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Cuadrando el círculo

El año antes de la muerte de su padre, Agustín Fernández Mallo (o alguien con su nombre que recorre las páginas de Madre de corazón atómico) comenzó a escribir compulsivamente, «en todas partes y a todas horas, en todo papel que encontrara a mano y en todo reverso de factura de la luz, en mi casa y en los aviones, en los hoteles y en los aeropuertos, en las fiestas y en los taxis». No resulta difícil imaginarlo intentando atrapar los minutos y los segundos para que no se transformasen en tiempo. Se había convertido en alguien que atravesaba el mundo pero que ya no formaba parte de él, alguien a punto de ser otro. Y a su alrededor todo eran palabras, frases y sonidos inconexos, como si el escenario de la realidad y del lenguaje estuviesen viniéndose abajo. Aquel torrente provocaba en su cabeza el rugido de una cascada por las noches, por eso le resultaba imposible conciliar el sueño. Su único alivio consistía en escribir. De lo escrito, sin embargo, hoy no queda nada, nada que él haya podido utilizar para su último libro, porque solo era producto del pánico que sentía por aquel entonces y de un duelo que él estaba anticipando, como si su padre ya se hubiera muerto. Cuanto leemos ahora es un destilado de otras cosas, el producto de saber esperar la llegada del momento preciso, a salvo de las emociones provocadas por el padre durante el deterioro mental de su último año de vida, cuando no solo él mismo se convirtió en un extraño para los demás sino que, por si fuera poco, los demás se convirtieron en extraños para sí mismos.

"A lo largo de Madre de corazón atómico aparecen PCs, pantallas, ratones, impresoras, magnetófonos, calculadoras, cámaras fotográficas y cuanta tecnología se nos pueda ocurrir para abrirnos camino entre signos lingüísticos y números y símbolos matemáticos"

Escribir es uno de los temas de este volcánico libro, aunque lo sea de una manera similar a la escritura de los libros que estructuran muchas películas de David Fincher. En Seven, por ejemplo, un asesino escribe un diario de caligrafía prieta y asfixiante mientras unos detectives buscan pistas entre los grandes clásicos de la literatura en las bibliotecas públicas; en El club de la lucha, un grupo clandestino genera reglas y compromisos anticapitalistas y anticonsumistas que no escribe para evitar ser localizado y desarticulado; en Zodiac, un asesino y varios detectives, periodistas y dibujantes aportan diferentes materiales a un libro que finalmente, gracias a la heterogeneidad desplegada en sus páginas y en las imágenes de la película, se acerca más a la verdad que nada ni nadie; y en Perdida, una novelista finge su muerte para castigar a su adúltero marido y acaba convirtiéndose en asesina, como si escribir consistiese en ser víctima y verdugo al mismo tiempo. Lo que nos vienen a decir estas películas es que ya no existe un corazón en los relatos o al menos no existe un corazón al cual se pueda acceder; ahora los relatos son organismos proliferantes, no lineales, donde «los años mueren pero al tiempo no le pasa nada» y donde «la muerte no existe» porque es solo un proceso de transformación. Tampoco existe la escritura tal y como la concebíamos hasta hace poco, ahora ante todo escribir consiste en aprender a hacerlo y eso se consigue sobre la marcha, fijándote en cada coma, en cada adverbio, en cada aposición, algo que Agustín Fernández Mallo hace desde el principio del libro, cuando repite en apenas unas líneas «hoy, 25 de febrero de 2024, hace doce años que…», sorprendido al comprobar cómo parece parte de un cuaderno de bitácora escrito por alguien, en su caso, a quien las aguas no le resultan familiares pese a haberlas explorado con anterioridad. Su obra, vaya por delante, siempre la he entendido como un intento de encontrar materiales, temas e instrumentos para escribir, ya fuese en poesía, novela o ensayo. Quizás por eso, si tuviera que definirla en función a los géneros literarios, le aplicaría el término «literatura de aventuras», un género viajero, nómada, a sabiendas de la poca gracia que le hace la literatura de viajes en general y lo mucho que, pese a todo, se viaja en sus libros, cuya geolocalización siempre es imprevisible de una frase a otra.

A lo largo de Madre de corazón atómico aparecen PCs, pantallas, ratones, impresoras, magnetófonos, calculadoras, cámaras fotográficas y cuanta tecnología se nos pueda ocurrir para abrirnos camino entre signos lingüísticos y números y símbolos matemáticos. Se hacen pactos con otros escritores, se aprende biología, zoología e historia durante una excursión familiar, la realidad adquiere tonos fantásticos al pensar en sus procesos, y hay despachos con torres de folios e informes. Nada es lineal, las cosas se apilan unas encima de las otras, formando diferentes estratos de una especie de arqueología de la escritura, transformada por sucesivos avances tecnológicos, cuya forma final más depurada y perfecta hasta el momento son los libros, capaces de abrirse a diferentes disciplinas y materiales. La belleza del proceso está, entre otras cosas, en algunos paralelismos, como un viaje que primero hace el padre de Agustín Fernández Mallo y luego repite este último, no porque ambos busquen lo mismo sino porque ambos podrían ser el mismo, padre e hijo, uno finalmente. Cuando el padre acaba su viaje, su hijo está a punto de nacer, y casi en la intersección entre la muerte del padre y un momento de crisis en la vida del hijo el viaje se repite, esta vez por motivos… llamémoslos poéticos. Igual que se busca inútilmente en las guías telefónicas de las grandes ciudades norteamericanas, Agustín Fernández Mallo va tras de sí al seguir los pasos de otros. Gracias a eso se crean los efectos poéticos en su obra, en su forma de concebir narraciones (convertido en un receptor que capta ondas provenientes de tiempos y lugares muy distantes, también de disciplinas muy heterodoxas) y en su capacidad para transformar todo eso en una especie de musicalidad, en la cual lo real y la fantasía nunca están demasiado lejos el uno de la otra, porque el uno sin la otra carecería de magia, de misterio. «La vida —se dice en esta novela— escribe la ficción que nosotros jamás nos atreveríamos a escribir».

"Podríamos decir, por tanto, que padre e hijo viven acontecimientos iguales y similares, aunque no porque sean idénticos o parecidos sino más bien porque uno es una prolongación del otro"

La vida del padre de Agustín Fernández Mallo es apasionante porque es casi siempre alguien por delante de su tiempo, hasta que el tiempo le da caza. Es un hombre del siglo XX a quien el siglo XXI todavía le seduce pero para el que ya no muestra ni la determinación ni el interés de antaño. Aun así, cuando la muerte le ronda se defiende y opone resistencia. Sabe que su mente comienza a traicionarle, de ahí que tome notas constantes, que lea febrilmente, que lo subraye todo y que redacte líneas ininteligibles para cualquier otro salvo para él mismo. De una manera sutil y muy delicada, Agustín Fernández Mallo dispersa todo esto, para evitar un melodramatismo excesivo. Nos cuenta en varias ocasiones que su padre, a un año de su muerte, no quiere dormir en su cama, le da miedo, como si, en lugar de una cama, se hubiera transformado en una tumba. Todo lo más cierra los ojos dos horas y regresa a su particular batalla, a su intento de racionalizar y de ese modo domesticar algo que le supera e intenta destruirlo. No es solo su propio Big Bang, es también un Big Bang para su hijo, que está al borde de la ruptura con su primera mujer. Podríamos decir, por tanto, que padre e hijo viven acontecimientos iguales y similares, aunque no porque sean idénticos o parecidos sino más bien porque uno es una prolongación del otro. De la misma forma que hay momentos en que «existes por el relato que otros han generado de ti», los otros existen o siguen existiendo por el relato que hacemos de ellos.

Madre de corazón atómico es el título de la última novela de Agustín Fernández Mallo, también fue el título de un disco de Pink Floyd, Atom Heart Mother, el último de su etapa experimental entre la psicodelia y el rock progresivo. Con el tiempo, David Gilmore y Roger Waters echaron pestes de él, pero en su momento fue un disco con mucha importancia, aunque solo fuese por la portada. El título salió de una noticia en el periódico Evening Standard sobre una mujer a la que le habían implantado un marcapasos de plutonio durante el embarazo de su primer hijo, al que dio a luz sin problema, gracias a su «corazón atómico». La cara A del disco la ocupa una suite orquestal y la cara B tiene varias canciones, cada una con un extraño eco en la novela de Agustín Fernández Mallo. If, sin ir más lejos, la compuso Roger Waters y trata sobre su conflictiva personalidad, no sé si como acto de expiación por haber participado un par de años antes en la expulsión de Syd Barret de Pink Floyd pese a haber sido él quien les proporcionó sus atributos de exploradores musicales, el caso es que la novela Madre de corazón atómico podría verse, además de como un retrato paterno, como un autorretrato sin retoques. Fat Old Sun, de Roger Waters, trata sobre la infancia de este último en Cambridge, del mismo modo que esta novela nos describe la infancia de su narrador entre Galicia y Burgos. Y Summer 68, de Rick Wright, aborda las relaciones sentimentales insatisfactorias, algo que se repite como ritornello en esta novela cuando se nos recuerda a la primera esposa del narrador y su triste separación tras varios años de matrimonio. De algún modo, podría decirse que Agustín Fernández Mallo pretende mimetizarse a veces con su padre, a través de viajes y proyectos de escritura muy parecidos, y se puede ver en el libro un intento de mimetización con el álbum de Pink Floyd, convertido así en una obra de transición entre la etapa experimental y lo que venga en adelante en la carrera de Agustín Fernández Mallo.

"Atom Heart Mother fue uno de los primeros discos sin el título en la cubierta y tampoco el nombre de la banda. También fue un álbum que se convirtió en icónico más por su cubierta que por su música"

En una nota a pie de página se nos dice que no se ha podido utilizar la foto de la cubierta del álbum de Pink Floyd por motivos relacionados con los derechos de autor. La foto, según nos cuenta su autor en el documental de Anton Corbijn Squaring the Circle, no debía significar ni sugerir nada. Pink Floyd quería alejarse de toda su carrera previa, desligarse de la psicodelia, de sus referentes anteriores, partir de cero, pero sin siquiera significar el cero, sin convertir el álbum en un punto de partida. Por eso acudieron a la agencia Hipgnosis, donde Storm Thorgeson, uno de sus fundadores, barajó varias posibilidades hasta que una vaca en un prado le llamó la atención. Estaba de espaldas a él y comenzó a darse la vuelta en cuanto notó su presencia. No llegó a terminar el movimiento. Click.

Atom Heart Mother fue uno de los primeros discos sin el título en la cubierta y tampoco el nombre de la banda. También fue un álbum que se convirtió en icónico más por su cubierta que por su música. A la gente le sorprendía la vaca en la portada y se preguntaba por su posible significado, aunque no significase nada. Pocos sabían que posiblemente, según cuenta el propio Storm Thorgeson en el documental de Anton Corbijn, la idea de las vacas se le ocurrió en una visita que había hecho en 1966 a Nueva York, cuando en una exposición en la galería Leo Castelli de obras de Andy Warhol se habían cubierto varias paredes con papel pintado con vacas. Posiblemente. No me consta que Thorgeson o alguno de los miembros de Pink Floyd estuviesen al tanto de que en 1967 un brote de fiebre aftosa había acabado con más de 400.000 vacas en el Reino Unido y luego muchos ganaderos tuvieron que ir en busca de buenos ejemplares a Estados Unidos y Canadá, para repoblar el país de bovinos. La vaca de la cubierta era una holstein-frisona, la raza más extendida ahora en Gran Bretaña, y se llamaba Lulubelle III. De los años 70 a la actualidad, las vacas han sufrido un importante revés por contribuir con sus pedos a la emisión de 65% de metano producido por animales, de modo que muchos expertos sobre el cambio climático han aconsejado que se reduzca su cría y consumo. Así, lo que en principio nació para carecer de significado ha dado un brusco cambio con el tiempo. Agustín Fernández Mallo, no obstante, no utiliza a sus vacas en Madre de corazón atómico con objetivos ecológicos, las utiliza para recordarnos hasta que punto a veces resultamos ridículos al dotar a un animal de atributos humanos, por hallar orden en la Naturaleza, un orden que no existe.

"Madre de corazón atómico es una novela que nos coloca a cada cual, seres humanos y animales, donde nos corresponde"

Todavía hoy existen países en los que los cuartos donde muere la gente se dejan tal cual, a veces bajo llave para que nadie entre en ellos. Eso no impide que en Tailandia haya muchas casas sin puertas para que los vivos y los muertos puedan moverse por ellas con libertad, mezclándose. No es raro encontrar altares con la fotografía de alguien fallecido y un plato de comida fresca para que su espíritu pueda comer si le entra hambre. Y también es común encontrarse con perros porque se cree que son grandes conversadores cuando se trata de hablar con fantasmas. John Berger, al explorar la cueva Chauvet, no se limita a hacer observaciones sobre las pinturas rupestres, habla asimismo sobre los esqueletos de oso que se encontraron en su interior y que sugieren que hubo un momento en que el hombre y el animal compartieron aquel espacio. Nos recuerda que en la Prehistoria los grupos humanos solían ser de unos quince o veinte miembros, que a veces no llegaban a encontrarse con otro grupo humano jamás, y que a su alrededor, mientras se movían en busca de caza, pesca, agua o tranquilidad, veían manadas de animales, cientos, miles, vagando por valles y praderas, fieros, peligrosos. Gracias a eso los hombres sabían que no eran el centro de nada, seguramente ni siquiera los animales lo eran. Para los hombres los animales, que los superaban en número, se convirtieron en una presencia importante. Sus pinturas en el interior de las cavernas así lo dejan entender. Las primeras civilizaciones, desde Mesopotamia a Roma, aún muestran un profundo respeto hacia los animales; de hecho, a veces sus dioses son mitad animales mitad hombres.

Leyendo este libro magistral, volcánico e inspirador de Agustín Fernández Mallo, pensé en El libro de los seres imaginarios, donde Jorge Luis Borges habla sobre una época en que los mundos que hay a cada lado de un espejo no estaban incomunicados como ahora, los animales vivían a un lado y los seres humanos al otro. Solo de noche se mezclaban. Pero un día los seres del espejo invadieron la Tierra. Hubo una gran batalla en la que las artes mágicas del Emperador Amarillo, que estaba de nuestro lado, prevalecieron. Se rechazó al enemigo y a muchos animales en adelante se les condenó a repetir, como en un sueño, los gestos de los hombres. Todas las culturas, al parecer, conocen estos hechos y todas saben que es posible que algún día al otro lado del espejo se vuelva a producir una rebelión. Hay quienes dicen que el primer ser que despertará de su condena será el pez. Al fondo del espejo percibiremos una línea tenue, será una línea que muy pronto despertará a más formas y entonces cabe en lo posible que del fondo del espejo nos llegue nuevamente el rumor de las armas. Mientras esperamos, Madre de corazón atómico es una novela que nos coloca a cada cual, seres humanos y animales, donde nos corresponde, recordándonos por omisión hasta qué punto este libro trata sobre el padre de Agustín Fernández Mallo como también sobre su madre, un padre y una madre que vivieron enamorados más de sesenta años, ofreciendo a su hijo con su amor la enseñanza más perdurable e indiscutible.

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Autor: Agustín Fernández Mallo. Título: Madre de corazón atómico. Editorial: Seix Barral. Venta: Todos tus libros.

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