—¿Recuerdas cómo empezó todo? Creo que fue muy cerca de aquí, ¿verdad?
—Sí. Fue una mujer que paseaba por ahí mismo —señaló al paseo marítimo—, un poco más abajo. El primer caso descrito en todo el mundo. Se cruzó con un chaval… que era un armario, un tío bueno, un deportista, jugador de rugby, que iba a entrenar. Así ocurrió.
—¿Así y ya? ¿Alguien dice si es una nueva cepa?
—No digas eso, no lo publiques. Vete a saber. No está demostrado y van a tardar tiempo en demostrarlo. No tiene nada que ver con lo que ya conocíamos.
—Entonces, ¿por qué me lo cuentas?
—Porque está pasando y el Gobierno no quiere que se sepa, pero no van a poder ocultarlo por mucho tiempo, así que creo que es mejor que se publique algo serio, con conocimiento de causa, con datos. ¿No me he equivocado de persona, verdad?
El periodista miró a la agente, negando levemente con la cabeza, un poco amedrentado. Vaya bellezón, pensó, pero tan seria, tan profesional, con el moño tan tenso que la brisa fresquita no le movía ni un pelo. La dureza del peinado achinaba sus ojazos y resaltaba el relieve de los pómulos y la suavidad de unos labios que a él, desde que la conoció, le parecieron los de Marion Cotillard, de gesto contenido y audaz a un mismo tiempo. Sonreía como la actriz francesa, de a poco. Al acercarse el camarero, se quedaron en silencio, mirando al mar. Sirvió las dos cervezas. Sin mascarilla. Aún se hacía raro que no fuera obligatoria.
—Todavía acojona andar sin mascarilla —dijo él. Caso omiso, ella prosiguió con el relato, señalando el boli para que apuntase todo en el cuaderno.
—Los testigos coinciden en afirmar que se le quedó mirando de manera intensa y descarada. Incluso cuando ya se habían cruzado en la acera del paseo marítimo. Se le quedó mirando…
—Al culo.
—A lo que fuera de aquel tipo de 22 años que acudía a su entrenamiento diario.
—Rugby. ¿Y entonces?
—Entonces le llamó, sin conocer su nombre, «¡oye!», y tal. Dicen que tenía una mirada extraña, que si estaría drogada, pero lo que tienen estos pacientes son las pupilas extremadamente dilatadas. Luego te doy más datos —la agente dio un sorbo a la cerveza. El periodista se le quedó mirando fijamente a la boca, el gesto a lo Marion, la espuma encima del labio superior. Se imaginó besándola durante un segundo, pero trató de apartar la imagen, mientras ella se retiraba la espuma con la lengua.
—¿Y él?
—El chaval no mostró gran entereza, parece que el ataque te afecta de inmediato. Se volvió, ella se le abalanzó, besándole y lamiéndole. Entraron en la playa quitándose la ropa e hicieron el amor a lo salvaje, desinhibidamente, con cierto escándalo. Los testigos fueron los miembros de una cofradía que acudían a una reunión, dos jubilados, una corredora y un ciclista. Todos se detuvieron para observar el acontecimiento.
—Amor a pie de playa.
—Menos cachondeo, Javier.
—Perdona, Marta. Pero me estás acojonando. Por algún lado tiene que salir.
Ella miró brevísimamente a un lado y al otro, comprobando que nadie estaba lo suficientemente cerca para poder oírlos. «Mirada de entrenamiento», pensó él. Y recordó el primer día que la había visto, tres meses atrás. Aún no eran ni las siete de la mañana y había salido a correr un rato. Estaba junto a la Aduana cuando vio salir escopetado a un tipo con malas pintas, y a ella detrás. Se quedó detrás de una palmera, prudentemente acojonado. Observó cómo ella le alcanzó, le derribó, le hizo una llave, le puso las esposas mientras el otro pataleaba y juraba en una jerga extraña, entre ruso e italiano, y aún tuvo que esperar a que llegase su compañero con la lengua fuera, que debía de tener un mal día, porque soltó allí imprudente y sin pensar, «joder ¿qué desayunáis las del CNI?» antes de darse cuenta de que estaba Javier allí. Nunca lo olvidará. Ella dejó al detenido con el compañero un momento. Impertérrita, se acercó hasta la palmera, a paso decidido, ¿Me da su DNI?, con autoridad. Él no lo llevaba, tartamudeó varias excusas, Soy Javier Carranza, trabajo en Sur, ¿Periodista? ¡me cago en la puta! ¡ya es casualidad! ¡de esto ni una palabra, joder!, Pero… ¿por qué?, ¿porque eres del CNI?, No soy nada, no has visto nada, no vas a contar nada, haremos ese trato tú y yo, así que te olvidas de esto y sigues corriendo y te vas a tu puto trabajo y a cambio no te cargarás una operación importante y yo te deberé una, ¿eh?, una buena, una exclusiva, ¿estamos, Javier del Sur?, Me llamo Carranza, Lo que sea, ¿me lo juras? No me quieras de enemiga. Pronto sabrás de mí, le dijo y ya en ese momento se dio cuenta de que movía la boca como Marion Cotillard. Clavada. Después, durante semanas, supo que le seguía, porque ella se dejó ver de vez en cuando. Un día se le acercó y le dio las gracias por haberse mantenido callado, le invitó a un café y le dijo que valoraba mucho su discreción, que ya hablarían. Siempre tan seria, reconcentrada, con demasiada responsabilidad sobre los hombros. Desde entonces se había cruzado otra vez con ella por la calle Larios. Casi no la reconoció porque iba con un grupo de gente, con el pelo suelto, pero ni se atrevió a saludarla, aunque se miraron. Hasta hoy, cuando recibió la llamada, número oculto. Iba por la Malagueta, Párate. Siéntate en el chiringuito y apaga el móvil. Y apareció.
Ya había oído el rumor, como una leyenda urbana, sobre un nuevo síndrome que hay y que empuja a practicar sexo con desconocidos.
—Es una puta enfermedad, un síndrome transitorio. Arriba están acojonados.
—¿Arriba?
—No tendré que explicarte algunas cosas, ¿no? Hay un tipo que vio a aquella paciente que se ha dedicado a estudiar más casos. El primer síntoma es la imperiosa necesidad de satisfacer el deseo sexual.
—¿Cómo se llama? —el periodista lo apuntó en su cuaderno.
—Pieltain, Dr. Pieltain. Por lo visto, los episodios dejan al paciente en un estado de semiinconsciencia. Han hecho encefalogramas y estudios por la imagen. Lo comparan con el estado del cerebro justo al despertar. De hecho, los primeros enfermos del síndrome comenzaron a hablar de recuerdos vagos, del estupor de «estar viviendo como en un sueño, pero más real». Y luego una sensación muy buena, calma.
—Si, coño, porque se follan…
—A veces no, el doctor habla de que sienten una imposibilidad de controlarse, y luego una felicidad casi infantil, espontánea, aunque no… aunque no consumen el coito. Pieltain lo ha bautizado como Síndrome de EXcitación Sobrevenida tras el CONfinamiento (o el acrónimo SEXOCON).
—¡No me jodas! Parece de cachondeo.
—Céntrate, Javier. Digo que a veces no follan, porque por lo visto el paciente no se ve afectado por un deseo aleatorio o marcado por el mismo proceder. Esto ocurre en realidad muy pocas veces, y no sabemos cuánto tiempo está latente. Solamente se desencadena cuando está cerca de alguien que le atrae, a veces por motivos evidentes, físicos, o porque se le despierta el bicho, vete a saber. También por oscuras fantasías, procesos sociales de admiración, tipo fan; por un morbo asociado a la jerarquía, o por deseos nunca confesados que afloran como en un duermevela. Hay casos de todo tipo ya. Muchos no pasan de un morreo o un magreo a fondo.
—¡Qué peligro! O sea que si tú me gustas y me da el chungo, aquí mismo nos lo montamos.
—Vaya excusa de mierda —ella le miró seria. Muy seria. Él no sabía dónde meterse, hasta que Marta puso esa sonrisa pequeña, con las comisuras de los labios un poco para abajo, como la Cotillard.
—¿Cuántos casos se han descrito?
—Ese es el quid. Esto se ha descontrolado. No sabemos, nadie da cifras, pero ya no son solo un puñado. Estimamos miles, ahora mismo, en toda España. No hay más estudios porque no se lo habían tomado en serio, salvo aquí el doctor.
—¿Puedo hablar con él?
—Imposible, le hemos retirado de escena. Está con nosotros, trabajando. Hemos formado un equipo de especialistas en un lugar aislado —Javier toma notas a toda velocidad.
—¿Tampoco se sabe qué lo provoca?
—Nada determinante. No hay cifras de prevalencia fiables en relación al coronavirus. No faltan quienes piensan que el causante del síndrome es el mismo patógeno, pero no hay estudios concluyentes. La extensión de la anterior pandemia y su actual inocuidad hacen que casi todo el mundo dé positivo en los análisis de anticuerpos. Además, no hay precedentes de virus que dejen de afectar un tejido pulmonar y cambien de células receptoras por las del tejido nervioso.
—¿O sea, que es algo que afecta al cerebro?
—Sistema nervioso central. Es más complejo. A nosotros también nos preocupan las consecuencias culturales.
—¿Por?
—¿Te enteraste de lo de ayer en la rueda de prensa tras el Consejo?
—Sí. ¿Está el ministro infectado?
—Pues eso. El ministro dejó de hablar de pronto, se bajó del atril y tuvimos los reflejos de cortar la emisión. Se enrolló allí mismo con su jefe de gabinete. Y sólo ha pasado semana y media desde del primer caso, el de aquí al lado. Se han acabado los paños calientes. Porque hay más.
—¿Más?
—¿No te digo que ya está descontrolado? No sabemos si se transmite por el aire. Es que Telecinco cortó la emisión hace cuatro días no por un fallo técnico sino porque los tertulianos de Ana Rosa tuvieron un ataque mientras se maquillaban, allí mismo, todos. Al día siguiente, una portavoz de Podemos se lo montó a lo loco en el Congreso con uno de la derecha que además es marqués, afortunadamente en el edificio de despachos, no en el principal. Ya me entiendes, transcendió menos. No puedo dar nombres. Ayer se suspendió la comisión de Exteriores por lo mismo, una diputada de Bildu corriendo por los pasillos detrás de uno de los compañeros que custodia el hemiciclo, un policía que es un bombón, no tiene mal gusto la tía. Joder, ya no podemos taparlo, le puede dar a cualquiera, en cualquier momento. En la calle hay un goteo creciente de casos, habrás visto los «memes».
—Pero yo sólo he visto los del consejero de Hacienda, ¿eran también por esto? En la foto que le hicieron de perfil durante una comparecencia, y se le ve todo el paquete apuntando a Murcia, bien prominente bajo el pantalón. Mis favoritos son los «memes» de «Se busca candidato». «¿Me has subido los impuestos o es que te alegras de verme?». «A follar, que el mundo se va a acabar».
—Fuera de ese mundo institucional, ayer llegó a Sevilla un AVE que era toda una orgía. En el Museo Thyssen tuvieron que cerrar porque se dieron diez casos en las salas, y en una estación de metro de Vallecas saltaron otros tres casos mientras esperaban. Se pusieron allí mismo al tema y les hicieron fotos desde el otro andén, así que ya la llaman «Congusto» en vez de Congosto.
—Jajaja, ¡qué genios! ¿Y por qué no se informa oficialmente o decretan otro estado de alarma? Antes lo hacían a la primera de cambio, con el gatillo flojo.
—Pues hasta ahora no quieren, y es un error. Esto se nos va de las manos. Un compañero que está en Moncloa anda acojonado. Sabe algo que no puede contar, pero tiene mala pinta. No sabemos qué desarrollo va a tener. Imagínate si no hay lealtad política ni personal, si las parejas deben aceptar que de vez en cuando uno o los dos tienen un episodio. Todos quedamos expuestos, padres o hijos, no hay institución que se libre.
—¡Qué va a ser de las feministas! —dijo Javier dando un trago a la cerveza y soltando después una pequeña risotada.
—¡Qué va a ser de los machistas! —respondió Marta, desafiándole—. Es que no te enteras.
Apuraron las cañas mientras se miraban con guasa. Se caían bien. Marta le pasó un pendrive y dejó un billete de diez euros sobre la mesa.
—Ahí tienes los estudios de Pieltain, fotos pixeladas de pacientes y algunas imágenes del escáner. Luego lo destruyes, ¿ok? ¿Estamos?
—¡Detrás de ti! —la cara de Javier no dejaba sombra de duda. Marta se volvió.
El camarero que les había servido estaba morreando desaforadamente por encima de la barra con la camarera. En la mesa más cercana ya había otra réplica: dos señoras se acariciaban mirándolos con cara de zombis.
—¡Corre! —Marta dio una patada a la silla y salió a grandes zancadas sobre la arena hacia la orilla del mar. Javier, algo más lento, iba detrás, realmente asustado. Sentía el corazón salírsele del pecho, puro pánico, le costaba respirar, coger ritmo y seguir corriendo. A veinte metros del agua se detuvo jadeando. La agente, desde la orilla, le llamaba con el brazo. Cuando recobró el aliento y pudo incorporarse se dio cuenta de que estaba despeinada. El moño había soltado parte del cabello con la carrera y la brisa agitaba mechones sueltos. Se acercó andando a donde ella estaba, dada la vuelta, mirando hacia el mar, mientras se desanudaba el moño totalmente. Se volvió a mirarle, al soltarse el pelo. ¡Qué bellezón!
—Marta, joder, qué miedo da esto.
En cuanto le tuvo cerca, ella le abrazó súbitamente. Le besó con pasión. Javier pensó, «ya está», que le había tocado la nueva infección y que iba a perder la consciencia de un momento a otro. Que se despertaría en un hospital secreto del CNI, si despertaba. Se consoló, mientras esperaba el vahído final, pensando en esa boca que le besaba, tantas veces observada, deseada. Húmeda, se le entregaba con esos labios de la Cotillard que ahora le mordisqueaban lenta, lúbricamente, así que también la besó como si la vida le fuera en ello, un beso tierno, largo y maravilloso. Abrazados con todas sus fuerzas, con los zapatos mojados por las olas, estuvieron un buen rato devorándose y trenzando las lenguas. En un momento dado —qué miedo sentía Javier de caer inconsciente— ella le lamió la oreja y luego paró y se quedaron sólo abrazados, muy quietos, sintiendo el cuerpo del otro en el pecho, el pubis y las manos. Solo entonces cayó Javier en la cuenta.
—¡No estás mala! —y se echó a reír como un poseso, en plan «eureka». Hasta que Marta le sacudió una bofetada que le dejó inmóvil.
—Esperaba que dijeras algo mejor, idiota. Estoy muy buena —también se reía.
La brisa que les secaba los labios les arrancaba también unas delgadas lágrimas por las comisuras de los ojos. Volvieron a abrazarse. Pensaban en los dos últimos años de la anterior pandemia, terribles, en los que vivir o morir valía tan poco como una mano a las cartas, una tirada de dados incapaz de suprimir el azar, que diría Javier, como buen letraherido. Unos años en los que el tacto había sido secuestrado por el miedo a los contagios, en los que ocultábamos nuestras caras, y ahora una nueva amenaza se cernía y podría invadir lo más recóndito de nuestra cabeza. El deseo. Otra vez tiempo de incertidumbre en el que todo parecía posible. Se dieron la mano y pasearon por la playa un buen rato. Era una necesidad de salirse del pesado carril de las premoniciones un momento. Entre bromas, fueron al piso de ella, más cercano. Decidieron darse un respiro, olvidarse un par de horas del fin del mundo, amar conscientemente antes de tener tal vez el infortunio de caer ciegos en brazos de un extraño.
Entraron besándose, se desnudaron camino al dormitorio. E hicieron el amor. Cada vez que Javier recorría su cuerpo con las manos sentía que el deseo le vencía, como si la mera posibilidad de amarla o perderla pendiera de una balanza en ese instante. Era una quemazón casi insoportable que le empujaba a una entrega total. Aquella mujer era inaccesible hacía sólo media hora. Y allí estaban, el uno para el otro, cuerpo a cuerpo. Ella se abrazó a él muy fuerte con brazos y piernas mientras su cuerpo se le clavaba muy hondo. Nunca se habían sentido mejor. Marta apretó tanto el lazo que él no podía apenas ya moverse. Por eso cambió, la tomó por detrás, acariciándola desesperadamente el vientre, el pubis y los pechos pequeños, preciosos, mientras ella arqueaba su cuerpo hacia atrás como una bailarina y alcanzaba a acariciar sus nalgas con las manos. El ritmo se volvió endiablado, los jadeos, con las caras tan juntas, eran como una única respiración. Javier le puso una mano ardiente en la cadera, como para bailar. Le encantaba sentir cómo se abría para él, mientras trataba de besarla y lamerla de manera oblicua. Los dos estallaron a la vez, en un orgasmo largo y maravilloso, resonante y húmedo, que se apagó con lentitud y latidos, como el sonido de los trenes.
Al día siguiente Javier publicó su artículo, que dio la vuelta al mundo. En las ciudades de Europa empezaron a describirse casos en las plazas, los museos, las oficinas. Eso sí, no se contabilizaron muertes. Sin embargo, algo esencial estaba cambiando en el mundo. El síndrome llenó los informativos al principio, más tarde sólo los abrió y finalmente dejó paso a otras noticias. Solo se podían establecer protocolos, casi siempre inservibles. Las televisiones nombraron incluso responsables de cortar la emisión cuando los episodios se producían en directo. El caso más grave afectó a los presidentes del G20 y a sus esposas cuando participaban en una cumbre. A punto estuvo de haber un conflicto armado en los días sucesivos, pero finalmente todo el mundo entendió que lo sucedido era algo inevitable y la crisis se solventó con un par de comunicados amables en defensa de la pluralidad racial, certificados médicos y la entonación de los distintos himnos.
En España empezó a llamárselo de distintos modos, la cornada, el chungo o la escapada, pero en seguida se mezclaron con otros términos como el mexicano «echar un coyotito» cuando era agradable o «chingadera» si el episodio se compartía con alguien que no nos agradaba. La RAE, siempre atenta, estudió en una comisión cómo tramitar la incorporación de nuevas acepciones a los términos asociados. En la primera de sus reuniones, también hubo un indefinible episodio.
Afortunadamente, pasados seis meses, decayó la infección. Ya solo se siguen registrando casos aislados. Cada día es menor la prevalencia en todas las latitudes y parece que lo peor del síndrome SEXOCON ya ha pasado. En un último comunicado, la recién creada UIPPA, la Unión Internacional de Personas Poco Agraciadas, ha realizado un llamamiento a la ONU para que «proteja sus derechos». El Vaticano aún guarda un estricto silencio.
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