Empieza a caer la tarde después de un duro día en La Mancha y ya es evidente que la montería de los Robles ha sido todo un éxito. El recuento de reses ha resultado espléndido y tras la comida los invitados se van alborotando. Alborotando dentro de un orden, claro.
Álvaro está feliz con la evidente aceptación que ha tenido Natalia por parte de su tía Mer, y comienza a fantasear con un futuro diferente. La semana que viene se la va a presentar a su hija, y a ver qué pasa. Ilusionado, confía en ellas.
Alfonso va de mesa en mesa, hablando un poco con todos e interesándose por los lances que le van contando los cazadores. Sonríe para sí mismo pensando en cuánto hay de fantasía en cada uno de ellos, e inconscientemente se lleva una mano a la espalda y se estira. Le molesta más, sobre todo en días como hoy, por el estrés, la falta de sueño, el peso del rifle, y el otro peso, que es el peor, el de hacer como que no pasa nada.
En ese momento, Mercedes levanta la vista hacia él y piensa en lo cansado que parece. Se está haciendo mayor, Alfonso. En la mesa de al lado se sienta Joaquín Eguiluz, su mejor amigo de la infancia, hoy reputado médico, y se propone encontrar un momento para comentarlo con él. Le vendrían bien unas vitaminas, o quizá unas setas, de esas que están tan de moda. Ya no deben de ser consideradas como drogas, ¿o sí? Qué más da, le vendrá bien cualquier cosa que lo anime un poco, porque se acerca su fiesta de cumpleaños. A lo mejor ella puede tomarlas también, porque el reencuentro con Raúl ha sido como un golpe en la boca del estómago, una marea de emociones que la ha dejado exhausta. Nunca ha sentido tantas cosas a la vez: la falta de respiración al verlo, el ahogo, el asombro, la agitación, la súbita alegría desbocada, las palpitaciones, la necesidad imperiosa de tocarlo, el recuerdo de la plena felicidad. Y en apenas unos segundos, de pronto, la conciencia de realidad, el control, la obligada cortesía e incluso la frialdad con la que lo oculta todo. La máscara, por Dios, la máscara. Se rehace enseguida, como siempre, vuelve a pensar en Alfonso y se dirige a la mesa en la que se sientan sus amigos. Toma a Joaquín del brazo y guiñando un ojo a su mujer, resuelta, se lo lleva prestado.
Lorenzo Aguilar se aburre, se aburre de cojones. En cuanto se calle el imbécil que está hablando irá a la mesa de los políticos, a ver si va solucionando temas de una vez. No prueba el queso de la tabla, por los pistachos. Vaya, por fin el coñazo del tío este termina de hablar. Se levanta sin dar explicaciones, dejando a Isabel más avergonzada, si cabe, se lleva su vaso de whisky y, al ver que en la mesa que le interesa hay un sitio, se acomoda en la silla vacante. Los felicita por la gestión económica y se lanza sin miramientos a preguntar por el estado de tramitación de su proyecto. El presidente de la Junta, serio e incómodo, trata de cambiar de conversación, y habla de la viabilidad en general de proyectos con esas características, mientras su vecino de mesa, interesado en Aguilar, toma un trozo de queso y le acerca la tabla de madera. Éste, absorto en las palabras del presidente, hace lo mismo. El Director General de Planificación Territorial y Urbanismo de Castilla La Mancha regresa a su mesa, y al ver que su sitio ha sido ocupado por Aguilar, deja al presidente lidiando con él, obviando su incomodidad, y sale a ver las reses muertas ya expuestas. Lleva su navaja en el bolsillo para cortar la cinta que señala el venado tirado por Aguilar y sustituirla por su propio precinto. Es lo justo. Enfrascado en la faena, sólo acierta a oír un ruido sordo dentro del comedor, y cuando termina ve a varios invitados saliendo al porche, comentando y hablando por teléfono, muy agitados. Intrigado, se acerca a preguntar, porque no tiene ni idea de lo que ha podido ocurrir.
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