Este libro es la historia de un viaje circular e intermitente de tres años de duración, el que condujo a José Carlos Llop en la primavera de 2015 desde Palma de Mallorca al Port de Valldemossa, con una estancia en Burdeos, para regresar de nuevo a Palma en verano de 2018, pues todos los caminos conducen a Palma, la Roma particular del autor de Reyes de Alejandría (2016). El viaje nace de una única pregunta, tal vez la decisiva, epifánica desde luego: “¿En qué momento nos convertimos en corresponsales de nuestra propia vida?”. La respuesta es esta novela, el resultado de los cuentos de una tribu que tiene en el maduro protagonista un final de raza, y que legará a la posteridad su Oriente relatado, la historia de cierta transparencia de miras mientras encara el último tramo de la vida y ordena sus recuerdos, la evidencia de los gestos de una existencia estéril que tratará de compensar mediante el recuento de sus días.
Hay novelas en las que te abismas hasta la desesperación; la de José Carlos Llop (Palma de Mallorca, 1956), además, te saca a flote y ahí te deja, para que seas tú quien decida hacia qué horizonte bracear. La salvación ya solo depende de uno mismo, pero habrá de darse con el libro bajo el brazo: tal es su hechizo. La lectura como consuelo. También la escritura lo es. Consuelo. Consuelo y narcótico, a la espera de un futuro prometedor que habrá de incluir cine, canciones, novelas, amores… Sobre todo amores. Sobre todo uno, el enamoramiento del narrador, un profesor universitario de clásicas experto en Ovidio que a punto de llegar a sexagenario se rinde a los encantos de Miriam Lasa, su alumna amante. Se enamora de una mujer que no es su mujer, y por eso la ofendida Ana —también profesora universitaria, de Arte en este caso— lo echa de casa. Ya no lo reconoce en su extravío amatorio, lo siente confuso, huidizo, esquivo, perdido, hechizado por otra mujer que no es ella. Sin aspavientos le señala el territorio que habrá de ocupar a partir de ahora: la intemperie, o toda la intemperie que cabe en una alcoba con baño al fondo, donde en un par de meses da forma a la escritura en la que trata de contarse mientras relata parte de la historia familiar. El hallazgo de unas cartas guardadas durante décadas tras la muerte de su madre propician la remembranza y la reconstrucción del árbol genealógico-sentimental de su “desordenada” familia desde mediados del siglo XX hasta el hoy mismo.
Como la magia verbal que se encierra en la novela, también las siete partes en las que ésta se divide responden a una numeración que concentra en el desarrollo de cada uno de los episodios de la anécdota un modo de encarar lo que cuesta descifrarse —lo que no logra atisbar ni el propio narrador—, pero que tiene en el mecanismo poético del uso de las mejores palabras en el mejor orden posible una respuesta a la comprensión final de Oriente. Sí, la respuesta a aquella pregunta inicial viene envuelta en una metáfora, en lo que significa Oriente para la vida del narrador —“símbolo del deseo de lo que no conocemos”—, en contraste con lo que supone Occidente. En el fondo, lo que enmascaran los puntos cardinales opuestos es un modo particular de entender el amor. Nuestro protagonista intentará, como su querido Ovidio, llegar al origen de su castigo imperial, desde la afirmación en la que se le revela al lector que “el amor no se zanja, se abandona”. Es así como la novela deviene un Arte de amar alternativo y exclusivo, texto que valdría como Libro de Familia de los amadores y amados de la estirpe ancestral del profesor, que trata de contarnos la vida ajena para apropiarse de la propia, para “escribirse a través de los otros.” Un profesor que al final cumple su sueño, cifrado en la voluntad de ser escritor mientras cree haberse convertido únicamente en un funcionario de la literatura en un Departamento universitario de Estudios Biográficos. El relato justificará su pertenencia a ese grupo de escritores circunstanciales y seguramente bartlebys que llevan a cabo su sueño de un modo accidental, singular y único, casi sin proponérselo.
Es así como aparecen en escena Sara Gorydz (periodista, judía y polaca), Paolo Zava, Hugo, Miriam y ese gran personaje que Llop crea con La Abuela Ponga un Poco de Todo, de la que nada anticiparemos para que la sorpresa siga siendo mayúscula, pero que se erige una intérprete avezadísima de los misterios de la vida, y del amor, que no puede hablarse de vida sin su presencia, la del amor, ni tampoco de la muerte, pues “todos los hombres escapamos de la muerte al amar a alguien.” También va dejándose notar la querencia por cierta estirpe de escritores de gesto aristocrático, en un sentido amplio del término, entre los que cabe citar a Karen Blixen, Fitz-James O’Brien, Ernst Jünger, Heinrich Heine, Vladimir Nabokov, Choderlos de Laclos, Giacomo Casanova, François Villon, Ezra Pound, Jaufré Rudel, Marcel Proust, Edgar Lee Masters, Cyril Connolly, Reiner Maria Rilke, Leonard Cohen o Nick Cave, cuya presencia se hace verosímil dada la formación académica del narrador de Oriente, lo que evita ciertas críticas a un supuesto exceso culturalista, aquí totalmente justificado y necesario.
A veces hay que recurrir a quienes cuentan mejor que uno mismo la experiencia humana, y si para Jünger una mujer es “sutil, precisa y mercurial”, así mismo es esta novela sobre el amor de oídas, el amor cuya mirada nos crea y nos anula; nos crea cuando somos reconocidos por esa mirada amorosa que nos hace sabedores de lo que somos y de lo que podemos ser, y nos anula cuando aquella mirada fundadora se va y nos abandona, cuando la conversación que es toda historia de amor deja de decirse y se acaba, cuando desaparece la música cómplice que mece, bate y pone a danzar a los cuerpos enamorados. Es así como surge uno de los temas fundamentales de la novela, resumido en que el amor no existe fuera del lenguaje y la representación. Ciertamente, el amor —por más que sólo sea una máscara del deseo— ha de decirse, ha de contarse para constatar su existencia y apuntalar su supervivencia, dado que, como aventura el narrador, “el amor sin la palabra es como la historia sin la escritura.” Y así va progresando el sentimiento, como lo hace esta historia, a pequeños capítulos, para evitar melifluidades o indigestiones.
La prosa de Oriente contiene profundidad sápida y se muestra vertebrada como esos esqueletos de elegancia irrepetible que encontramos en algunos seres que venturosamente se cruzan con nosotros por el mundo. Se trata de una novela valiente, que no renuncia a mostrar los lugares oscuros que laten en los corazones de sus protagonistas, sus contradicciones, sus afectos, sus alivios, nada recatada ni pacata en el recuerdo de episodios célebres en los que alguien ha podido servir con delectación esclava al desorden que auspicia el dios Dionisos, léase Lolita, Novecento, o los estragos emocionales que puede comportar la visión del rombo de Michaelis, sin ir más lejos. Prosa sin afectación, pero plena de matices y de fragancias (fresias, jacintos, aspidistras, orquídeas, peonías…), más allá de la atmósfera de ese país inventado por el deseo que es el enamoramiento.
Oriente misma se convierte, al fin, en la carta que jamás pudo escribir el narrador a su amada Miriam. En ella se constata que aquel amor existió. La prueba de que aquel amor aconteció y por ello puede ser contado en forma de arte narrativo. Pues, “¿qué hace la literatura sino recuperar las emociones que solo hemos vislumbrado y convencernos después de haber sido sujetos o partícipes de esas mismas emociones con idéntica intensidad?”, se pregunta el mismo narrador que nos ha llevado al final de esta indagación familiar. Ése es el modo en que José Carlos Llop nos muestra con su escritura lo que no acertábamos a sospechar, lo que no sabíamos poner en orden para comprender, para ver y oír con claridad lo que nunca antes supimos captar. Por eso cuesta dejar Oriente. Por eso se regresa a Oriente. Por eso ya no se puede renunciar a Oriente, a la exquisita, extraña, insólita Oriente.
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Autor: José Carlos Llop. Título: Oriente. Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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