Dar las gracias. ¿Cómo? Rápido casi sin tomar aliento; que él no se te olvide, cuidado con eso, que no sea el único recuerdo justo su antónimo, un olvido, el despiste por los putos nervios.
No podía ser pero ocurrió y ahora ese “va por ti” en realidad es, más que un agradecimiento, un reconocimiento porque quizá, contando lo que me ayudó, sirva para que otros, yo el primero, aprendamos de su ejemplo.
A David Gistau le debo no ser un novelista furtivo, anónimo. Aquel guasap que aún conservo y releo en mis bajones. El de un periodista celebérrimo pero, antes que todo eso, un pedazo de compañero. Fue el amigo quien me escribió preguntándome qué tal me encontraba, cómo andaba tras la arremetida que me dejó la mitad del cuerpo atascado. Entonces yo ya no trabajaba en El Mundo y, después de 23 años a pleno rendimiento, era un juntaletras medio lisiado y con un pronóstico médico que me reservaba sitio en la barca de Caronte.
Teresa me recomendó que lidiará con mi rabia, mi frustración, en realidad; con mi miedo; que cogiera el teclado y me pusiera a escribir. Así nació Moscas, mi primera novela, y empecé a barruntar lo que sería mi epitafio: “planté un árbol, tuve dos hijos, amé, fui amado y escribí una novela… ya está todo hecho”. Solo faltaba imprimirla, apenas diez ejemplares para que mi gente la guardara como recuerdo. De eso se encargaría un colega en su imprenta mallorquina de flyers para discotecas. Y yo, fabularía que un día mis nietos leerían al abuelo que no conocieron.
Pero David me pidió el texto, no sé si por curiosidad periodística, por cariño, por darme el abrigo que no pedí pero que necesitaba. No, no lo sé. Pero sí que en su mensaje y en los siguientes no había compasión sino camaradería. “Te lo mando, pero sólo para tus ojos… no está corregida, no creo que lo haga. Un abrazo, amigo”.
No tengo ganas de comprobar cuántos días pasaron. Seguí yendo a las terapias de movilidad, esperando que Teresa volviera del trabajo, viendo pelis absurdas para no pensar y deambulando por la casa sin atreverme a mirar a la cara a mis hijos, simulando una entereza que se me iba escapando por momentos.
Volvimos a escribirnos. Me insistía en que tenía que buscar editorial y yo le remoloneaba con que una amiga jefaza de una de las muy grandes me dijo que Moscas era “muy testosterónica, muy para hombres y quienes leen son mujeres”, le faltó añadir que también son mayoritariamente ellas quienes seleccionan las apuestas de las editoriales.
Él me contó sus decepciones, que su editorial acababa de publicar su novela más por su nombre que por su, añado, indiscutible calidad. Le contesté que el derecho a que le publicaran solo por ser David Gistau era un privilegio que se había ganado día a día como reportero, cronista y columnista, el mejor de los nuestros.
Así anduvimos varios días, quizá semanas, y la estrella siguió interesándose por el ángel caído.
“Tío, si me dejas se lo paso a Jabois”. Y Manu me escribió a esas horas suyas, nocturnas, muy nocturnas. Un mensaje conciso, lisérgico, curativo y generosísimo.
El resto es historia, la mía, la de un tipo que debe a un ser excepcional que aquellas Moscas empezaran a revolotear hasta posarse en Txalaparta. Por eso, ahora que en mi estantería hay un premio con forma de ojo, me gusta pensar que en realidad es David guiñando el suyo, cómplice.
Igual no tocaba escribir de lo que siento, pasado tanto tiempo, pero, ¿qué quieren que les diga?, uno nunca sabe cuándo le brota el agradecimiento
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