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Cuando el «malo» de la novela podría leerla

Cuando el «malo» de la novela podría leerla

Hasta pocos días antes de que se publicara Los trucos de la bestia, mi primera novela, tuve las típicas preocupaciones que imagino serán comunes en cualquier escritor: si la historia gustaría, así como la forma en la que estaba escrita; si la trama resultaría lo suficientemente atrayente y si habría metido la pata en algún punto o se me escapaba algo que pudiera quedar en evidencia cuando saliera a la luz. Pero unos días antes de que llegara la fecha marcada en rojo en mi calendario, un pensamiento barrió de pronto todos los demás y me tocó en el hombro de madrugada más veces de las que quiero recordar: ¿el desconocido que inspiró esta novela, y el incidente que dio pie a que escribiera las primeras líneas casi de forma compulsiva, la leería, se reconocería en sus páginas y me buscaría para pedirme cuentas? ¿Se enfadaría por haberlo plasmado como un ser intrigante, oscuro y un poco psicótico? ¿O me perdonaría porque también es un personaje guapo y carismático? ¿Tal vez vendría a desmentir lo que digo de él?

Porque el making of de esta novela arranca en un encuentro casual en la vida real con «el malo» de mi libro. Ocurrió hace ya unos años, una tarde de entre semana de un día cualquiera de finales de octubre. Caminaba por mi barrio hacia el supermercado, cuando se interpuso en mi camino un chico bastante joven con una rarísima mirada de un azul casi transparente que no he vuelto a ver nunca más. Me explicó que se sentía solo en San Sebastián porque la ciudad era muy cerrada y que estaba intentando contactar con gente joven a través de su afición: dibujar. Me señaló con el dedo el lugar donde supuestamente estaba exhibiendo sus dibujos, una casa aplastada por las nubes en la falda de Ulía, uno de los sinuosos montes que cierra la ciudad por un costado. Había algo en el joven que encendía las alertas, quizá su mirada, tan desangelada, y ese aire desgarbado que crujía como alas de murciélago en torno a sus gestos; o igual solo era su forma de hablar, con aquella amabilidad exquisita, pero afilada en las partes que no se veían a simple vista. Y aunque acepté la tarjeta que me ofreció con algunas indicaciones y una muestra de sus dibujos, no acudí a su exposición. No aquella tarde. Días después, sin embargo, y movida por la curiosidad, me acerqué hasta aquella casa. Estaba cerrada y, desde las ventanas, el interior parecía vacío, abandonado.

"Lo cierto es que en aquella pequeña investigación me topé con personas muy particulares con historias más particulares aún"

El asunto me dejó un poco intrigada y la curiosidad me empujó a buscarlo en pequeñas exposiciones de pintura más corrientes —estas sí— que se celebraban en mi ciudad; exposiciones que a su vez me abrieron la posibilidad de conocer a algunos artistas. Fueron ellos quienes me dieron, sin pretenderlo, algunas de las claves de esta novela al hablarme de extravagantes formas de vivir el arte. Sin entrar en detalles, lo cierto es que en aquella pequeña investigación me topé con personas muy particulares con historias más particulares aún, y llegó un momento en el que tenía un montón de material en la aplicación de notas de mi móvil y más o menos el triple en mi cabeza. Y una historia sobre una desaparición de un niño bien de la ciudad al que rodean una serie de personas muy enigmáticas empezó a escribirse casi sola, y yo diría que a lo bestia, en mi ordenador poco después.

Pero no todo fue espontaneidad narrativa. Mientras escribía, había dos cosas que me obsesionaban: por un lado, quería que la trama estuviera muy viva, que fuera ágil y que discurriera en la ciudad, pero no en sus esquinas, en sus barrios más hundidos o en las peores calles, sino en sus partes bonitas, en sus lugares comunes. Quería recrear esa corriente subterránea que había palpado mientras buscaba al «malo» entre las bellas y raras calles de mi barrio.

Otro asunto que me rondaba como una mosca eran los personajes. Mi idea era que por Los trucos de la bestia desfilaran esas personas que parece que se han escapado del catálogo en las ciudades pequeñas y medianas, donde la población tiende ligeramente a homogeneizarse; esas que no pegan donde viven, que son especiales.

"Tuve que rebobinar algunas veces, rehacer y volver a rehacer, pero disfruté mucho, no fue un camino farragoso"

Y luego estaba el ritmo y los giros en la trama. Como madre de tres niñas pequeñas, mi capacidad de concentración ha caído en picado estos últimos años, y necesito que lo que leo me estimule, no de una manera demasiado grotesca —tampoco me entusiasman las novelas en las que la acción parece escrita entre ráfagas de metralleta— pero sí de forma que provoque que quiera hundirme más y más en mi sofá aunque no sea especialmente cómodo. Mi objetivo era conseguir esa mezcla de ritmo, interés e intensidad.

Durante los meses que pasé escribiendo esta novela solo pensé en ella, no de una forma agobiante y tortuosa, sino con la emoción a  flor de piel. Ni siquiera se me empantanó demasiado, ni hubo hojas en blanco o parones o días de atasco, iba casi sola. Por supuesto, tuve que rebobinar algunas veces, rehacer y volver a rehacer, pero disfruté mucho, no fue un camino farragoso, «el malo» y sus amigos raros tiraban del carro con su carisma torcido. Además, escribía para entretenerme, en aquel momento no tenía un plan concreto. Bueno, claro que quería un futuro para aquella historia, pero por aquel entonces era mi pasatiempo personal y me lo estaba pasando en grande dándole forma. Después llegaría la hora de la verdad: buscarle un camino, sacarla a la luz. Pero durante el making of fue mi juguete, y sus personajes mis compañeros. Más tarde, a la luz de la publicación, sus sombras se volvieron más alargadas, eso sí… Pero esa es ya otra historia.

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Autora: Lide Aguirre. Título: Los trucos de la bestia. Editorial: Almuzara. Venta: Todostuslibros y Amazon

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