Ante buena parte de la literatura contemporánea, me siento como U (you & tú), el antropólogo empresarial de Satin Island, que al principio de la novela de Tom McCarthy está atrapado en un aeropuerto, incapaz de escribir un texto convincente que resuma nuestra era. Él comienza con una observación sobre la necesidad de encontrar una imagen con la que uno pueda construir el andamiaje de su identidad, más allá de los relatos o imágenes de fantasmas que nos rodean. Por supuesto, la imagen no existe, pero existe el camino para llegar hasta ella. Y ese camino que parece haberse detenido en la novela es ya cualquier punto en el espacio, porque allí hacia donde miremos convergen signos que nos convierten en lectores/descifradores y porque finalmente todo se ha convertido —como predijo Stéphane Mallarmé— en un gran libro pendiente de cobrar forma.
Antes de dirigir Satiricón en 1969, Federico Fellini solía referirse a su proyecto como si se tratase de un viaje a la Luna. Para él, los casi dos mil años que le separaban de las aventuras escritas por Petronio equivalían a los 384.000 kilómetros que le separaban del satélite lunar. Supongo que los viajes en el tiempo y en el espacio debían de parecerle la misma cosa. Desde muy pequeño, el realizador italiano había leído las historietas gráficas de Flash Gordon y los clásicos grecolatinos, y aseguraba que su viaje a la antigüedad iba a ser como hacer «una película de ciencia ficción». Seguramente pensó que vestir a la gente de romanos y escenificar bacanales era algo parecido a vestirla con trajes de astronauta y colocarla en cohetes que recorren la galaxia. Seguramente pensó que cuando uno viaja en el tiempo da igual si es hacia delante o hacia atrás. José Ángel Barrueco añade con Los violentos una nueva posibilidad: la de viajar en el tiempo sin moverse. Parte de un conflicto menor sacado de proporción: dos hombres chocan en la calle, se increpan, se amenazan y se golpean, y en adelante se estudiarán porque ambos quieren hacerse daño recíprocamente. Ambos son padres de familia y viven con respiración asistida (como quienes llegan difícilmente a fin de mes, viven en apartamentos insalubres y traducen sus frustraciones en violencia doméstica). Los separan veinte años de edad, las drogas que consume uno y el alcohol que consume el otro, y clases sociales distintas y, sin embargo, bastante parecidas. Si uno los observa desde la comodidad de la lectura, podrían parecer seres de otro planeta, pero en realidad son solo productos del capitalismo y de una sociedad amenazada por una pandemia.
Al referirse a sus fuentes de inspiración mientras escribía Los violentos, además de la realidad misma, José Ángel Barrueco mencionó en alguna entrevista a J. G. Ballard, David Cronenberg y William Burroughs. Como cultivadores de la ciencia ficción, los tres siempre se han mostrado demasiado perezosos para apartarse del presente. Su visión del futuro consistía en que vivimos a no más de cinco minutos de él, entre los pliegues del tiempo, donde lo importante no es lo que sucederá sino más bien lo que ya está sucediendo. Por eso sus obras no proponen imágenes nuevas y se conforma con provocar inquietud en torno a las que todos podemos ver a diario, robándole el aire de familiaridad que proyectan al cambiarlas de lugar, provocando en ellas una sensación siniestra, como cuando lo familiar nos muestra sus ángulos ciegos y ya no lo reconocemos. Ballard supo hacernos ver cómo una carretera se transforma en una cicatriz y un edificio en un cementerio, con Cronenberg descubrimos que el cuerpo humano es un campo de batalla y que la tecnología es su prótesis, y gracias a Burroughs nos dimos cuenta de que el lenguaje ha acabado convirtiéndose en un virus. De ellos ha extraído Barrueco los elementos dominantes en su novela, atravesada por continuas referencias al cine, las series o la música, hasta convertirse en una especie de palimpsesto cultural.
A Ballard, Cronenberg y Burroughs cabe considerarlos exiliados del tiempo, poetas con una conciencia trágica de la existencia, sin mucha fe en nada pero con un espectacular talento para describir las ruinas de cualquier porvenir. La novela de José Ángel Barrueco entraría en esa misma categoría si no fuese por que en ella hay un personaje femenino joven que, en medio de un ambiente de violencia de género, se interesa por el feminismo y comienza a pensar en un posible futuro mejor a través de él. Gracias a ella salimos de la crispación y los golpes, de las litronas y los tetrabriks de vino peleón, no necesitamos de esos lenitivos que hacen más soportable el mundo moderno para el resto de los personajes.
José Ángel Barrueco se presenta en Los violentos como alguien capaz de mezclar la literatura de género más sofisticada y la brutalidad de la novela negra con tintes sociales. Un extraño ejemplo de doctor Jekyll y Mr. Hyde, de personalidad escindida entre J. G. Ballard y Edward Bunker, refinado para dar pinceladas descriptivas y tosco dialécticamente, cuando sus personajes hablan entre sí. Su novela nunca se presta a venderse por completo a ningún estilo: ni demasiado poética ni demasiado realista, siempre con un pie en ambas orillas del lenguaje, siempre con un pie en el presente y otro en el futuro. Si J. G. Ballard decía que «la tarea de un novelista es la de un científico: diseccionar el cadáver», José Ángel Barrueco parece sugerir que la tarea de un escritor es la de servir de testigo, de sí mismo, del mundo donde se mueve, para saber así describir el presente y dejar entrever entre sus pliegues el futuro, como si ya estuviera ahí, a nuestro alcance. De algún modo, su novela nos ayuda a ver no para prevenirnos sobre el futuro sino más bien para instalarnos en él, con cierto grado de poesía perturbadora, mucha violencia física y psicológica, y con toneladas de humor caníbal.
Los violentos nos introduce en un universo sin leyes narrativas aparentes, construido a partir de una unidad de lugar donde sucede todo, en un barrio que simboliza la desaparición de las clases, las nacionalidades y las razas, mezcladas en el mismo espacio, sin que se singularicen en apariencia pero al mismo tiempo aumentando sus anacronismos y diferencias a causa de la precariedad. Parafraseando al Príncipe de Salina en El gatopardo de Lampedusa: el universo descrito en Los violentos ha cambiado para que en él todo siga siendo igual. Los africanos y los latinos se han acercado a los europeos y, aun así, no han conseguido mezclarse con ellos, viven en el mismo barrio aunque no compartan experiencias, solo la violencia del ambiente, que los hace a todos seres violentos. Viven en la realidad y la realidad es muy caprichosa si uno la observa de una vez, sin aislar sus partes. Se diría que entonces parece un asunto de ciencia ficción.
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Autor: José Ángel Barrueco. Título: Los violentos: Una historia de Lavapiés. Editorial: Bunker Books. Venta: Todos tus libros.
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