlas enteras en la madera, ahí al lado del manchego.
Y Clarita, que está absolutamente concentrada en sus tablas, asiente y obedece. La cocina es lo suyo, pero tiene razón Filo: original es, y si al marqués le gusta, no hay nada que decir. Machaca y espolvorea en verde.
Isabel está sentada en el porche, muy abrigada y totalmente rígida. Casi no habla con nadie, y se tensa como una cuerda de violín cuando ve que los cazadores comienzan a bajar del monte para comer. Filo pasa con una bandeja de bebidas, le sirve un vino blanco para la espera y la mira cómplice. Se ha preparado mucho para este día, y si Dios y padre quieren, hoy terminará todo. Una tiene que hacer lo que tiene que hacer.
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