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Cuando Juan Gil-Albert tuvo que emigrar tras la Guerra Civil Española y su vuelta a España en 1947

Cuando Juan Gil-Albert tuvo que emigrar tras la Guerra Civil Española y su vuelta a España en 1947

 

El exilio de Juan Gil-Albert fue una aventura que terminó en 1947, ya que la decisión de volver a España corrobora una necesidad que se iba fraguando en su interior. No sólo le unía la nostalgia, sino otros motivos más íntimos para regresar a su país.

Había dejado en México, Argentina y otros países un aire ensimismado, de hombre que escuchaba a los demás, como si flotase en otro mundo, hecho de sombras y luces.

Merece la pena citar las palabras de Pedro J. de la Peña cuando dice, en su libro Juan Gil-Albert, editado por la Institución Alfonso el Magnánimo en el año 2004, lo siguiente sobre ese necesario regreso:

“¿Qué encuentra Gil-Albert a su regreso? Para empezar, un país que es una mezcla de “dogma y gangsterismo”, donde la banalidad y la superficialidad irritan tanto o más que la injusticia. Porque si algo enseña la dictadura es, precisamente, la supresión de los matices. Lo distintivo no cabe” (p. 55).

Es cierto, porque Gil-Albert venía de un país donde había aprendido la libertad, su expresión, el regocijo vital, pero añora con ansia el que conoció, su edén mediterráneo, sus ventanas a la luz del mar, sus atardeceres en la playa:

“Regresa curtido desde un mundo de colores, de matices, de monumentalidad. Imperfecto, sin duda, pero vital” (p. 56).

"La España de la dictadura, con sus folclóricas, con su Iglesia, con su mundo cerrado y dogmático es sólo una caricatura del que conoció en otros tiempos"

Para Pedro J. de la Peña, la vuelta supone también una herida, ya que el mundo que encuentra nada tiene que ver con el que dejó. La España de la dictadura, con sus folclóricas, con su Iglesia, con su mundo cerrado y dogmático es sólo una caricatura del que conoció en otros tiempos, antes de la España que se resquebrajó con la Guerra Civil.

No hay que olvidar que Juan Gil-Albert vivió en el exilio ciertas necesidades, que perdió el mundo en el que se hallaba antes de marcharse, y la vuelta no será mejor, ya que su obra, silenciada durante años, irá germinando en la sombra, mientras otros, aduladores de lo oficial, siguen triunfando:

“Porque el hombre que vuelve no es el que se fue. La experiencia le ha dejado sus huellas, tanto morales como físicas. Ha conocido, según la frase cervantina, una “ilustre pobreza”. Viene sabedor de la necesidad: en sus últimos tiempos de México le invitaban a comer un día diferente de la semana cada uno de sus amigos, con indudable gusto de tenerle con ellos, pero sin duda también para ayudarle. Y a esta indigencia material se une el conocimiento —bien colmado— de la grandeza y las miserias del amor, las relaciones personales, las intimidades compartidas, frustradas, vueltas a compartir y vueltas a frustrarse” (p. 58).

Las palabras del poeta y profesor cántabro Pedro J. de la Peña son providenciales, porque sufrió a la vuelta un ostracismo de persona y obra, en un país que no podía reconocer a un hombre que no ocultaba su sinceridad, un hombre lúcido que no podía transigir con la mediocridad reinante.

"Sufrió a la vuelta un ostracismo de persona y obra, en un país que no podía reconocer a un hombre que no ocultaba su sinceridad, un hombre lúcido"

Como dice de la Peña, Juan Gil-Albert publicó muy poco en esos años, hasta el reconocimiento de su obra, ya en los años setenta, gracias a un grupo de poetas que supieron de su valía, como el mismo de la Peña, Brines, Guillermo Carnero, Luis Antonio de Villena, José Carlos Rovira (no hay que olvidar la edición de la antología de Gil-Albert que preparó para Cátedra Fuentes de la constancia), Jaime Siles, Ricardo Bellveser y otros, que formaron parte de un mundo diferente, no mediatizado por la dictadura.

Tendrá que hacerse cargo de los negocios familiares, pero no será buen administrador, ya que no es un hombre de números, de cálculos, sino de palabras, de reflexión, de honda meditación. La finca de El Salt será ya memoria de los mejores tiempos que vivió el poeta en otros años, antes del exilio.

Pedro J. de la Peña inició la peregrinación hacia lo que fue la finca de El Salt con Mariana Aura, sobrina del poeta alcoyano. Ya no quedaba nada de aquel lugar, ahora una casa de Ejercicios Espirituales, de aquel esplendor antiguo, pero merece la pena citar las palabras del poeta cántabro cuando evoca aquel lugar, mítico, como también es Elca para el valenciano Francisco Brines, otro de los amigos de Juan:

“Se había restaurado la capilla y la luz del sagrario ardía con su llamita inmóvil sobre un suelo de mosaico ajedrezado y limpio” (p. 64).

Y además, la naturaleza, con su mágico esplendor, aún brillaba en el lugar que fue espacio edénico en la vida del poeta alcoyano:

“El resto, la naturaleza, seguía indomeñable. Los olivos, los bancales de naranjos al fondo, el vértigo de la montaña, la pureza del aire” (p. 64).

Todo eran vestigios de aquel lugar amado, de aquella atmósfera transparente donde había jugado Gil-Albert en su niñez y en su juventud.

"Va plasmando el mundo que ve, pero también el que añora, donde hace gala de una erudición muy poco frecuente entre nuestra intelectualidad"

Nada quedará de su casa de Alcoy, de la tienda que el padre de Juan vendió a un empleado, el cual se ocupó de ella hasta que, enfermo, tuvo que cerrar el negocio. Tampoco queda nada de la finca de El Salt: como ya he comentado, el lugar edénico desapareció. El escritor alcoyano fue incapaz de conservar los lugares donde debía luchar con lo económico, con especulaciones, donde debía demostrar unas dotes de comerciante que no poseía, hacedor, como siempre fue, de reflexiones y de palabras.

Sólo queda la casa de la calle Colón, en Valencia, donde Juan buscará el sosiego, acrecentará su obra, en el silencio de sus rincones, sin que vean la luz muchos de sus escritos, hasta mucho tiempo después. Abandonará, incluso, el lugar céntrico donde vive en Valencia para irse al Ensanche de la ciudad, a su casa de Taquígrafo Martí, número 13.

Como nos cuenta Pedro J. de la Peña, la labor de Juan es la de elaborar una obra, como un artesano que trabaja, con calma, su gran obra:

“Escribe para guardar, pues nadie parece interesarse en la publicación de tales cosas ni el estado general del país seguramente lo aconsejaría. Escribe desoladamente, engavetando después libro tras libro por si algún día pudieran servir de testimonio de una fidelidad al arte y a la historia: a la historia del arte, dicho en términos que, claro está, tienen que ver con la escritura barroca” (p. 66).

"Luego llegó la política, el aprecio y el apoyo de Alfonso Guerra a su obra y a su figura"

Escribe en su “celda”, donde va plasmando el mundo que ve, pero también el que añora, donde hace gala de una erudición muy poco frecuente entre nuestra intelectualidad. No hace casi vida social, la casa se llena de sobrinos, siempre estará Feli López, la que cuida del orden en la casa, las hermanas de Juan, las sobrinas, hijas de su hermana Tina. Todo está lleno de un aire femenino, que refuerza el cuidado que tienen hacia la figura frágil de Gil-Albert y, naturalmente, su querido César Simón, quien se casó con Elena Aura, su sobrina mayor. César es el que mejor entiende su obra, desde ese acercamiento profundo que siente, como poeta hondo que es, hacia una figura a la que admira y a la que va profesando una devoción continua, dejando su testimonio en libros donde habla de su obra, sin eludir la importancia que tuvo la tesis doctoral que el poeta valenciano dedicó a Juan Gil-Albert.

Los demás vamos detrás, porque nadie puede usurpar el lugar de César y de sus amigos que van llenando la casa: De la Peña, Siles, Brines, Bellveser, etc. Se convierten en seguidores de su obra y reivindican una figura que empezará a triunfar en los años sesenta, cuando se le invita a algunas lecturas que se realizaron en el Aula Magna de la vieja Facultad de Filosofía y Letras, en la calle de la Nave, en su amada Valencia.

Como nos cuenta Pedro J. de la Peña, la lectura, ya en los setenta, de su Elegía a una casa de campo fue un éxito. Luego llegó la política, el aprecio y el apoyo de Alfonso Guerra a su obra y a su figura (no hay que olvidar que el político español era un admirador de la literatura, extraña afición entre políticos, más propensos a otras devociones). Será el político socialista quien posibilite un homenaje a su obra en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y un cierto reconocimiento a una figura que, tras ese apogeo de muchos que lo utilizaron para salir en la foto y demostrar una cultura que no poseían en realidad, fue abandonado, de nuevo.

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