Hace tiempo localicé una especie de mecanismo o reacción autoinmune dentro de los sistemas de corrupción generalizada. Soy consciente de que la frase se me ha ido muy arriba. En suma, llegué a esta afirmación: “La corrupción mancha sobre todo a quien la señala”. Atendiendo a la actualidad informativa, vi que era muy común que alguien que se había alzado contra la corrupción, proponiéndose lógicamente como puro, acabara siendo acusado precisamente de corrupción, con el añadido de la doble condena: por corrupto y por hipócrita.
Así, un político o un juez o un policía que, por las bravas y a calzón quitado, se pusiera delante del toro de la podredumbre, de las malas prácticas o del delito más abyecto, después de unos meses de digna notoriedad, resultaba ser a su vez culpable, según estas o aquellas pruebas, unos informes, unas declaraciones, exactamente de lo mismo contra lo que decía luchar.
Obviamente la conocida táctica de ocultarse a la vista de todos, que hace que tantos machistas sean ahora aliados, y algunos policías antitráfico, traficantes, podía estar detrás de casos concretos, pero, en general, me daba la impresión de que la condición irreversible, deshonesta y hasta mafiosa de numerosas sinergias sociales era capaz de anular a un sujeto peligroso para su sistema de prebendas simplemente incluyéndolo en él, como un sinvergüenza más.
Volviendo a nuestro tema, mucho menos dramático (nuestro tema es: el arte de trepar en el mundo literario, por cierto), viene bien recordar esas palabras de Alexis de Tocqueville que encontramos citadas en una de las autobiografías de Jorge Semprún, y que dicen: “En la democracia, los simples ciudadanos ven a un hombre que sale de sus filas y que en pocos años alcanza la riqueza y el poder. Ese espectáculo provoca su sorpresa y su envidia. Investigan cómo el que ayer era su igual está hoy revestido del derecho a gobernarlos. Atribuir su medro a su talento o a sus virtudes es incómodo, pues es confesar que ellos mismos son menos virtuosos y menos hábiles que él. Sitúan entonces la causa principal en algunos de sus vicios, y a menudo tienen razón al hacerlo así. De ese modo, se opera cierta odiosa mezcla entre las ideas de bajeza y de poder, de indignidad y de éxito, de utilidad y de deshonor”.
Trasladado al mundo de las letras esto quiere decir que, cuando un escritor tiene éxito, los demás escritores deben optar entre reconocer que ha escrito un libro mejor que los que escriben ellos, pues los de ellos no han llegado a tantos lectores o a tanto reconocimiento, o suponer de inmediato que ese autor ha hecho trampas. Me da a mí que la mayor parte de los autores se inclinan por pensar que ha hecho trampas. Es decir, que tenía un plan trepa preparado en su Mac, con los nombres de los actores del mundo literario cuyo apoyo le sería más beneficioso, y que dedicó horas incontables todos los días de su vida a ganarse su favor para que, finalmente, la coba infinita dada a otros redundara en una alabanza coral hacia su nueva novela. También es verdad que mucha gente suele pensar esto último al tiempo que afirma con fingida deportividad lo primero.
Javier Marías, en alguna parte, preguntado sobre el éxito literario, lo resumía quizá con candidez, al limitarlo a dos nociones: “Talento y suerte”. Según pasan los años, he llegado a pensar que esta afirmación de Marías, lejos de ocultar (que también) todo el lado de la coba y la estrategia, no iba tan desencaminada. Que la suerte, a fin de cuentas, es casi lo único importante.
La suerte, por ejemplo, de tener talento.
La suerte, también, de publicar un libro sobre un asunto justo cuando está en boca de todos.
Me quedé hace años con una afirmación de Bukowski, que aparecía en un poema, según la cual, si quieres ser escritor, has de asumir que te atacarán por donde más te duela. Yo he conocido lo que más me dolía justamente de esta forma.
Siempre pensé que lo más penoso sería ver masacrado un libro tuyo por la crítica, o ver rechazados tus manuscritos: realmente no imaginaba mayores estragos para el ego de un autor. ¿El éxito de los demás? No. Mi tormento particular fue ver cuestionada mi honradez.
Así, después de publicar todos mis libros, salvo el de Melusina y el de La Uña Rota, colaboraciones digamos amicales, con la para algunos inverosímil fórmula de enviar simplemente el manuscrito a sellos donde nadie te conoce en persona (Anagrama, Lengua de Trapo, Random House), y en algunos casos sin saber yo siquiera quién era el editor (parecerá increíble, pero yo envié A bordo del naufragio a Anagrama sin saber quién era Jorge Herralde; tenía 23 años), y de haber pasado años sin publicar, años publicando sin apenas contacto con autores (y no digamos con autores conocidos), y años también escribiendo sobre libros sin detenerme mucho a calcular si me convenía tanta sinceridad, llegó un momento (alrededor de 2011) en el que, si algo era yo, era el más hábil de los trepas, alguien, en suma, que estaba recorriendo el largo camino que va del comentario anónimo insultante en blogs literarios marginales a la obtención, por decir algo, del premio Alfaguara de Novela. No vamos a negar que ese itinerario es plausible, pero no para mis condiciones morales.
Debido a la tóxica inclinación del autor joven a buscar su nombre en Google a diario, y a la mucho más perniciosa de leer los comentarios a las reseñas amateur de tus libros, fui sabiendo que yo tenía un tío (un tal Olmos) director del Cervantes de Berlín, lo cual “explicaba” mis “premios amañados”; también le había hecho yo la pelota durante años a Belén Gopegui e iba a todas las fiestas (siempre me ha repugnado la figura del autor en ciernes que “se cuela” en una fiesta a la que no le han invitado y una vez, expresando esta repugnancia, mi, por lo demás, muy querido Óscar Esquivias me soltó: “¡Anda que no te habrás colado tú en fiestas!”); reseñaba un libro positivamente para amistarme con el autor (uno de Álvaro Colomer, recuerdo), o lo hacía negativamente para que se hablara de mí (ejemplos por decenas); también denunciaba el envío del pdf de Última temporada por parte de una autora a un blogger como forma de promocionar el libro (Jordi Corominas dixit); o, más recientemente, “cambiaba de estrategia” si concluía que Falcó, de Arturo Pérez-Reverte, era un buen libro.
Dense cuenta de lo sorprendente que era para mí saberme tan maquiavélico. De pronto descubría cómo podían hacerse las cosas conociendo que era yo el que las hacía: cabildeos, adulaciones, polémicas gratuitas, accesos no autorizados a fiestas glamurosas, incluso “cambios de estrategia”. Había como una incapacidad endémica aparejada a la ambición literaria de muchos autores no consagrados que les impedía reconocer a un hombre honrado cuando lo tenían delante.
En una reseña de Fernando Valls sobre la antología de autores jóvenes Última temporada se hablaba de mi prólogo con desdén y se concluía que su autor “estaba obsesionado con los premios y los adelantos”. Esto, en Babelia, nada menos. Un autor que no había ganado —ni ha ganado nunca— un premio importante (ni casi uno pequeño, en realidad; no recuerdo cuándo fue la última vez que me presenté a un premio) estaba para Valls “obsesionado con los premios” porque los trataba en un prólogo; asimismo, el autor que había publicado cuatro libros seguidos en una editorial cuyos adelantos variaron entre cero y 1000 euros (libros que no envió a ningún otro sello) estaba “obsesionado con los adelantos” simplemente porque hablaba de dinero y de los modos de subsistencia de los autores. Dense cuenta de que, habiendo autores muy claramente obsesionados con los premios y autores muy abiertamente preocupados por el dinero que dan sus libros, nunca verán en Babelia que alguien se lo señale.
Lo mejor estaba por llegar, sin embargo.
Mientras, un apunte. Aunque pueda parecer que aquí trato de hablar bien de mí (¡oh, mi pureza!), lo que quiero que piensen es que mi trayectoria literaria, armada básicamente de manuscritos enviados a puerta fría y eventuales buenas noticias (aquello de Granta, por ejemplo), habla en realidad bien de todos los demás. Editores que publican a un desconocido, periodistas que reseñan o entrevistan a un autor al que nada deben, jurados de escritores (premio Ojo Crítico) que lo eligen sin haber tomado nunca un café con él…
A lo mejor el sistema editorial funcionaba mal que bien antes de que determinada gente que creía que era un sistema corrupto decidiera inocularle su propia corrupción.
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