Foto: Luis Cernuda
Ha publicado recientemente Biblioteca Castro un volumen que recopila el teatro de Federico García Lorca. Una edición maravillosa, con una introducción poderosa que coloca la obra en su contexto, y con todos los títulos que hicieron célebre la dramaturgia del granaíno: desde sus guiñoles hasta su trilogía rural, desde su teatro más popular hasta el más vanguardista. Una de estas últimas obras, quizá la más surrealista de cuantas compuso, es El público. Al llegar a ella, me encuentro con esa sexualidad oculta que tanto le caracteriza. Una obra de máscaras y espejos, donde Federico asume su cara pública y desliza la privada, donde Julieta es un hombre que desea a Romeo con la misma pasión que luciesen siglos atrás los amantes de Verona, donde la homofobia del público —la sociedad— queda ridiculizada. Todo un alegato a favor del amor libre, contra el amor reprimido, sin los obstáculos que él mismo tuvo que sortear.
Se celebra esta semana el Orgullo, y no puedo dejar de reivindicar a aquella generación que empezaba a intuir ciertos aires de libertad sexual, pero que tuvieron que disfrazarla en sus obras con metáforas y símbolos. Pienso en las Sinsombrero, cuya rebeldía al despojarse de tal prenda era considerada una referencia homosexual y, por ende, digna de que se apedreara a sus protagonistas. Pienso en Aleixandre, quien ni siquiera se atrevió a reconocerlo nunca. Pienso en Benavente, que hubo de ocultarlo toda su vida. Pienso en Emilio Prados, cuyo silencio homosexual salta por los aires con sólo atender cualquiera de sus versos. Pienso en Mistral, que tuvo que abandonar Chile para no ser reprendida. Pienso incluso en Cernuda, quien pese a ser de los más valientes en su reclamo tuvo que aguantar la ira de aquella sociedad de cerrado y sacristía. Y pienso, por supuesto, en Federico García Lorca, cuya condición se mantuvo oculta incluso por la familia décadas después. Aquellos textos que reivindicaban igualdad tácitamente, como en la escena de El público, cuando tras la máscara de Julieta se halla un hombre: «Lo traía disfrazado para defenderlo de los bandidos».
Han pasado muchas vidas, y por suerte esas metáforas dejan, poco a poco, de ser necesarias. Si la literatura forja referentes, si alumbra caminos, debe ser festejado que hoy, pese a todo, nos encontramos con numerosos autores que colocan su sexualidad sobre el tapete con la normalidad necesaria. Otros, como mi admirado Nando López, reivindican desde sus narraciones que los jóvenes no caigan en la red de un tiempo que destrozó la personalidad de Federicos y Aleixandres. La literatura ya no sirve para camuflar con alegorías esta condición, sino para exponerla y vivirla. Vuelvo a El público. Al acabar la obra, el Director, personaje principal y trasunto del propio Lorca, abandona la escena: «Tengo frío», dice en una de sus últimas frases, que leo con emoción en la edición de Castro. Cabe celebrar en este Orgullo que ahí afuera, al otro lado de la página, arrecie de una vez, quizá por todas en las que fue sufrido, ese frío helador.
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