Sacan en procesión la bandera y hablan de España como si España fuese un dogma y no un debate, como si fuese la de patria una acepción unívoca y hubiera quienes nacen investidos con el sagrado don de interpretarla y expandir la buena nueva. Reclaman orgullo, un orgullo concreto frente a un concepto abstracto, y jalean a una estrella del pop que ha escrito para el himno una letra acartonada y huera en la que se empieza dando las gracias a Dios por haber nacido aquí y no en cualquier otro lugar del orbe. Dicen que no hay buenos ni malos, ni rojos ni azules, ni ricos ni pobres, ni explotadores ni explotados, porque la única verdad indiscutible es que todos somos españoles, como si la adscripción a una nacionalidad, una raza o una determinada religión constituyera por sí misma un certificado de excelencia o de buena conducta. Es decir: critican las veleidades del independentismo mediante un razonamiento paralelo que no desperdicia ni uno solo de sus fundamentos teóricos. Apelan al patriotismo, eso que definió George Bernard Shaw como el «convencimiento de que tu país es superior a todos los demás porque tú naciste en él», y le ponen el apellido cívico para dar así a entender que el suyo es el patriotismo bueno frente al patriotismo de los otros, seguramente porque no han leído a Borges ni conocen aquella apreciación suya de que «el patriotismo es la menos perspicaz de las pasiones». Se extienden en ripios vergonzantes acerca de lo satisfechos que tenemos que sentirnos por formar parte de esta gran unidad de destino en lo universal, y obvian que muchos de los nombres que ellos mismos ponen como ejemplo terminaron sus días en el exilio o en la cárcel, y eso cuando sus cuerpos no yacen en lo más hondo de alguna fosa común. Se llenan la boca, en resumen, con palabras que nada dicen porque ni siquiera ellos se han detenido a pensarlas antes, y trazan con hipérboles olorosas a naftalina las líneas generales de un discurso que ya hemos oído muchas veces y que jamás ha conducido a ningún lugar que mereciese la pena. No es accidental porque es la idea, justamente, aquello que rehúyen. Saben bien que, cuando las emociones entran por la puerta, la razón no tarda demasiado en saltar por la ventana.
Como lo mejor casi siempre es empezar por el principio, se acude al diccionario en busca de una aclaración y se comprueba que el orgullo es el «sentimiento de satisfacción por los logros, capacitados o méritos propios o por algo en lo que una persona se siente concernida», pero también la «arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que suele conllevar sentimiento de superioridad». Consignan los académicos de la lengua que la patria es o bien la «tierra natal o adoptada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos históricos, jurídicos y afectivos» o bien el «lugar, ciudad o país en que se ha nacido». En la definición de patriotismo, «amor a la patria», no aparece el orgullo por ningún lado, lo que es normal porque el amor bien entendido jamás debe excluir la crítica, ni el orgullo se puede extender a todos los planos de una realidad y una historia tan complejas y tan contradictorias que resulta imposible empatizar con todas y cada una de sus vertientes salvo que uno padezca algún trastorno bipolar. Del mismo modo, es difícil echar la vista atrás sobre algunos episodios de nuestro pasado, reciente o no tanto, sin llegar a avergonzarse. Fue el patriotismo de Miguel de Unamuno muy distinto del de Millán Astray, y nada tuvo que ver el ideal patriótico de Queipo de Llano con el de Francisco Giner de los Ríos. Es odiosa la comparación entre Fernando VII y Rafael del Riego, como abismales fueron las diferencias que separaron a Clara Campoamor de Pilar Primo de Rivera. Por descontado, cuesta enorgullecerse de que aún haya criminales de guerra enterrados en iglesias mientras sus víctimas se hacinan olvidadas en los bordes de los caminos.
Que uno quiera al lugar donde ha nacido y vive, y en el que se desarrollará muy probablemente toda su biografía, no implica que no pueda ni deba criticarlo, que no tenga que enfadarse con él cuando las circunstancias lo exijan, que deba permanecer toda su vida como integrante fiel del rebaño. Tan bobo es pensar eso como lo es el creer que cualquier persona merece, por el mero hecho de ser compatriota nuestra, un voto de confianza. Se amonesta la desafección hacia España, pero no se indaga en sus causas ni se le pone remedio. Lo dijo muy bien Federico García Lorca: «Yo soy español integral y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; pero odio al que es español por ser español nada más, yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista, abstracta, por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos. El chino bueno está más cerca de mí que el español malo. Canto a España y la siento hasta la médula, pero antes que esto soy hombre del mundo y hermano de todos. Desde luego no creo en la frontera política».
La inestabilidad que imperó durante el siglo XIX y en los primeros compases del XX, y luego la guerra y la consiguiente dictadura, dificultaron la apertura de un debate que hubiera sido, que sigue siendo, la cuestión más importante a la hora de abrir puertas al futuro. La noción de España, tan maleada y tan entorpecida, se convirtió así en patrimonio exclusivo de quienes lograron imponer su significado por la fuerza de las armas, y su éxito fue tan apabullante que aún colea esa vocación de entender España como algo único y homogéneo, y no como una gran diversidad forjada a lo largo de siglos y confluencias, un territorio con orografía variable y culturas bien distintas cuyos habitantes han terminado encauzando sus pasos por un camino común. Quizás el principal problema radica en todas las dificultades que se perciben a la hora de asumir eso, de interpretar que tan de España es la lengua vasca como las playas andaluzas, los hórreos gallegos o las huertas de Murcia. Y no es descabellado que esas dificultades se deriven de la afición a cubrirlo todo con el manto de esa gran nación única, general y totalizadora, bajo la cual deben quedar relegadas las singularidades. Igual que el dos y el tres, si se juntan, suman cinco, pero sin que ninguno de los dos dígitos originales acabe por perder el valor que le corresponde por su naturaleza, España siempre debió haberse construido desde la conciencia de que un gran colectivo no debe despreciar nunca las individualidades que le otorgan entidad, sustancia y fuerza. José Ortega y Gasset, nada sospechoso de incurrir en chovinismos nacionalistas, lo dejó escrito con claridad meridiana: «Castilla (entiéndase aquí Castilla como una forma de referirse al centro de poder) se vuelve suspicaz, angosta, sórdida, no se ocupa en potenciar la vida de otras regiones —Cataluña, Vasconia, Galicia—; celosa de ellas, las abandona a sí mismas, y empieza a no enterarse de lo que pasa en ellas». Esa misma idea la reformuló después con una expresión mucho más cruda: «Castilla ha hecho España y Castilla la ha deshecho».
Esa concepción centrípeta que ya se denunciaba a primeros del siglo pasado no se ha llegado a corregir del todo «España, España, España», lamentó Eugenio de Nora, dos mil años de historia no acabaron de hacerte…». En vez de argumentar en pro de los beneficios que conlleva ir de la mano, de hacer que las partes jueguen un papel esencial y determinante en la configuración del todo, casi siempre se ha optado por presentar éste como una totalidad infalible ante la que no queda otro remedio que plegarse. Es una cuestión territorial, pero también humana, porque la historia tiene ganadores y perdedores, y aquí nunca se ha tratado de igual modo a unos que a otros ni se han subsanado errores pretéritos bajo la excusa de que no se puede reabrir viejas heridas, por mucho que aún no se hayan cerrado y sangren y duelan en muchos casos como una llaga recién abierta. Tampoco el presente es a veces justo, ni comprensible, y no ama a su patria igual quien recibe un máster universitario por la cara, o por el cargo, que quien no puede acceder a determinados estudios a causa del alto precio de las tasas. Difícilmente van a sentirse copartícipes del mismo proyecto aquellos a los que no se implica de igual manera en su desarrollo ni se vieron interpelados por los grandes momentos de su historia. Exigir o demandar un orgullo único y mayestático por el mero hecho de pertenecer a un estado o una nación o un país —«España es un concepto discutido y discutible», dijo José Luis Rodríguez Zapatero en una frase que le generó críticas a mansalva, pero que no andaba falta de razón—, o a los símbolos que lo representan, resulta no sé si una frivolidad grandilocuente o un vano intento por ocultar aquello que necesita estudio y reparación, y no un mero camuflaje bajo ropajes retóricos rescatados a deshora del desván donde se acumulan los trastos inservibles. Algo de eso dio a entender Manuel Azaña: «Yo no soy patriota. Este vocablo, que hace más de un siglo significaba la revolución y libertad, ha venido a corromperse y hoy, manoseado por la peor gente, incluye la acepción más relajada de los intereses políticos y expresa la intransigencia, la intolerancia y la cerrazón mental». Por el mismo camino fue Samuel Johnson en su definición tan celebrada: «El patriotismo es el último refugio de los canallas». Del mismo modo que las sentencias judiciales permiten constatar que quienes más presumen de su amor a la patria son los que menos reparos sienten a la hora de esquilmarla, sorprende ver que los acérrimos defensores de las libertades individuales se revelan reacios a reconocer la libertad de cada cual para sentirse español de la manera que le dé la gana, también para no sentirse nada, que en definitivas cuentas viene a ser lo mismo. Tal vez haya que dar la razón a Pío Baroja cuando aseguró que «en España siempre ha pasado lo mismo: el reaccionario lo ha sido de verdad, el liberal ha sido muchas veces de pacotilla».
Uno mira las imágenes de la multitudinaria presentación de esa flamante España ciudadana a la que tanto parece querer la ciencia demoscópica y piensa que el A por ellos, oé, no es nunca una buena respuesta para los argumentos contrarios, por muy descabellados que sean, y le viene a la cabeza una cosa que le escuchó o le leyó una vez al músico Charly García —«Si ellos son la patria, yo soy extranjero»— y lo empalma algo más tarde con unos versos del cantautor Víctor Manuel en los que recomendaba entender la patria como una concepción íntima de aquello que uno quiere, o de aquellas cosas con las que se identifica, y no como un ente impreciso que hay que salvar a toda costa. Luego piensa que, en realidad, todo lo que él tiene que decir al respecto lo escribió ya José Emilio Pacheco en un poema memorable que tituló, muy significativamente, Alta traición:
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
—y tres o cuatro ríos.
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