Lorenzo recibe un mensaje en su móvil: ya puede ir guardando sus cosas, que en breve pasará a buscarlo su postor para ir a comer. Recoge todo menos su rifle, y con el arma cargada y sin el seguro puesto —las normas y el fair play se la bufan y a lo mejor hay algún bicho que rematar—, sale a buscar el venado. De camino se encuentra a la cierva muerta, y recordando la prohibición, se asegura de que nadie le ve y la gira para que los perros que quedan ahí, enardecidos y con los hocicos manchados de sangre, terminen con las huellas de su disparo. Satisfecho, llega hasta el venado: es magnífico, imponente. El primero de muchos. Y el hecho de que en realidad pertenezca a quien realmente lo ha cazado le es indiferente. Se agacha y en la cuerna le ata una cinta con los colores de la bandera de España y el número de su puesto, el 4.
Mercedes está hundida y no puede ni comer, porque su gitano se ha ido para siempre nada más recuperarlo. Revuelve la comida en el plato y procura que no se le note nada. Sonríe como un autómata, como una profesional, que es lo que ha hecho durante la mayor parte de su vida. Se siente triste también por el pobre Alfonso, que tan leal le ha sido siempre, aun sabiéndolo todo desde el principio. Éste la encuentra algo taciturna, pero lo achaca al cansancio y a los nervios típicos del día. Se alegra de que se esté llevando tan bien con la novia de Álvaro, porque sabe que adora a su sobrino, que es como un hijo. Le viene bien esa “nuera”. Ella también está gratamente sorprendida con Natalia, que está tan pendiente de todo; puede que se sienta culpable por haberle destrozado el pañuelo. Fuera como fuese, es un encanto. Busca a Clarita con la mirada y le hace un gesto para que empiece a retirar platos y servir el postre. En un instante Filo, Paqui y el resto de chicas del pueblo se pasean por el comedor con tablas de quesos que van dejando en cada mesa.
Lorenzo e Isabel comparten mesa con unos primos del marqués, unos de Fuenterrabía que no paran de contar chistes y que no han cazado nada. Un coñazo. Lorenzo está harto y deseando que llegue el café para poder acercarse a la mesa de los políticos, y empuñando copa, puro y quizá talonario, convencerlos de hasta qué punto es importante su urbanización. Ríete de Valdecañas y el supuesto estilo: o lo demuelen o se queda fantasma, porque van a terminar viniendo todos aquí, a Valdepenín. Si hasta le va a ofrecer una parcelita a la mismísima Camilla de Inglaterra, joder, para cuando vuelva a cazar a España, que ha oído que ha estado por la zona para olvidarse de la enfermedad de su marido. Como la de Mónaco en sus tiempos y Lemérito en persona. Vamos, que se hunden Castilla La Mancha y España entera si no empiezan las obras enseguida. Y también Lorenzo Aguilar, pero eso no lo comenta. Está pensando que, si hiciera falta, incluso le cedería el trofeo al hijo de puta del Director General, siempre y cuando el donativo que tiene pensado no fuere suficiente para acelerar el tema. Coge un trozo de queso cuidando que no esté cerca de los pistachos, porque es muy alérgico, y le pone una mano en el muslo a Isabel, que aguanta la respiración como una esfinge. Filo no les quita ojo. El animal nota algo de grasa del queso en la mano, y como se le ha caído la servilleta al suelo y es un gañán se limpia con la palma abierta sobre el mantel. Están sentados en la mesa más cercana a la cocina, donde Natalia se tomaba su café esa misma mañana.
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