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Cuando fui libro

Cuando fui libro

Quienes ya peinen canas es fácil que recuerden una película ochentera titulada en castellano El chip prodigioso. El prodigio consistía en que el protagonista se miniaturizaba para introducirse en el interior del cuerpo humano, como si fuera uno de esos personajes de Érase una vez el cuerpo humano ―seguimos peinando canas―. Bueno, pues algo así me ha pasado pero en modo editorial, aunque tal vez mi metamorfosis se aproxime más a la de Kafka, por lo trágico: hace una semana amanecí convertida en libro, y así sigo. Para ser más exacta, me he transmutado en una novela de un autor poco conocido.

Mis tapas, blandas y no muy gruesas, me agobian en este almacén húmedo y oscuro donde me he despertado. Imagino que por el puñetero calor de este septiembre y por las toneladas de papel que nos rodean. Unos estantes más abajo he reconocido el último libro publicado por el tipo este que vendió cientos de miles de ejemplares hace un par de años. Lo había visto anunciado en televisión cuando todavía era una persona normal, y ahora resulta que es mi vecino. El libro, no el autor. Hay pilas y pilas del mismo título. Es fascinante. Sobre todo si piensas que casi no se lee. Qué suerte… Me pregunto cómo se consigue llegar  hasta ahí.

En los días que llevo en el almacén he visto bastante movimiento, pero va por zonas. A la mía no se han acercado. Confío en que hoy sea mi día y, por fin, sea uno de los ejemplares empaquetado en esas cajitas marrones rumbo al mundo exterior.

Han dado las luces y veo venir a un mozo con camiseta naranja. ¿Vendrá a por mí? Sí, venga, por favor, por favor, por favor… ¿Sí? ¡Sí!

¡Pero, qué hace! ¡Hostia, qué golpe me ha dado!

Me acaba de incrustar a presión entre otros cinco títulos. Yo no voy sola, me acompañan dos ejemplares más igualitos a mí, como las trillizas.

Por lo que veo, somos una caja de pupurri, variadita. El amigo de enfrente va a caja completa, qué fiesta se llevan, oye. Podrían haberme hecho un hueco, que en esta no conozco a nadie.

Vaya, ya no veo nada. Han cerrado la caja, que por cierto huele fatal, y la oscuridad es total.

Tras un viaje largo sé que he llegado a la librería por los varios golpes que me he llevado en la contra. Oigo voces. Sí, ya han abierto todas las cajas del vecino y alguien teclea las cantidades mientras las canta en alto. Qué bien, luego vamos nosotros. Mis compañeros están mudos, asustados. Durante el viaje me explicaron que a veces vuelves a casa sin haber salido de la caja. Se lo contaron compañeros veteranos del almacén. Yo no lo creo, eso es imposible.

A ver, que nos menean. ¡Bien! Ya nos toca. Uf, qué susto me han dado con el cúter. Casi me rajan la cubierta. Inspiiiiiiro. Qué gusto poder respirar. Una joven está leyendo el albarán con cara de pocos amigos.

―¿Qué libros van en esa caja?

―Las novedades de la editorial Segunda Letra. Siete títulos a tres ejemplares.

―Pues vaya mierda. Mucho curro y mucho espacio para no saber ni de qué van. Deja la caja ahí al lado, que no moleste. No hace falta ni que los des de alta. Sigue con aquella.

―¡Oiga! ―Intento saltar, pero me pesa el lomo― Que estamos aquí…

―Esos ―y va el tío y nos señala con el dedo― el mes que viene se los devolvemos al distribuidor y solucionado.

Nada. Me han dejado arrinconada con el resto de compañeros. Están tristes, como yo. No entiendo lo que pasa, aunque, bueno, sí lo entiendo. Nuestra caja les da siete veces más trabajo que las cuatro del menda. ¿Qué haría yo en su lugar? No lo sé, dependería del trabajo pendiente. Pero viendo la de cajas que van y vienen desde ese almacén ―y hay muchos más―, imagino a esa pobre chica saturada y agradecida ante la sugerencia de su jefe de pasar de nosotros.

Desde aquí consigo ver por la rendija de la puerta entreabierta la sala principal. Han hecho una pila preciosa con los libros del superventas. Parece una pirámide y está rodeado de carteles publicitarios. La portada es impactante. Yo lo compraría. En el rato que llevo de voyeur, machacándome, la pirámide ha perdido altura y las pilas de los lados han bajado.

Los lectores llegan, curiosean, leen unas páginas de una novela cuya portada les ha llamado la atención y la sinopsis les ha seducido, compran… A algunos, pocos, les he visto preguntar por un título en concreto.

¿He oído mi nombre? ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Si estuviera en mi ser habría golpeado una mesa con los puños, pero me tengo que aguantar. Un lector ha preguntado directamente por mí, vamos, por nosotras, las trillizas. Tranquilas, que ya salimos. Menos mal, es un alivio.

¿Cómo? ¿Que la librera no conoce el título? ¿Que no aparece en el sistema? ¡¿Cómo coño va a estar en el sistema si nos has aparcado en la rebotica?! Pues claro que no estamos en el sistema, estamos en la puta caja. A este paso, de la rabia que tengo consigo saltar el borde. No, no se ha equivocado de título, me llamo así aunque tú ni te acuerdes de que aparecía en el albarán que has tenido en tu mano esta mañana. Le insiste, se lo ha recomendado una amiga que lo leyó en digital. La librera le recomienda un par de títulos, incluido el de mi vecino el superventas. Una buena profesional.

Mira qué bien, al final se ha llevado otro libro. El best seller no, otro de la mesa de novedades. Dudo que vuelva; lectura tiene y, para ella, lo importante es leer, disfrutar, lo mismo da una que otra, que no somos familia ni nada. Y nosotras, metidas en una caja, fuera de las listas, somos invisibles.

Han apagado las luces. No queda nadie. Los veintiuno estamos mudos, resignados a volver a casa tal y como salimos. O no, peor, volvemos inseguros, marchitos, deprimidos. La duda nos corroe: ¿volveremos a viajar? ¿Llegaremos a entrar en la base de datos de alguna librería? ¿Aterrizaremos en la mesa de novedades o los de la editorial Segunda Letra volamos derechos a una balda lateral? Ay…

Y, de vuelta en el almacén, en la húmeda oscuridad de mi estante, me pregunto si, algún día, se romperá este maleficio que me tiene prisionera en una caja haciéndome invisible a los lectores entre tanta tinta fresca.

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NOTA: Basado en hechos reales. Los nombres han sido cambiados para preservar la intimidad de la obra protagonista de la historia.

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