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Cuando la tormenta pase, de Manel Loureiro

Cuando la tormenta pase, de Manel Loureiro

El pasado mes de mayo, Manel Loureiro se alzó con el Premio de Novela Fernando Lara 2024 con un thriller ambientado en una pequeña isla de la costa gallega a la que llega un escritor con un pasado trágico y en la que, cómo no, encontrará un futuro todavía más complicado.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Cuando la tormenta pase (Planeta), de Manel Loureiro.

***

1

LA ISLA

Isla de Ons. Enero, en la actualidad

Poco a poco, el muelle fue cogiendo forma.

Era un largo espigón de cemento lastimosamente estrecho y sin más protección frente a la furia del mar de invierno que la propia mole de la isla, así que las olas impactaban con fuerza contra él y de vez en cuando saltaban de un lado a otro, barriendo toda su superficie.

El barco que se acercaba al muelle, cabeceando de manera fatigosa, era un pesquero panzudo y de pintura descascarillada que oscilaba cada vez que las ondas lo levantaban como si fuese el juguete de un niño. Aquel barquito, con el nombre de Punta Suido escrito en letras rojas sobre una placa de bronce atornillada en el frente de la cabina, sin duda había visto tiempos mejores.

Acodado en la proa, el único pasajero, ajeno al trabajo de la tripulación, contemplaba la silueta agreste y alargada de la isla, dominada por un monte en el que se erguía un enorme faro de color blanco y tejado rojo oscuro. Al lado de la isla principal, el inaccesible islote de Onza, solo habitado por aves marinas, destacaba entre montañas de rugiente espuma que rompían contra sus acantilados.

Cuando una ola escoró el barco, los nudillos del hombre palidecieron al aferrar la borda. Y no es que Roberto Lobeira rehuyera el peligro, precisamente.

El único problema era que odiaba el mar con todo su ser.

Y aun así, estaba allí. Porque tenía que llegar a aquella isla.

Roberto reparó en la mirada de intensa concentración del capitán, un tipo fibroso, de barba rala y mirada dura, envuelto en un chubasquero amarillo, a medida que se aproximaban y ajustaba la maniobra con pequeños acelerones y golpes de timón. Al partir de Bueu ya le habían avisado de que, con aquel mar invernal, atracar en el muelle quedaba del todo descartado y solo podrían acercarse un instante para que él pudiese saltar al espigón.

Cuando estaban a tan solo un par de metros del muelle, el hombre ya había roto a sudar. La tensión se mascaba mientras los marineros lanzaban defensas por el costado del buque para amortiguar un posible impacto. El estado del mar había empeorado de forma notable durante el viaje y el muelle subía y bajaba como un caballo embravecido.

—¡Todo el mundo preparado! —gritó el capitán, asomando la cabeza por un lateral de la cabina—. ¡Solo tenemos una oportunidad!

El motor rugió con un acelerón cuando una ola especialmente fuerte escoró el barco y el Punta Suido estuvo a unos centímetros de chocar contra el cemento agrietado del espigón. Uno de los neumáticos colgados de la borda emitió un quejido agudo cuando se rascó contra el hormigón del muelle, dejando una larga cicatriz de caucho negro que el agua barrió de inmediato.

—¡Ahora! —rugió el capitán—. ¡Salte al muelle! ¡Salte!

Roberto contempló el borde del espigón, a apenas un metro de distancia, aunque en aquel momento le parecía a un millón de kilómetros. Una estrecha franja de agua negra espumeaba furiosa entre el costado del pesquero y el cemento, como el fondo de una boca hambrienta. Si caía en aquel hueco, que no paraba de cambiar de tamaño a cada golpe de mar, quedaría estrujado igual que una uva en una prensa.

—¡No sé si es una buena idea! —gritó, girando la cabeza—. ¡Creo que vamos a…!

—¡Déjese de pamplinas! —bramó el capitán, con una lluvia de escupitajos—. ¡Salte de una vez, me cago en mis muertos!

No hizo falta que se lo repitiesen. Roberto lanzó su equipaje y él mismo saltó sobre la borda, justo en el instante en que las defensas chocaban con el espigón con un crujido ominoso. Antes de que pudiese darse cuenta había aterrizado sobre el cemento del muelle y la ola que había empujado al barco rompía con fuerza, transformándose en una catarata de agua gélida.

Por un segundo tuvo que luchar para mantenerse en pie. Aterrizó junto a su mochila y, antes de que pudiese secarse el agua salada de los ojos, el pesquero ya se había alejado del muelle con un potente golpe de motor. En un visto y no visto, estaba a casi veinte metros y ya giraba sobre sí mismo, enfilando la proa hacia el horizonte.

—¡Nos vemos dentro de un mes! ¡Cuídese mucho! —gritó el capitán desde la popa, antes de añadir algo que dejó perplejo a Roberto—: ¡Y evite los problemas!

Envuelto en una nube negra de humo de diésel, el barco comenzó a trepar a duras penas sobre las olas que, en aquel momento, ya eran el doble de altas que cuando zarparon de Bueu.

«La tormenta llega antes de lo previsto», pensó Roberto.

Otro golpe de agua le sacó de sus ensoñaciones y le animó a ponerse en marcha. Con toda seguridad, un muelle batido por las olas no era el sitio más prudente en el que quedarse. Arrastró su mochila hasta el final del espigón y se detuvo unos instantes para valorar sus siguientes pasos lejos del oleaje.

Miró a su alrededor. A su espalda, la caseta de recepción de visitantes, donde se acumulaban cientos de turistas en verano, estaba cerrada a cal y canto.

«Bienvenido al paraíso», se dijo con sarcasmo.

La isla de Ons, como había tenido la oportunidad de averiguar, formaba parte de un parque nacional, y las visitas estaban estrictamente reguladas. Aun así, en los meses estivales era un lugar bullicioso, lleno de turistas, visitantes y campistas que se alojaban en la zona de acampada situada en uno de los pocos sitios llanos y con agua de la isla. Los transbordadores llegaban cada pocas horas, vomitando hordas de viajeros y recogiéndolos al final del día, tostados por el sol y ahítos de vida agreste a tan solo una hora de tierra firme.

Pero en invierno la cosa era muy distinta.

Al llegar el mes de octubre, el tráfico de viajeros cesaba por completo y la isla quedaba casi desierta y en silencio. Los ferris que llevaban a los turistas se amarraban en sus puertos, a la espera del siguiente verano, y Ons hibernaba en su madriguera de roca, viento y salitre junto con los poco más de treinta habitantes que se quedaban allí todo el año.

Por eso había tenido que contratar a un pesquero para que le llevase hasta allí. Ons estaría totalmente aislada hasta la llegada del buen tiempo.

Y eso era justo lo que necesitaba.

(…)

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Autor: Manel Loureiro. Título: Cuando la tormenta pase. Editorial: Planeta. Venta: Todos tus libros.

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