Francine du Plessix Gray escribe sobre Otros porque solo así es capaz de comprender su Yo.
“Qué doloroso y agridulce es estar finalmente sola, a cargo de todo”.
A Francine du Plessix Gray le hicieron falta casi 75 años, varias novelas y ensayos, muchos artículos en The New Yorker y Art in America, otras tantas informaciones para United Press International y las biografías de Otros ajenos, como Simone Weil y el Marqués de Sade, para concluir un libro con esa frase. Y para comprender que tenía que escribir su propia historia desde fuera: debía hablar de Ellos para poder entender su Nosotros y finalmente descifrar su Yo.
Esta escritora global (nacida en Varsovia de padre francés y de madre rusa, testigo de la guerra y del exilio, ciudadana de París, de toda la geografía estadounidense y de casi todo el mundo) narró en 2005 la historia de su familia, la larga y compleja historia de un grupo dispar de personajes, en Ellos, libro de difícil asimilación a un género literario concreto que ahora publica en español Periférica & Errata Naturae.
Por esta obra extensa desfilan abuelos, padres, padrastros, tíos, primos, amigos investidos de tíos (los hay en todas las familias, admitámoslo), tíos despojados por despecho del título de sangre (también)… y la propia Francine, niña, joven, adulta, con sus miedos, sus traumas y sus leyendas sin resolver. Pero siempre en un segundo plano, como una espectadora que se limita a dar cuenta de los hechos pese a ser el eje sobre el que se articula su concepto de familia, la herencia atávica de la que ninguno, nos guste o no, podemos despojarnos. Ese es uno de los grandes méritos (además del literario, grandioso) de este libro inclasificable: que a través de una prosa elegante y cautivadora consigue que su Nosotros se convierta en Ellos no solo para su pluma sino para todos los que nos acercamos a sus páginas.
Du Plessix habla, por ejemplo, del tío Sasha, un ser de “generosidad legendaria”, que “muchos días tenía que poner un aviso en la puerta de su estudio que decía: HOY NO TENGO DINERO”.
Cuenta partes de la vida de Semyon Lieberman, el padre de su padrastro, antibolchevique y sin embargo amigo de Lenin, comerciante y sin embargo horrorizado por “la anchura y profundidad del abismo que separa a la masa del pueblo ruso del puñado de terratenientes, banqueros y oficiales” de la Rusia de 1915, cuando ya sabía que “la Revolución era inevitable”.
Del padre de Francine, el diplomático y vizconde Du Plessix, cuya muerte en acto de guerra le fue comunicada demasiado tarde a Francine y ambos, la muerte y la noticia de ella, la dejaron sumida en un pozo de furia y frustración que posiblemente no había superado aún en 2005.
De muchos más, pero, principalmente y casi por encima de todos, de su padrastro Alex, nieto de granjeros arrendatarios en Ucrania, emigrado como su madre y segundo marido de esta, que llegó a alcanzar uno de los puestos más altos en el imperio editorial Condé Nast. Fue un ser que siempre despertó en la niña Francine amor y rechazo, calor y distancia, ternura e incomprensión… siempre en mayor proporción los primeros.
Y de su madre, muy especialmente de su madre: Tatiana du Plessix Lieberman, diseñadora de sombreros que tenía “una fe nietzscheana en el éxito (‘con los triunfadores no se discute’)”. A Tatiana la marcaron dos hitos: su relación con el gran poeta de la Revolución Vladimir Maiakovski, de quien fue amor sagrado y musa, y su suicidio, poco después de que se casara con Du Plessix.
La autora confiesa que, aunque ella nació meses después de la muerte de Maiakovski, siempre le consideró un rodnoi, “un familiar amado y perdido en el que pienso y a quien lloro con frecuencia”, de quien obtuvo “la parte más valiosa” de su herencia: “El dolor de mi madre”.
Francine recibió a partes iguales amor y dolor. Un amor inmenso e intenso de una madre a la que el mundo debía dirigirse y no al revés, “ella dio muy pocos pasos hacia el mundo”, pero que con frecuencia la relegaba en pos de otros amores por los que olvidaba su amor primario e incluso descuidaba la alimentación, el sueño y el vestido de su propia hija.
Tatiana fue (seguía siendo todavía en el momento en que esa hija escribió Ellos) el gran misterio que dejó huella imborrable en su única descendiente. De belleza deslumbrante y talante egocéntrico, amante del glamur pero inmersa en la pérdida de todo lo que un día tuvo…
¿Cómo puede encajar en una vida así una niña pequeña y sola? ¿Y cómo consigue narrar esa niña, ya adulta, 730 páginas sobre todo el bagaje que su madre, acompañada de los Otros que son Ellos, le ha legado, cuando en realidad lo que desea es hablar de sí misma como parte de un Nosotros?
Difícil explicarlo. Pero Francine du Plessix lo hace. Y con maestría: es capaz de manejar el lenguaje poético revistiéndolo de imparcialidad periodística, se ajusta el catalejo de la Historia al ojo menos emocional y con el otro ojo llora su pasado, el de los demás que terminaron conformando el suyo propio a una edad en la que ya es posible comprender la parte por el todo. Y viceversa.
¿Y cómo consigue hacerlo sin que la narración de lo censurable dé pie a la crítica demoledora? Tampoco se explica. Pero se ve, se palpa, se siente en cada una de las páginas. Es un ejemplo de buena literatura, de sincero ejercicio de interpretación del Yo, de aséptica visión de lo que, como todo en todas las vidas, siempre tiene dos caras. A veces, más.
Tan honesta, tan vital, tan gentil. Tan íntegra y cabal. Tan gran escritora. Tanto, que, después de todo el corazón volcado en un tomo que habla de quienes la hicieron como es, derrama la última gota de su savia en un último acto de justicia: “Gracias”, susurra. “Gracias, amados míos, les digo a Ellos, nunca dejaré de daros las gracias”.
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Autora: Francine du Plessix Gray. Título: Ellos. Editorial: Periférica & Errata Naturae. Venta: Amazon y Fnac
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