Yo he sido muy tonto y aquí trataré de explicarlo. Miren que el otro día estaba en una librería donde doy talleres y había un ágape. El librero invitaba a sus profesores a una copa por Navidad. Entre ellos había uno que daba guión o cine, o que, en cualquier caso, trabajaba en ese mundo. Nos habló de los premios Goya. Se reía revelando que todos sus amigos o conocidos nominados andaban estos días escribiéndole a él y a todos sus amigos o conocidos en demanda de contactos. De contactos de académicos, esto es, de gentes que votaran luego las películas. Ahí se inició el debate y el tonto, yo, estuvo en desacuerdo con todos los demás.
Todos los demás alababan o perdonaban el cabildeo recién relatado, les parecía normal que alguien defendiera su trabajo incluso desde la artimaña y la intriga; invocaban el consabido «si no te vendes tú, quién lo va a hacer», y concluían que el mundo funcionaba así, para qué nos íbamos a engañar.
Lo que yo dije trataré de expresarlo con menos copas en esta nueva serie de artículos, pero limitándome al mundo de las letras, que es el que, por lo tonto que siempre he sido, he tardado más en conocer. Pero ya lo conozco.
Puedo anticiparles que saldrán en estos textos muchos nombres propios, mucha memoria pequeña de palabras sueltas que, sin embargo, siguen agarradas a las celdas de mi discurrir, como si hubieran aguardado este momento en que me dispongo a unir los puntos. Esta frase: “La literatura es hacer y vender”.
Me la dijo un librero en Bilbao, uno que trabajaba en Elkar. La verdad es que no recuerdo su nombre. Estaba con mi novia de viaje por el Norte y paramos en aquella ciudad para ver al dibujante Pablo Gallo. Él nos presentó al librero y también a Jon Bilbao, que es asturiano a pesar de la reiteración. “Hacer y vender”, dijo el librero, y yo creo que no lo entendí bien.
Algo más tarde me vi incluido en la lista de mejores escritores en español que confeccionó la revista Granta. Entre los privilegios que este reconocimiento me brindó estuvo el de viajar por Estados Unidos durante quince días. Quizá fue en San Francisco donde uno de los responsables de la lista, Aurelio Major, coincidió con nosotros, los autores en gira. En todo caso, me recuerdo en un restaurante asaz pintón con Francisco Goldman por aquí, Daniel Alarcón por allá —escritores ambos: no son tan conocidos—, y Valerie Miles, aparte de Andrés Barba y Javier Montes, compañeros de fatigas americanas. Entonces Aurelio Major, en un momento cualquiera, me dijo: “La literatura es escribir y… esto”. Y señaló el lugar donde estábamos, lleno de editores, periodistas, autores, conversaciones, intereses, aguante, alcohol, miradas, cálculo.
Ahí ya empecé a verlo más claro, con casi cuarenta años. Lo que me fascina, y motiva en buena medida esta serie, es cómo hay personas que lo saben desde el principio, con veinte.
Lo que saben o creen saber es que la literatura —y no se distraigan, porque lo que se diga aquí de la literatura valdrá para casi cualquier ámbito profesional— no es un entorno de sucesos, sino de provocaciones. La clave de vida que aquí trato de entender (reformulo) supone que las cosas no suceden, sino que uno las provoca. Según esta versión, uno no publica un libro porque el libro sea bueno, sino porque conoce a alguien que conoce a quien decide finalmente publicarlo; del mismo modo, uno no sale en un periódico porque el periodista sienta sano interés en su obra, sino porque conoce al periodista, o le escribe y le abruma y le cuela su novela. Ningún premio se da por tanto a una obra, sino a una red de amistades y contactos muy trabajada durante toda la vida. Lo mismo parece valer para traducciones, blurbs, encargos, inclusiones en antologías, conferencias, festivales o becas: nunca gozarás de esas regalías o sinecuras si no eres un rostro antes que un escritor, un ciudadano reconocible y fiable y, a ser posible, muy simpático antes que sólo un nombre detrás de una obra de tales o cuales características y méritos.
Mi visión de la literatura, aún hoy perfectamente enternecedora, ha sido siempre muy distinta. Si yo escribía una buena novela, la novela sería publicada. Si seguía siendo buena puesta entre dos atractivos trozos de cartoné, la prensa le haría caso; los lectores le harían caso, los traductores tendrían que traducirla a instancias de perspicaces editoriales extranjeras, y los premios se cebarían con ella porque era, sí, cojonuda. Nunca, ni siquiera ahora, he estado dispuesto a hacer nada por mis libros salvo escribirlos. Digamos que mantengo una visión deportiva y no diplomática de la literatura. Si alguien mete cuatro goles en un partido, si uno lo anota de chilena, si regatea a cinco rivales desde la mitad del campo y acaba marcando sobre la línea de cal bajo los palos, no hacía falta que luego —o antes— ese futbolista le mandara un jamón al reportero del Marca ni que le dirigiera la palabra siquiera al presidente de su propio club. Ese futbolista era Messi; y Messi no necesita caernos bien.
Lo curioso de esta visión tan romántica sobre la literatura que llevaba consigo un chico de Segovia (más concretamente, de un pueblo de Segovia de mil habitantes) es que no se la inculcó ninguno de los mil habitantes no muy lectores de esa villa (porque villa es), ni sus padres ni sus hermanos ni un tío suyo que tentara las letras infructuosamente durante décadas, no. El sueño ingenuo y justo de la literatura que traía este chico de pueblo cuando llegó a Madrid se lo metió dentro el propio mundo literario. Los suplementos. Las revistas. Las entrevistas. El premio Nadal y el premio Nobel. Es decir, todos los que sabían cómo funcionaba en verdad la literatura; que irónicamente conseguían con su trabajo diario que la gente normal no llegara ni siquiera a sospechar cómo funcionaba en verdad la literatura. Por eso yo, desde hace años y a todo aquel que quiera escucharme, le digo que la literatura no es la literatura, que hay, acaso, dos literaturas, una de listos y otra de escritores. Creo que me engañaron y que tengo todo el derecho del mundo a vengarme de ese engaño; o, al menos, a no contribuir a él.
Aprovecharé la ocasión para explicarles en detalle cómo, grotescamente, me convertí en un genio del mal.
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