Meses antes de dejar de dar clases en la Universidad de Buenos Aires, Eduardo Sacheri (Esperando a Tito) me citó en la populosa cafetería de la facultad de Historia para hablar de fútbol. No lejos de Recoleta. Me costó arañarle media hora de su tiempo, pero aquello derivó en dos horas de charla futbolera en la que se pasó de la rigurosidad del café a la complicidad de la cerveza. Ya me había ocurrido algo parecido con César Luis Menotti, otro conversador delicioso de agenda imposible. En medio del bullicio, Sacheri, hincha irreductible de Independiente, me descubrió una hipótesis con la que he tropezado varias veces en estos años: “Messi no es un futbolista al uso. Es hijo del potrero, como Diego (por Maradona), y se comporta como tal incluso fuera de su hábitat. Leo no es un futbolista, es alguien que juega a la pelota rodeado de amigos. Da igual si está en Maracaná o en el Bernabéu. Es un niño feliz y la pelota siempre quiere estar cerca de él”.
El tercer cómplice de esta deliciosa corriente de pensamiento era Eduardo Galeano (Fútbol a sol y sombra). Uruguayo, hincha de Nacional y prolijo escritor de cuentos de fútbol también, sobre todo tras leer el Puntero izquierdo, relato de Mario Benedetti escrito en 1954 que fue un punto de inflexión en la literatura futbolera latinoamericana. Galeano fue el tercero al que escuché descifrar a Messi bajo ese prisma: “Leo es el mejor del mundo porque no perdió la alegría de jugar por el hecho simple de jugar. No se profesionalizó. Messi juega como un chiquilín en su barrio, no por la plata. Cómo se mete, cómo engaña, esa picardía que es tan linda de ver en los potreros. Messi juega como olvidándose que es el número 1. Lionel Messi no se cree Lionel Messi, por suerte».
Sacheri y Galeano reconocieron en Messi al personaje que creó Fontanarrosa, ese pibe de potrero al que persigue la pelota, ese chico del que “la pelota siempre quiere estar cerca”. Ese niño que podemos encontrar jugando con sus amigos en cualquier descampado de cualquier ciudad del mundo con la pelota cosida al pie. Lástima que el Gordo Soriano (El penal más largo del mundo) no llegase a ver jugar a Messi, porque Osvaldo disfrutaba fantaseando con las hazañas de esos pibes a los que pasaba horas viendo jugar en las calles.
Estos días hemos visto llorar en público desconsoladamente a Messi. Y llora como juega. Con un llanto sincero antes de despedirse del Barcelona y de sus amigos porque alguien decidió desprenderse del niño al que perseguía la pelota. Lloró en el peor escenario posible para un padre, ante sus hijos. Pero lo hizo con la sinceridad con la que lloran los niños que pierden algo que de verdad les importa, sin ahorrarse una lágrima o un sollozo. Lloró como se llora en las calles.
Hay quien reprocha a Messi que se vaya por razones económicas, cuando, en realidad, lo único que ha hecho es buscarse otros amigos para jugar a la pelota. Viendo llorar a Messi me acordé de una reflexión de Nick Hornby en Fiebre en las gradas: “Es una extraña paradoja que mientras que el dolor de los aficionados al fútbol es privado —cada uno de nosotros tiene una relación individual con su club, y creo que estamos secretamente convencidos de que ninguno de los otros aficionados entiende muy bien por qué hemos sido más golpeados que nadie— nos vemos obligados a llorar en público, rodeados de personas cuyo dolor se expresa en formas diferentes a las nuestras”. Messi no eligió llorar como un profesional, de forma contenida e institucional. Lo hizo como lo haría un aficionado, como ese pibe del que hablaban Sacheri, Galeano y Fontanarrosa.
El mismo niño que horas después llegaba ilusionado y sonriente a París, donde le esperaban nuevos amigos con los que jugar a la pelota. Empezando por Neymar, otro menino de la calle con el que ya se divirtió en Barcelona. Da igual la camiseta que pongan a Messi, porque él seguirá saliendo a jugar a la pelota con sus nuevos amigos. En Rosario, en Barcelona, en París o donde sea. Pase lo que pase, cuando nos despertemos, Messi, como el dinosaurio de Monterroso, todavía estará allí. En el potrero jugando a la pelota con sus amigos. Y eso es lo que le hace diferente. La arena de sus bolsillos.
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