Después de cenar con unos amigos vuelvo a casa dando un paseo. Eso me permite apreciar que la noche en Frankfurt, una vez que te alejas del centro, es tan oscura como el fondo de una bolsa para cadáveres. Los alemanes están muy concienciados con la contaminación lumínica, así que si te apartas de las calles principales resulta literalmente imposible mirar por dónde pisas.
A esto hay que añadir que sobre las nueve de la tarde la ciudad se queda desierta. Los comercios suelen cerrar en torno a las ocho, y a veces incluso antes. Cuesta creer que una urbe tan transitada durante el día se convierta en este páramo cuando el sol se esconde. De camino a casa, no se escucha otro sonido que el de mis pasos. No me cruzo con nadie, lo que no deja de ser inquietante.
Miro a mi alrededor con ojos de novelista y descubro calles frías, inhóspitas, en las que resulta extremadamente fácil imaginar asaltos, encuentros furtivos y conspiraciones. Es un escenario noir, de negro sobre negro. En el horizonte, en claro contraste con la oscuridad reinante, los rascacielos aparecen iluminados con luces de llamativos colores, como si trataran de diferenciarse unos de otros.
Dejo que la oscuridad me abrace y doy un rodeo antes de llegar a casa para empaparme de esta atmósfera lúgubre y clandestina que tantas cosas me sugiere.
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Frankfurt es indiscreta. Si quieres arruinarte de la manera más rápida posible, prueba a montar una tienda de persianas aquí.
Las casas tienen ventanales enormes, por aquello de aprovechar al máximo la luz del día. Cuando cae la noche, las vidas se muestran impúdicas, como vistas a través de los escaparates de unos grandes almacenes. En contadas ocasiones, las ventanas se engalanan con cortinas traslúcidas que logran salvaguardar a duras penas la intimidad y las miserias que albergan en su interior. Y da igual que se trate de una planta baja, ya que a los habitantes de Frankfurt parece darles lo mismo. No se esconden.
Aprovecho este singular paseo para hacer un repaso a las vidas de mis vecinos. Veo a un anciano que friega los platos sin apartar los ojos de un vetusto televisor que tiene sobre la encimera. También a una mujer que silba mientras dobla la ropa y a una joven que fuma sentada en el alféizar, en un cuarto piso, con las piernas colgando hacia el exterior.
Creo que la muchacha también se fija en mí, y trato de imaginar lo que está viendo: a un tipo larguirucho con un abrigo negro que no deja de inspeccionar las ventanas que tiene a su alrededor. Me planteo saludarla pero, en lugar de eso, decido apretar el paso y esfumarme. La brasa de su cigarrillo se intensifica a cada calada, puede que apurando el momento de llamar a la policía para alertarles de que hay un voyeur en su calle.
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He alcanzado un buen ritmo de trabajo. Cada día me levanto a las seis de la mañana y me siento a escribir durante unas tres o cuatro horas. La nueva novela fluye con facilidad, puede que estimulada por el hecho de que cuando estoy trabajando en ella me siento en territorio conocido.
Frankfurt me estimula. No deja de darme ideas. Mi imaginación se desboca cada vez que descubro un nuevo detalle de la ciudad que antes desconocía, así que voy a todas partes con una libreta en la que anoto todo aquello que me llama la atención.
Durante la temporada que viví en Madrid me acostumbré a escribir en cafeterías y bibliotecas. La mayor parte de Desajuste de cuentas (Storytel Original, 2019) fue escrita a medias entre la biblioteca del Hostal Persal y un Starbucks que hay junto al museo Reina Sofía. Sin embargo, ahora mismo estoy tan a gusto en mi cuadro de Edward Hopper que no necesito salir a buscar otra oficina.
Cerca de mi casa hay un parque llamado Günthersburgpark. Cuando tengo que hacer un descanso suelo visitarlo para pasear, leer y relajarme.
Ayer estuve allí y vi a un grupo de personas practicando yoga. Es frecuente encontrarse con este tipo de entrenamientos, dirigidos de forma informal por un profesor que se anuncia en las redes sociales y suele pedir tan sólo una pequeña contribución voluntaria a cambio de sus enseñanzas. Puede que algún día me decida a probarlo pero, mientras tanto, me conformo con observarlos de lejos. También veo a padres que dan un paseo junto a sus hijos, a lectores que, al igual que yo, han escogido este parque para relajarse un rato, y a una pareja que ha colocado una red de bádminton y está jugando un partido. Ella es mucho mejor que él, así que no se lo toma demasiado en serio.
Frankfurt puede presumir de sus zonas verdes. No hay barrio que no disponga de un gran parque en sus inmediaciones, y si te atreves a insinuar siquiera la posibilidad de talar un par de árboles, los ciudadanos se te echan encima con tanta virulencia como si pretendieras lanzar una ojiva nuclear contra sus casas.
El parque de Günthersburgpark dispone de una zona de juego infantil, de una pista de fútbol sala y de una pequeña cancha de baloncesto que todavía no he tenido ocasión de probar. Es habitual ver a gente haciendo picnics, celebrando cumpleaños o echándose una siesta sobre la hierba. El otro día vi a una chica que dormitaba en una tumbona que había colgado entre dos árboles. También di con una pareja de ancianos que compartía una botella de vino en copas de cristal como dos auténticos gourmets.
Frankfurt también es esto: la variedad, la paz y la libertad de poder hacer lo que te apetezca en cada momento sin preocuparte por lo que nadie pueda pensar de ti.
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La primera librería que he visitado en Frankfurt ha sido la impresionante Hugendubel. Está situada en pleno centro de la ciudad y pertenece a una cadena con sedes en varias ciudades de Alemania. La primera Hugendubel fue fundada en Munich en 1893, y debo decir que el tiempo la ha tratado bastante bien.
Está dividida en cuatro plantas gigantescas con temáticas bien diferenciadas. Novela negra, libros de viaje, de fotografía, ensayos… También venden láminas, objetos de escritorio y diccionarios. Disponen incluso de una sección de productos locales en la que se puede comprar cerámica típica de Frankfurt y algunas viandas como recuerdo de la ciudad.
No podía faltar una sección de libros en español, en la que me alegró mucho ver los libros de algunos buenos amigos como Víctor del Árbol, César Pérez Gellida o Dolores Redondo.
Las escaleras están dispuestas de forma caótica, lo que te obliga a calcular siempre la dirección que quieres tomar, y abundan los sillones y los sofás a disposición de los clientes. Siempre hay gente leyendo los libros que toman de las diferentes estanterías, como si de una biblioteca se tratase. También hay una cafetería en la planta baja, donde preparan un expreso bastante aceptable.
Hugendubel se ha convertido ya en uno de mis lugares favoritos de la ciudad, y me cuesta dejar de entrar cada vez que paso por delante. Una ciudad se reconoce por sus librerías, y esta tiene mucho de Frankfurt: es grande, es colosal, pero no deja de ser una maldita librería.
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Poco a poco, la agradable temperatura de la que disfrutamos durante nuestros primeros días en la ciudad ha ido descendiendo, y en estos momentos la temperatura media es de unos trece grados. Se suceden los chubascos ocasionales, traicioneros, capaces de truncar un día soleado para empaparte en sólo unos minutos. Ayer mismo estaba en Günthersburgpark leyendo Cuando la noche obliga, de mi admirado Montero Glez, cuando el cielo se oscureció y me vi obligado a salir por piernas para refugiarme bajo un árbol cercano.
Cuando la lluvia obliga, podría haberse llamado la película.
Los días de niebla los rascacielos amanecen descabezados. Como si durante la noche algún dios travieso se hubiera entretenido en podarlos para que todos queden a la misma altura.
Los alemanes nunca dejan que el mal tiempo cambie sus planes. Las bicicletas que recorren la ciudad a cualquier hora del día no se acobardan, y es fácil cruzarse con ciclistas que, sin miedo alguno, desafían a la lluvia y a los elementos con una osadía rayana en la temeridad. Mi amigo Oli me ha contado que va cada día al trabajo en bicicleta, incluso cuando nieva. Es su manera de demostrarle al mundo que su determinación está por encima de los caprichos atmosféricos. No me veo capaz de imitarle, pero reconozco que admiro esta forma de pensar. El mundo no se detiene cuando llueve, así que, ¿por qué iba a detenerse él?
Frankfurt se vive sobre dos ruedas. La ciudad parece diseñada para las bicicletas, y los carriles bici se suceden y entrecruzan por todas partes. Los niños que están aprendiendo a pedalear llevan una banderita enganchada a sus bicicletas que los hacen fácilmente visibles y suelen ir acompañados de adultos que llevan una banderita idéntica.
Cuidado con interponerte en el camino de las bicicletas. Si invades el carril bici es probable que te arrollen o, en el mejor de los casos, te lleves un par de gritos. Ya me ha pasado alguna vez y, pese a mi desconocimiento del idioma, no tengo dudas sobre las lindezas que me han dedicado los ciclistas a los que he importunado con mi andar errático. No lo puedo evitar. Cuando ando inmerso en un nuevo proyecto suelo despistarme y olvidar por dónde voy.
Mi nueva novela será fría. Reflejará el cambiante clima de la ciudad, los chaparrones esporádicos y la oscuridad de sus calles al caer la noche. Estoy deseando que haya una nevada para vivirla en primera persona y poder incluirla en el relato. Mientras llega, sigo peleándome con el texto, intentando reflejar esta urbe de la manera más fidedigna posible. Observo mis notas una vez más y descubro un detalle que puede ayudarme a marcar el contexto de una cita clandestina bajo uno de los numerosos puentes que sobrevuelan el río Main y evitan que Frankfurt se parta en dos.
Incluso ahora mismo, mientras escribo este diario, no dejan de venir a mi cabeza ideas y posibilidades. Por eso, si les parece, voy a pausar aquí mi relato y a abrir el otro archivo, al que he denominado de forma provisional «Frankfurter». Los dedos me hormiguean por la excitación y el nerviosismo de haber resuelto un pequeño callejón sin salida, y no quiero dejar que se me escape. Espero que lo comprendan.
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