La empatía no es algo que abunde hoy en día. Los por qué quedan relegados a un segundo plano cuando nos asomamos al abismo. Al leer crónica de sucesos, igual que con la novela negra, se tiende a polarizar. Está el policía y el asesino, el bueno y el malo, la ley y el delito. Sin embargo, la realidad suele tener una pátina de grises que muchas veces se pasan por alto porque es más sencillo tomar partido por un bando u otro. Ahí es donde nadan los buenos periodistas, esos que solo quieren contar la verdad sin entrar a juzgarla. Cruz Morcillo es una de sus principales representantes, y su último libro, La Hermandad del Mal (Alrevés, 2021), se alza como el exponente perfecto. Más allá de la precisión quirúrgica de datos, fechas y lugares, estamos ante un texto que escuece, que plantea preguntas incómodas y cuyas respuestas, de haberlas, se prevén complejas. La autora nos traza un rompecabezas donde cada protagonista deja de ser un nombre anónimo en un periódico para mostrar un drama tan personal y humano que se recuerda tiempo después de cerrar sus páginas. Con una prosa afilada de frases cortas y ágiles, Morcillo deslumbra a la hora de transmitir datos y narrar un caso tan poliédrico con estilo y profesionalidad. Desde Zenda hemos tenido la oportunidad de hablar con la escritora y que nos cuente cómo fue sumergirse en aguas tan oscuras.
—Los «suceseros», como me gusta llamarnos a esta tribu rara a la que pertenezco desde hace mucho, no contamos historias para que la gente se vaya a dormir tranquila. Narramos con más o menos acierto lo peor de la sociedad. No le puedes pedir a un reportero de guerra que te cuente un cuento. Tampoco a uno de sucesos. Y más allá de contarlo en una crónica, un libro como La Hermandad del Mal trata también de sacudir modorras y conciencias de biempensantes. Un asesino no es un ser que vive en otra galaxia. Puede ser tu vecino, tu amigo, tu jefe, tu mujer, tu marido, tu hijo… pero es que además Bruno Hernández, este asesino en concreto, es un enfermo mental, un esquizofrénico, y esa patología condiciona todo el relato. No nos gustan los asesinos, obvio, pero despreciamos y alejamos casi por igual a los enfermos mentales.
—Esquizofrenia, una trituradora de carne, desapariciones… El caso tiene todos los elementos para acabar en el morbo fácil, pero en La Hermandad del Mal optas por un enfoque distinto, muy objetivo.
—Detesto el morbo. Las historias que cuento son suficientemente duras para añadir más o recrearse en la sordidez fácil. Mi enfoque estuvo claro desde el principio, para no engañar al lector. Va usted a leer cómo se cometieron dos crímenes horribles, cómo dos mujeres desaparecieron de la faz de la tierra sin dejar casi rastro y cómo se hallaron las pruebas contra el asesino. Pero, y esto creo que es lo que diferencia al libro, querido lector, no está ante un asesino con una motivación, está ante un hombre diagnosticado de esquizofrenia paranoide y no tratado. De ahí que arranque así el libro y aglutine los capítulos bajo cuatro epígrafes, cada uno de sus ingresos psiquiátricos, con los delirios descritos por él y sus informes facultativos. No se pueden entender las muertes de Adriana y Liria sin ese historial médico.
—Las páginas del libro están cargadas de información. ¿Cómo fue el proceso de recabar cada testimonio? La cantidad y exactitud de los datos llega a abrumar.
—Fue la parte más larga y compleja, aunque la disfruté mucho, igual que en mis libros anteriores. La periodista de sucesos que vive conmigo 24 horas es la que se impone en este proceso: la que busca el dato exacto, la hora, qué estaba haciendo cada uno de los protagonistas, dónde, qué día de la semana era, cómo era la distribución de la casa, la forma de hablar, el carácter… Durante casi un año me dediqué a recopilar toda la información escrita, audiovisual y oral. Primero el sumario completo, luego el juicio y en paralelo las entrevistas con quienes intervinieron o se vieron afectados por los crímenes. En ese tiempo prácticamente solo escribí unas cuantas frases: la que abre el primer capítulo y las que me conducían una y otra vez a la soledad de las víctimas y del asesino.
—La primera mitad del libro es el ejemplo perfecto de una investigación en el siglo XXI. ¿Hoy día alguien puede matar a otro y salir impune?
—Un amigo, agente de homicidios, suele decir que no hay crímenes perfectos, sino malas investigaciones. Yo creo que además, en ocasiones, se cruzan componentes azarosos, mala o buena suerte que se conjuran para que un caso se enquiste y el asesino logre escapar. La tecnología aplicada a todos los campos de la investigación, desde el inefable chivato que es nuestro teléfono móvil hasta los increíbles avances en Criminalística, han ayudado a rebajar de manera clara los porcentajes de impunidad. Sin embargo, sigue habiendo crímenes que jamás se resuelven, y esos son primero una condena de por vida para las familias de las víctimas y una losa para los investigadores.
—Bruno Hernández mató a dos personas. Primero, a su tía Liria, a quien sus allegados nunca echaron de menos en cinco años; y después a Adriana, cuya desaparición hace que su hermano ponga en guardia a las autoridades. Los retratos familiares que expones no pueden ser más diferentes entre sí.
—Cuando Marta Robles, la directora de la colección «Sin Ficción», me propuso escribir un libro sobre el caso que yo quisiera elegí el de Bruno por dos razones. Uno, ya lo he dicho, por mi preocupación sobre cómo tratamos en la sociedad y en el periodismo la enfermedad mental; y dos, por las peculiaridades de las víctimas. Mujeres solas, con vidas nada fáciles, a las que el asesino suponía que nadie iba a echar de menos. Me conmovió hasta la rabia y las lágrimas el desapego de los Hernández Hernández, los hermanos de Liria, incluido el padre de Bruno. Cómo una familia puede autodestruirse, casi canibalizarse de esa forma, por herencias míseras, por lejanía asumida. Cómo nadie te puede echar de menos en cinco años, tal y como sucedió con Liria. Es pasar por el mundo y dejar menos rastro que las hojas de un árbol. Es terrible, si lo analizas. Eran siete hermanos. En el caso de Adriana sucede todo lo contrario. Pese a que Adri llevaba 13 años en Madrid tan lejos de su Buenos Aires hablaba a diario con sus padres o sus hermanos. Eran una piña. Eduardo, su hermano menor, se inquieta a las 24 horas sin noticias de ella y coge un vuelo a Madrid menos de una semana después tras intentar contactar con todo aquel que pudiera conocer a Adri. Es conmovedor, y gracias a la rapidez de Eduardo se descubrió no solo el crimen de su hermana, sino también el de Liria, la tía de Bruno, ocurrido casi cinco años antes.
—Narras la destrucción de varias familias, incluida la del propio culpable. En casos así es normal posicionarse, pero tú no pierdes la perspectiva y cuentas también la parte que no se ve, la de un padre sobrepasado por los actos de su hijo. Al cerrar el volumen la sensación que te queda es que solo hay víctimas.
—Es así. O yo lo vi así. Solo hay víctimas. Nadie gana. Todos pierden. Hay una acumulación de dolor, de pérdidas, de renuncias, todo atisbo de esperanza, de una vida mejor para cualquiera de ellos queda desvanecida, imposible. Con frecuencia en los asesinatos nos olvidamos de esos otros perdedores que son los cercanos al autor. Un asesino tiene madre y padre. Casi nunca son culpables de los actos de ese hijo o marido o hermano, pero nos empeñamos en señalarlos y aislarlos. No veo que nos detengamos a mirar en ningún momento esa carga de sufrimiento y crueldad con la que tienen que cargar el resto de su vida. No estoy poniéndolos al mismo nivel, pero en este caso en concreto yo lo que percibo es la devastación total.
—Hay un segundo protagonista en este libro que resulta casi más hipnótico que el propio asesino, pero no aparece ni en la contraportada ni en el prólogo. ¿Qué nos puedes contar de Angélica?
—Angélica, el único nombre no real que aparece junto al de sus hijas, es un ser especial. La conocí durante el juicio a Bruno, y en parte también es responsable de que optara por escribir esta historia. Se conocieron en una unidad de psiquiatría, que ya es un comienzo complicado en cualquier relación. Ella se estaba separando. Primero trató de ayudar a Bruno sin ser del todo consciente de la gravedad de su enfermedad, luego se enamoró de él y soñó con una nueva vida. Cuando esa vida estaba a punto de empezar descubre que su príncipe azul ha matado a dos personas y que ella acaba de quedarse embarazada. A su fragilidad por su propia patología tiene que sumar toda esa pesadilla, con su familia en Polonia, divorciándose, con todos diciéndole que debe abortar, con una presión mediática casi repugnante… No sé cuántos habríamos soportado esa amalgama de locura. Angélica es una de las personas más empáticas y cariñosas que me he cruzado, una luchadora nata. Sigue preocupándose de Bruno —para ella abandonarlo es como abandonar a un hijo—, pero no le resta nada de gravedad a lo que hizo. Sigue peleando para que él no cumpla su pena en la cárcel sino en un psiquiátrico penitenciario. Nadie mejor que ella conoce la gravedad de sus delirios. Y tiene miedo. La victoria de Angélica es su hija. Algún periodista la llamó “La semilla del diablo”, un apelativo que retrata la inmoralidad del autor del hallazgo semántico. La carroña a veces se adueña de este oficio maravilloso. De Angélica podría hablarte durante horas. Se abrió en canal para mí, pero decidí omitir parte de nuestras conversaciones. No me perdonaría que sufriera más por un desliz mío. Le tengo un gran cariño.
—Solo en los capítulos finales dejas de ser la Cruz narradora para tomar parte. ¿Cómo fue tu experiencia con este caso?
—La Cruz narradora está permanentemente agazapada. Yo digo que es la gran tímida, la que anda en el alambre sin atreverse del todo al desnudo narrativo, al desnudo emocional. La mandona es la periodista, la del dato exacto y la última comprobación. Sin embargo, tal y como mencionabas, era imprescindible posicionarme sobre la enfermedad, el desapego, la condena, cómo Bruno se sienta en el banquillo enfrentándose a una posible eximente completa o incompleta, es decir, abocado a que lo declaren inimputable o casi, y acaba condenado a 27 años de cárcel. Cárcel, no institución psiquiátrica. En esa tesitura, la narradora se impone de forma casi inconsciente, igual que al contar las charlas con Angélica o con él.
—¿Qué te llevó a entrevistarte cara a cara con Bruno Hernández? No pudiste preguntarle sobre el caso, solo hablar, pero es quizá el capítulo que da más vértigo.
—Me costó muchísimo. No tuve permiso para acceder a él como periodista, y tras meses de gestiones acudí a la cárcel como una visita particular pedida por Bruno gracias a Angélica y a su abogado Marcos García-Montes. Necesitaba cerrar el círculo. Llevaba más de dos años entrando y saliendo en la vida de Bruno a través de documentos y de cercanos suyos, con enormes dudas, como tantos otros, sobre si está «loco» o finge. Ni siquiera los funcionarios de la prisión se ponen de acuerdo. Fue una entrevista reveladora, tal vez la más extraña de mi vida.
—¿Llegará un día que el horror deje de sorprendernos?
—Espero y confío en que no. A mí desde luego no. Eso significaría que no nos importa el mal ni lo que pase al otro. No se me ocurre peor noticia.
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