Mercedes Guzmán está nostálgica estos días. Ha tenido que hacer un viaje relámpago a Biarrtiz, al palacete familiar para revisar unas humedades, y le ha traído muchos recuerdos de una vida que no pudo ser. De la vida con su gitano, de su juventud, de sus ilusiones. Llevaba años sin pisar esa casa, pero no quiere que la ex mujer de su sobrino Álvaro, que vive al lado, se ocupe de nada. Pasea del faro a la Virgen y de la Virgen al faro, y todavía se le humedecen los ojos cuando se acuerda de Raúl. De pronto, le viene Alfonso a la cabeza, Alfonso que cuando se enteró de todo se ofreció a casarse con ella sin dudarlo, que sabía que no tendrían hijos nunca y no le importó, y que cuando murió su padre, sabiendo lo que había significado la finca de Valdepenín para ella en la infancia, se la compró a sus hermanos. Igual que la casa de Biarritz que ella conserva para su sobrino. Alfonso, que nunca ha preguntado nada y que lleva casi cincuenta años respetando sus silencios.
Se detiene un momento en el “du Palais”, que acaba de abrir otra vez después de la reforma, y recuerda aquella noche, la primera de aquel verano maravilloso, en la que se encontró con Raúl de nuevo. Si Dios le hubiera dado la oportunidad de explicarle, o si su padre no hubiera intervenido… En este último caso probablemente estaría muerta, que es lo que deseó durante tantos años. Sacude la cabeza, ahuyenta esos pensamientos y se rehace. Tiene mucho que hacer este otoño: presentarle a Álvaro a esa “niña” tan mona, Natalia, a ver si se olvida de su ex mujer de una vez; organizar la intendencia de la montería anual y empezar a pensar en la fiesta sorpresa que va a prepararle a Alfonso por su setenta y cinco cumpleaños. Será en Madrid, en el club, y vendrán todos. Ya le ha encargado su regalo: un rifle, un Mannlicher clásico del 30.06 con un visor de Swarovski. No tiene ni idea de lo que es eso, porque lo de Swarovski que ella sepa es otra cosa, pero su amigo Joaquín, que se está encargando, le ha asegurado que le va a encantar.
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—No te puedo decir con exactitud, Alfonso. Es la pregunta que más he escuchado en esta consulta y la más difícil de contestar. Un año, quizá dos, aunque lo veo difícil. Depende de muchos factores.
—Entonces, ¿no hay nada que hacer?
—Me temo que no. Es muy tarde, está muy avanzado y lo extraño es que no te hayas dado cuenta antes. Esa tos y ese dolor de espalda tenían que haberte puesto sobre aviso. Puedo medicarte para aliviar los dolores cuando llegue el momento, pero no puedo hacer milagros. Y créeme que en este momento daría lo que fuera por poder hacerlos. Lo siento en el alma, amigo. ¿Cuándo vas a hablar con Mercedes?
—No lo sé. De momento, no. Primero necesito asimilarlo yo y no quiero darle disgustos a nadie, y menos a Mer. Esto es cosa mía, y te ruego que no comentes nada; se acerca el día de la montería y ya que parece que será la última, quiero que la disfrutemos. Cuando pase, ya veremos.
—Por supuesto. No podría, en cualquier caso, por lo de la confidencialidad. Que soy yo, Alfonso. Y piensa bien lo de Mercedes, hombre. ¿Comemos juntos? Tengo mesa en el club. Y me preguntas lo que quieras, si quieres.
Alfonso de Robles asiente, sereno, y sale a la calle con Joaquín Eguiluz, amigo de la infancia y jefe de Oncología del H.C. Hospitales, la institución más prestigiosa de España en materia de cáncer.
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