«La lectura es el modo de viajar de aquellos que no pueden tomar el tren». Lo escribió el comediógrafo belga Francis de Croisset y cabría completarlo añadiendo que la escritura es el modo en el que el viaje queda fijo en la memoria y en la vida, porque desde el principio de los tiempos fue la literatura el único medio capaz de consignar las maravillas y contraluces de los territorios lejanos —cuando ni se habían inventado la fotografía ni el cine, ni existía un Internet que constriñera el mundo entre los límites de una aldea global— al tiempo que daba fe de la actitud de los viajeros. De su sorpresa o su decepción ante los nuevos paisajes que aparecían ante sus ojos. De cómo el haber llegado a ellos modificaba o no sus conductas o su manera de entender la realidad. Todo viaje es a la vez un desplazamiento geográfico y un soterrado tránsito interior. Lo explicó muy bien Mark Twain con unas pocas palabras: «Viajar es un ejercicio con consecuencias fatales para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de mente».
Algo sabe de todo eso Manuel Rico (Madrid, 1952), que es escritor y es caminante y ha explorado en su obra poética y narrativa esos desplazamientos por la geografía y la memoria. De ello dio fe en novelas como Los días de Eisenhower, Verano y Un extraño viajero, con la que ganó la última edición del premio Logroño, y a ello vuelve, desde otra perspectiva, en el volumen Letras viajeras (Gadir), cuyo título no puede ser más explícito y en el que traza un personal corpus alrededor de libros centrados en la experiencia de sus autores cuando decidieron coger la maleta y emprender rumbo hacia latitudes alejadas de las que les eran propias. «Aunque hayamos visitado determinados paisajes o ciudades o aunque los conozcamos a fondo por haber vivido en ellos durante un tiempo», reflexiona Rico, «cuando leemos un libro o una pieza literaria en la que se cuenta el recorrido de un determinado escritor por esos lugares, volvemos a vivir nuestra experiencia». Y, más adelante, apostilla que esa revisión de lo vivido conforma una nueva experiencia «filtrada por la mirada del escritor, enriquecida por perspectivas nuevas, que se mezclan con nuestros recuerdos, nuestra mirada y nuestra memoria hasta fundirse con la apuesta narrativa o poética del autor».
En realidad, Letras viajeras reúne los textos que Manuel Rico fue publicando regularmente en su blog de la revista digital Eco-Viajes. Ocurre que, al contemplarlos desde una perspectiva global, lo que en su día fueron píldoras aisladas alcanzan una nueva envergadura y propician un recorrido fiel a las querencias paisajísticas y literarias de su autor. No están en el libro todos los que podrían haber sido, pero sí todos aquellos a los que Rico siente más próximos, en lo literario y en lo sentimental, y no es difícil intuir en estas reseñas rasgos que, en mayor o menor medida, también habían estado presentes en sus obras anteriores. Hay en Letras viajeras una presencia predominante de los parajes mesetarios y, en justa correspondencia, también cobran en sus páginas un peso especial los nombres ilustres de la Generación del 98. Está Azorín glosando sus estancias en Riofrío de Ávila y también evocando una ciudad castellana anónima que puede ser una en concreto o todas en general, y Unamuno paseando por Mallorca, Coimbra o las Rías Bajas. Como está Antonio Machado recorriendo la melancólica Soria en la que años después se instalaría otro poeta, Gerardo Diego, para inundar con las notas de su piano la atmósfera de los salones del Círculo Amistad Numancia. Hay en el libro lugar para los descubrimientos —se menciona un título poco o nada conocido (Corazón de roble, de Ernesto Escapa), que sigue el curso del Duero desde las hoces de Urbión hasta la ciudad de Oporto— y para el reencuentro con textos hoy algo olvidados, como el que Raúl Guerra Garrido dedicó al Canal de Castilla o las reflexiones de Jesús Torbado por la Tierra de Campos, sin olvidar las acotaciones de Dionisio Ridruejo en su propósito de poner negro sobre blanco la idiosincrasia castellana, un empeño monumental que la propia editorial Gadir ha venido recuperando en estos últimos años. Tampoco faltan los escenarios que vieron pasar a nuestros clásicos, desde el monasterio de Veruela desde cuya celda escribió un lánguido Gustavo Adolfo Bécquer hasta la Hita que vio soñar el buen amor al arcipreste Juan Ruiz. Los contemporáneos, de Francisco Umbral a Julio Llamazares, tienen su representación en unas páginas por las que también desfilan Fernando Pessoa, Cees Nooteboom, Cardoso Pires, el romántico Richard Ford o John Dos Passos. No en todos los casos hay admiración o aquiescencia: en el capítulo dedicado al Viaje a la Alcarria, Rico no puede dejar de reprocharle a Camilo José Cela el desdén altivo con el que se refiere a los humildes pobladores de esa comarca manchega.
¿Literatura o vida? Manuel Rico define sus primeras lecturas como «letras viajeras, invitaciones a conocer ciudades, cordilleras, caminos, aldeas, con el poderoso instrumento de la imaginación avivada por la palabra». Las páginas de su libro son, en consecuencia, un sedimento de sus idas literarias por esos territorios que más adelante pudo pisar con sus propios pies. Se es lo que se observa, pero también lo que se lee, y se es aún más cuando aquello que se lee se observa luego, y viceversa. En el fondo, Letras viajeras no es más que una constatación de lo acertado que estaba Benjamin Disraeli cuando aseveró: «Como todos los grandes viajeros, he visto más de lo que puedo recordar, y recuerdo más de lo que he visto».
Título: Letras viajeras. Autor: Manuel Rico. Editorial: Gadir. Venta: Amazón y Fnac
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