Imagen de portada: Escritor en su estudio, Rembrandt.
Me estoy acordando estos días de lo difícil que es escribir una novela. Después de mucho tiempo haciendo otra cosa (hijos, mayormente), de escrituras tentativas, ensayos, artículos, silencios, me propuse enfangarme en una novela como Dios manda, y fueron muchas las sorpresas que me llevé escribiendo ya sólo el primer párrafo. La más grande sería que, después de haber publicado no sé si ocho o nueve novelas, tuve la absoluta convicción de no poseer ni la más remotísima idea de cómo se escribe una novela realmente.
El tiempo pasado sin practicar narrativa larga, unido al picoteo casi diario del artículo, pueden apuntar razones sobradas para esta incompetencia sobrevenida. Tampoco la edad ayuda, pues todo en la juventud, y más en la extrema juventud, es más fácil por un motivo increíble: no tienes nada que perder.
Al contemplar ante mí los doscientos folios en blanco (o cien, en Word, interlineado simple) hipotéticos que habría de rellenar para cumplir con mi propósito de escribir una nueva novela, me acordé de la cantidad de cosas que se me ocurrían a mí cuando escribía novelas (mayormente en El talento de los demás, novela que si leyera yo mismo ahora, sería incapaz de detectar todas esas cosas que se me ocurrieron, todos esos guiños o juegos de palabras o trucos o referencias veladas y demás), y, sobre todo, del catálogo muy extenso de destrezas que se precisan para contar una historia.
Asimismo, recordé la cantidad sucesiva de decisiones que uno tiene que tomar, y cómo una sola mala decisión quiebra un proyecto narrativo o lo desvía de su destino histórico o del sueño legendario con el que lo pusiste en marcha.
Escribir es un infierno.
Tenemos, precisamente para empezar, el comienzo. Como soy un romántico, sigo pensando que las novelas no pueden empezar tal que así: “María pidió un café”, sino que deben buscar (como las películas) ese primer plano impactante, original, único, distinto, revolucionario o, cuando menos, inusual y gustoso. Pero escribir la primera frase tratando de ser revolucionario, original, impactante y cinematográfico ya sabotea la naturalidad con la que debería salirte esa primera frase.
Luego está el tono y el estilo. Como he leído de más y he escrito de menos, y podría decirlo al revés (he escrito de más y he leído de menos), puedo elegir, para el proyecto que nos ocupa, entre un tono Peter Handke y un tono Mercè Rodoreda y, eligiéndolo, luego hay que estar ocho meses o más obedeciendo a esa elección. Y a lo mejor lo que tendrías que haber elegido es el tono que no elegiste. O un tono faulkneriano; o uno más coloquial; o uno más seco; o uno más barroco.
Me doy (me di) cuenta en este punto de lo realmente condenatorio de la decisión: que debería imponerse por sí misma. De hecho, no recuerdo en mis novelas ya escritas, publicadas y olvidadas (por mí, sobre todo) haber elegido tono alguno, sino que, de manera totalmente automática, el día que empezaba una de ellas, ya estaban decididos (quién sabe cómo) su tono y su estilo.
Lo que me pasa ahora es que no sé qué autor quiero querer ser. Es como un paso atrás en la vocación literaria, pues antes al menos quería ser como Fulano o Mengano, y no me paraba a pensarlo.
Más detenimientos fatales encuentra uno al darle vueltas a quién narra la historia (por lo menos una historia tengo), si es uno mismo como tal, un yo transmutado, un narrador omnisciente o varias voces. Es tan determinante esta elección que no puedo poner ni una coma hasta que me asista una respuesta.
Además, como soy un romántico, quiero que la novela tenga una estructura, una idea de estructura, a ser posible genial y deslumbrante. No me vale con narrar de A a Z, con dividir en capítulos o secuencias, con amontonar día a día una página sobre la página del día anterior, y así hasta las doscientas.
Al mismo tiempo, pienso que da igual, y que muchos libros que me gustan y que os gustan (Ordesa, Feria) no son más que trozos del día a día de la escritura acumulados, y ya está. Como que no hay que complicarse tanto, razono.
Pero, amigos, antes escribir una novela era una cosa seria, napoleónica, multi-instrumental. Había que saber escribir (esto es en lo único en lo que tengo alguna confianza); saber hacer diálogos; saber hacer descripciones; conocer la psicología humana; documentarse (facultativo); dominar la elipsis (como el tono, el gran secreto del arte narrativo); dominar la creación de personajes (lo que menos me ha interesado en toda mi vida: el personaje); tener una historia, o una no-historia, o una situación. Y más cosas que ahora no recuerdo. Imaginación. Ingenio. Y saber releerse y corregirse.
Y luego, porque soy un romántico, hay que acabar el libro con una frase genial y deslumbrante.
O sea.
Todo ello, encima, para nada. Porque, sabiendo o concediendo valor a lo enumerado más arriba, puede salirte, tras un esfuerzo sobrehumano (hijos, trabajo, y escribir), una novela correcta, que es la peor de todas, la novela simplemente correcta. Mientras que poniéndote a escribir a lo tonto, te sale una tontería, pero la tontería siempre es mejor que el buho disecado, porque es más expresiva. Muy expresiva, de hecho.
Ahora yo creo que se escriben muchas novelas donde se demuestra sobre todo no tener ni idea de escribir novelas, y no parece que a nadie le importe mucho. Escribir novelas es escribir Castillos de fuego, de Ignacio Martínez de Pisón, por aclararnos.
Y al final he escrito este artículo, precisamente para no tener que escribir una novela.
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